"De los poetas uno se espera la verdad, y Piedad Bonnett es ante todo poeta, y gran poeta: por eso su libro, sin hacerle honor a su nombre, es despiadadamente cierto, despiadadamente verdadero y, por esto mismo, despiadadamente valiente", Abad Faciolince
Portada Lo que no tiene nombre de Piedad Bonnett./elespectador.com/blogs/quitapesares |
Algunos de mis mejores amigos no tienen hijos; quiero decir que han
resuelto no tener hijos. Si el tema de los hijos surge y me lo
preguntan, si todavía están en edad de procrear, yo casi siempre me
atrevo a aconsejarles: ¡tengan hijos, es la experiencia más rara, más
íntima, más intensa, más definitiva, más alegre y dolorosa de todas las
que se puedan tener! Al que no tiene hijos, dijo una vez el novelista
antioqueño Juan José Hoyos, “se le queda un pedazo del corazón sin
usar.” Sí, ya sé que la frase les puede sonar cursi… a los que no han
tenido hijos, pero quienes los tenemos sabemos que esa frase es verdad.
Mis amigos que no han tenido hijos, en todo caso, aunque se han privado
de la más grande dicha, al menos no han corrido el riesgo de sufrir el
más hondo dolor. ¡Cobardes! Les digo; cobardes y sensatos al mismo
tiempo. La cobardía, al fin y al cabo, no es otra cosa que un exceso de
prudencia.
Yo estoy aquí hoy presentando este libro no porque sea escritor;
tampoco porque sea amigo de Piedad Bonnett. Lo estoy presentando porque
Piedad tuvo a su Daniel y yo tengo a mi Daniela, y sobre todo porque
Piedad y yo hablamos varias veces de lo que sería absolutamente
insoportable: perder a su Dani o a mi Dani. Piedad y yo sabíamos y
sabemos que sería mil veces preferible morir nosotros a que murieran
nuestros hijos; que si hubiera un dios que nos permitiera escoger entre
él o tú, entre ella o yo, nosotros no dudaríamos un segundo en
responder: yo, yo, yo. Prefiero morirme yo a que mi hija se muera, a que
mi hijo se mate. Pero no, los dioses no aceptan esos negocios, esos
cambalaches, esos sacrificios. Y pasó esto que no sabemos si podría no
haber pasado, pasó esto que no se puede negar, pasó esto que ya será
para siempre y que Piedad Bonnett, usando las tres palabras secas y
precisas de su hija, nos cuenta en su libro: Daniel se mató.
Sí, eso pasó: Daniel se mató. De los poetas uno se espera la verdad, y
Piedad Bonnett es ante todo poeta, y gran poeta: por eso su libro, sin
hacerle honor a su nombre, es despiadadamente cierto, despiadadamente
verdadero y, por esto mismo, despiadadamente valiente. La valentía
consiste en decir la verdad a pesar de que a muchos no les guste oírla, a
pesar del dolor inmenso de tener que desgarrarse para decirla. Ante la
muerte no estamos acostumbrados a la verdad y menos a unas palabras que
no son de consuelo, sino de constatación del sinsentido, o del muy poco
sentido, y por esto mismo de desolación. Este libro no es una homilía de
consuelos falsos ni de ilusiones mentirosas de castigos, recompensas,
reencarnaciones o reencuentros en el más allá. Lo que no tiene nombre
dice algo muy claro: los rituales religiosos y sociales de la muerte
-el velorio, las misas, el funeral, el entierro-, aquello que pudo
servir durante milenios como rito de paso del final de la vida, como
consuelo, a Piedad (y con ella a muchos de nosotros) ya no nos sirven.
Así como Botero se encierra un año a pintar a su hijo decapitado,
Pedrito, para enfrentar la pena de haberlo perdido; así como un músico
escribe un Requiem para recordar a su amada muerta; así como Jorge
Manrique escribe las coplas por la muerte de su padre, así mismo Piedad
compone esta elegía: con delicadeza, con contención, con todo el control
posible que su razón le permite en una situación de desgarramiento.
Con un mérito adicional. Mahler escribió sus Kindertotenlieder
(canciones para la muerte de los niños) cuatro años antes de que su
hija, María, muriera de fiebre escarlatina. Cuando ella se murió Mahler
contó que había escrito sus Lieder poniéndose en el lugar de un padre
que ha perdido a su hijo. Y añade: “Cuando efectivamente perdí a mi
hija, yo ya no habría sido capaz de escribir esas canciones.” Piedad ha
sido capaz de hacerlo después, tal vez porque la misma enfermedad de
Daniel la hizo vivir y presentir muchas veces su futura muerte; Piedad
ha sido capaz de hacerlo en caliente, sin tener que esperar, como otros,
años o decenios para poder contar el horror, quizá porque la tragedia
se venía fraguando ante sus ojos desde mucho antes. O simplemente porque
tiene el autocontrol suficiente para ser capaz de hacerlo. Pero que
nadie se atreva a pensar que esta capacidad de escribir tan pronto
obedece a insensibilidad o a dureza de corazón; es todo lo contrario, y
en el libro se ve: es valentía total, es capacidad de mirar la muerte y
el sufrimiento a los ojos, aunque sea insoportable. Piedad en este libro
soporta lo insoportable e intenta lo imposible.
Evocar con las palabras, ensayar el conjuro de revivir un muerto con
la fuerza del aire, con el propio aliento, con la voz que nos sale de
más adentro. Saber que fallará, pero hacerlo de todos modos porque
creemos que las palabras crean, que las palabras recuperan, que en las
palabras dura un poco más lo caduco y lo finito. ¿Quién podía escribir
sobre Daniel, si no Piedad? ¿Quién podría haberlo hecho mejor, más
amorosamente, con más respeto y con mayor comprensión? Nadie. No es una
tumba ni una misa ni un monumento ni un sermón lo que puede evocar bien a
Daniel. Su madre quiso hacer esta ceremonia de despedida con el arte
que ella se ha dedicado a pulir en una larga vida de devoción a las
palabras, con el arte que ella domina con maestría. Y lo ha conseguido;
en este libro está Daniel, el Daniel enfermo, sí, pero también el Daniel
alegre, el Daniel sensible, el Daniel artista, el Daniel vivo. No
resucita, no, pero quienes no lo conocimos ni pudimos por lo tanto
quererlo en vida, ya lo conocemos y ya lo queremos así sea en el
recuerdo literario, a través de las palabras de su madre.
Piedad Bonnett, además, y tal vez sin pretenderlo, hace algo útil:
mira a la cara y denuncia lo que no se nombra: la enfermedad mental. En
la historia de las enfermedades vergonzosas, en el principio fue la
lepra. En el libro de Levítico se nos enseña cómo la comunidad debe
declarar inmundo al leproso, echarlo de la ciudad, apartarlo y obligarlo
a cargar una campanilla que anuncie que se acerca, para que todos se
aparten. Después lo innombrable fue el cáncer, ese mal silencioso del
que no se podía hablar ni en público ni en privado. Los periódicos
decían que Fulano de Tal había fallecido “después de una larga y penosa
enfermedad”. El cáncer era vergonzoso, en buena medida, porque antes de
los avances de la medicina moderna el cáncer era una enfermedad
maloliente: los tumores crecen a tal velocidad que al centro del mismo
ya no consigue llegar irrigación sanguínea, y esa parte del cuerpo se
pudre, y huele. Así era el cáncer en las condiciones naturales previas a
la medicina del siglo XX. Tenía cierto sentido ocultar la enfermedad,
no mirarla a los ojos, esconderse cuando se la padecía. Mirar la
enfermedad a los ojos es empezar a comprenderla, a tratarla, a curarla
hasta donde se pueda. Y en la actualidad hay una enfermedad que todavía
no somos capaces de mirar a los ojos con valentía: la enfermedad mental,
el dolor tan hondo de una enfermedad que altera hasta tal punto nuestra
percepción del mundo que nos puede llevar al homicidio de otros o al
homicidio de nosotros mismos.
Hay en esto de la enfermedad de Daniel una gran paradoja: aquello que
en dosis mínimas hace de alguien como Piedad una poeta, es decir, la
capacidad de encontrar señales en el mundo, de ver signos de algo más en
los objetos, en lo aparente, ver algo más en el sonido literal de las
palabras, esa misma sensación magnificada (y también la de ser otros, en
la novela), hace de su hijo un enfermo mental, un demente. Piedad lo
dice así, hermosamente:
Daniel me confesó alguna vez, pocos meses antes de su muerte, en
un segundo de sinceridad y como de pasada, que cuando estaba encerrado
en su cuarto veía pasar gente a su alrededor, pero que su médico le
había enseñado a ‘focalizar’. También sé ahora, por sus terapeutas de
los últimos tiempos, que sentía permanentemente que el mundo le enviaba
sutiles mensajes que debía descifrar, pero que él sabía desterrar esos
espectros de su mente gracias a un esfuerzo continuado de su voluntad.
No puedo dejar de asociar el convencimiento del enfermo de que el mundo
le habla, con la pretensión de los poetas de poder ‘leer’ las señales
del mundo para luego ‘traducirlas’ en ritmos y en imágenes. Y me duelo
del horrible parloteo del universo en los oídos de mi hijo y de saber
que lo que para mí ha sido siempre un gozoso ejercicio de inmersión en
la realidad, al agigantarse en su cabeza era para él tortura infernal,
fuente de miedo.
El sensible Daniel Segura Bonnett, el entrañable muchacho que
protagoniza este libro de Piedad Bonnett, era incapaz de matar a nadie;
incluso matarse a sí mismo -nos dice Piedad- tuvo que significar para él
un esfuerzo tan grande como el de matar lo más amado. Y sin embargo lo
hizo, en un gesto de amor, de auto-eutanasia, cuando su vida se le hizo
insoportable.
Los psicólogos, los psiquiatras, los enfermos y los familiares de
personas que padecen una enfermedad mental, deberían leer este libro.
Así como se encontró el bacilo que ocasiona la lepra; así como el cáncer
se puede contener, operar, a veces curar, así mismo, con el valor de
Piedad, tenemos que ser capaces de mirar a los ojos los efectos
devastadores de la esquizofrenia, pero también las esperanzas que se
abren -gracias a los avances de la química y de la logoterapia- para que
estos enfermos puedan llevar una vida digna, activa, útil, y en la
medida de lo posible alejada de sus terribles fantasmas generados por el
cerebro mismo. Piedad en su libro nos ayuda a entender que la
esquizofrenia no es culpa de los padres, de una mala crianza, de oscuros
traumas, sino de simples desarreglos físicos, químicos, dentro del más
desconocido de nuestros órganos: el cerebro. Entender la enfermedad
mental como algo doloroso, involuntario y tratable, ayudaría a no
segregar, discriminar y marginar a los enfermos, como unos seres
completamente extraños al mundo de los sanos, casi tan contagiosos como
los leprosos. Hay que luchar con los enfermos, hasta donde se pueda, sin
aislarnos ni obligar a sus familias a callar, y buscar que estén mejor,
y que en la medida de lo posible consigan tener una vida digna y
llevadera, una vida menos dolorosa para ellos y para su entorno
inmediato.
A veces los libros testimoniales como este nos hacen olvidar que son
también obras literarias. Este libro no solo es verdadero, sino también
hermoso, porque está escrito por una artista que domina el oficio de
crear con las palabras, y que además tiene ese difícil don de la
contención, porque Piedad Bonnett sabía mejor que nadie que su obra, en
cada página, estaba expuesta a deslizarse peligrosamente al
sentimentalismo, a la melcocha. Esto nunca ocurre: uno nota las riendas
de Piedad que no le permiten ir más allá del punto preciso en que el
dolor se desbordaría en arrebatos de autocompasión. Piedad en este libro
sufre sin envilecerse, sin regodearse en el sufrimiento, sin pretender
el absurdo trofeo de ser la campeona del sufrimiento. Piedad despliega
su luto y nos muestra su manera de vivir el duelo. Ella piensa que su
instrumento, las palabras, son insuficientes. Y ella cree que a duras
penas ha intentado acercarse a lo inefable, sin lograr expresarlo. Pero
insisto en que no: lo que ha escrito Piedad, lo que has escrito, Piedad,
es más, mucho más que suficiente para evocar, no solo tu dolor sin
nombre, sino la dura vida de tu único hijo. Llegaste, incluso, a
explicarnos su muerte como una elección que pudo ser aceptable y
razonable, aun cuando tomara la decisión del suicidio en un impulso
repentino. La vida no es igual para el que sufre que para el que no
sufre.
Séneca, un sabio suicida, en sus Consolaciones, que quise
releer después del libro de Piedad, dice dos cosas que creo ciertas: que
seguramente, pese a todo, es mejor que un hijo muerto haya existido, a
que no hubiera existido nunca. Pienso que Piedad agradece haberlo visto,
haberlo amado, haberlo conocido. Y Séneca dice también que la muerte es
una liberación de todos los dolores y un límite que nuestros males no
pueden traspasar; no porque al otro lado haya otra vida de placeres o de
tormentos, sino porque es la muerte la que nos vuelve a dar la paz en
la que estábamos sumergidos antes de nacer.
No creo mucho en que las Consolaciones de Séneca consigan
todavía consolarnos. Yo he aprendido con este libro despiadado de
Piedad, que no hay consuelo. Y que sin embargo vale la pena escribir que
no hay consolación. ¿Por qué vale la pena? Creo que vale la pena de
decirse, de escribirse, porque es verdad.
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