La desaparición de figuras como Benet o Barral ha dejado sin referentes al mundo literario Sus discípulos analizan qué pasa cuando fallecen los autores que los aglutinan
Arriba, de izquierda a derecha: Benet, Gil de Biedma, Goytisolo, Martín Gaite y Ferrater. Abajo: Hortelano y Barral. / Sciammarella./elpais.com |
El 6 de enero se cumplieron veinte años de la muerte de Juan Benet y su amigo Javier Marías publicó una evocación en EL PAÍS Semanal sobre el maestro más influyente de su generación.
Decía: “Mucho lo admiré como escritor, pero lo echo de menos como amigo
y guía”. Marías señalaba: “Me llevaba veinticuatro y se detuvo a los
sesenta y cinco, luego todavía sigue siendo mayor, en mi recuerdo, de lo
que lo soy yo ahora”. Marías se preguntaba por las posiciones que su
maestro hubiera tenido a lo largo de estas dos décadas. ¿Qué hubiera
dicho, qué hubiera escrito? Muchos se juntan y lo añoran, decía Marías.
“Y somos bastantes los que estamos en activo y hablamos de ti cuando hay
ocasión”.
Con algunos de esos que citaba Marías como amigos “en activo” hemos
hablado para dibujar un retrato de lo que pasa cuando una generación se
queda súbitamente sin ese y otros maestros que fueron contemporáneos de
Benet y que murieron en fechas más o menos parecidas: Gabriel Ferrater,
Juan García Hortelano, Carmen Martín Gaite, Carlos Barral, Gil de
Biedma, José Agustín Goytisolo... Como si la generación de los hermanos
mayores, o de los padres jóvenes, se hubiera ausentado casi en su
totalidad.
Esto dice el escritor Manuel de Lope: “Benet murió el año en que yo
vine a instalarme en Madrid. Carlos Barral y Hortelano habían muerto
antes. Yo tuve la sensación íntima y muy clara de que se producía un
vacío inesperado, sobre todo en el caso de Juan Benet”. El escritor
veterano y su amigo joven habían quedado en hacer una excursión, a pesar
de la enfermedad grave que aquejaba ya a Benet, pero “la muerte llegó
antes”. “En lo que se refiere al mundo intelectual creo que la movida ya
había hecho por entonces suficientes estragos, con perdón, y tanto
Juan, como Barral y Hortelano, pertenecían a una especie cultural
extinguida antes incluso de que murieran”.
El autor de Bella en las tinieblas no cree que “a Benet le agradara
la idea de tener discípulos, es una palabra demasiado clerical. Sin
embargo, ahora, cuando a veces apunto notas sueltas y recuerdos me gusta
llamarle el magíster, no sé por qué. Eso sí, dentro de un par de años
yo tendré la edad que él tenía cuando murió. Sin embargo, en el recuerdo
me sigo sintiendo joven y Benet el hermano mayor. Yo discutía a menudo
con Benet. Sobre asuntos de guerra, sobre si las novelas tenían o no
tenían que tener argumento..., qué sé yo. Barral era un hombre de
conversación pausada, con agradables silencios. Hortelano, al que traté
menos, era un extraordinario conversador. Le pasaba como a Abraham
Lincoln, siempre tenía alguna anécdota a mano”.
Fernando Savater suele decir que cuando alguien cuya opinión nos ha
importado muere, el vacío que deja es el que se resume en esa pregunta:
qué hubiera dicho ante lo que pasa. Dice Manuel de Lope: “Ahora vivimos
cosas muy importantes en lo nacional y global. ¿Qué hubieran pensado
ellos de la deriva que toma la guerra contra el terrorismo? Y mucho más
que eso, ¿qué hubieran pensado del dueño del Banco Español de Crédito en la cárcel? ¿Qué hubieran pensado de un director de la Guardia Civil en fuga?
La historia sigue siendo muy interesante, hubiera comentado Benet”.
Pero, señala De Lope, “hemos de mirar el ahora con los ojos de ahora y
el entonces con los ojos de entonces”.
Dice Vicente Molina-Foix, amigo de aquellos ya desaparecidos Barral,
Benet, Biedma, Barral... “Hoy se enseña a escribir bien (o mejor) en las
escuelas o talleres de escritura creativa, y nada tengo en contra de
ellas. Pero por edad, y sobre todo, por suerte, pertenezco a una
generación que buscó y encontró maestros fuera de las aulas. Alguno, más
histórico aunque siempre cercano, como Vicente Aleixandre, nutrió con
su ejemplo civil a varias generaciones de escritores de la posguerra. El
contacto más inmediato fue, claro, con la generación anterior a la mía,
y en mi caso concreto con novelistas como Cabrera Infante, Benet u
Hortelano, y poetas como Barral, Jaime Gil de Biedma...”
Los cuatro últimos, indica el autor de El abrecartas,
“murieron en la plenitud de su altísima capacidad literaria. Y aunque
todos dejaron una obra que no cesa de estar vigente, la muerte
interrumpió aquello que no puede sustituirse con los libros: la
presencia humana, el humor irreverente, la osadía, el mirar a las cosas
desde ángulos inesperados, originales. Y eso sí es una devastación, un
cercenamiento. De Benet siempre estoy esperando una respuesta a
incógnitas que tengo, y no me llega en la vida real. De todos los
citados, y de otros escritores desaparecidos y admirados (Claudio
Rodríguez, Carmen Martín Gaite, Ángel González, Manolo Vázquez
Montalbán), añoro saber cómo responderían al agónico estado actual de
las cosas. No tener tampoco sus respuestas obliga a quienes les quisimos
a afinar más en nuestro papel, sin saber si nosotros, herederos
forzosos, tendremos su lucidez”.
Le preguntamos a Félix de Azúa qué sucede cuando de golpe desaparecen
esos hermanos mayores... “Por fortuna nos cogió ya mayores”, dice el
escritor de Diario de un hombre humillado, “porque lo cierto es
que nuestra dependencia de aquellos padres o tíos era grande, tanto por
admiración y respeto, como por razones sociales. Era gente muy generosa
y nos ayudaron mucho”. Hay supervivientes gloriosos de aquella
generación, como Caballero Bonald, Sánchez Ferlosio, Ana María Matute,
Rosa Regás o Marsé... Pero aquellos desaparecieron tan pronto. ¿Qué
aprendió de ellos, Azúa? “Eran tipos muy distintos. De Benet (que fue mi
maestro en el sentido más riguroso) aprendí sobre todo la moral de la
literatura, es decir, las obligaciones que contrae quien se dedica a esa
tarea inacabable y poco apreciada y que consiste no sólo en beber
whisky sino también en aguzar la mirada hacia detalles casi
imperceptibles, viajar con un propósito determinado, leer sólo lo
imposible, no caer jamás en el ocio o llevar siempre puesta una máscara
de yeso ante la opinión ajena. De otros, de Ferrater, por ejemplo, una
concepción agresiva de la dignidad de la poesía y un desprecio olímpico
por lo que él llamaba “los escarabajos”. De Gil de Biedma, la ironía,
que era tanto más feroz cuanto más cerca de uno mismo se aplicaba. Creo
que debería escribir un libro sobre aquellos famous old men.
Escribían, intervenían. “Los pocos que aún intervenimos me parece que
somos conscientes de que estamos trabajando en algo terminal. En la
época de Biedma, de Salinas, de Benet, de Hortelano, había una franja de
la población notablemente ilustrada y sobre todo respetuosa con quienes
se dedicaban a la vida intelectual o artística. Les prestaban atención y
les hacían caso. Los lectores de Benet o de Ferrater, aparte de los
universitarios, eran médicos, notarios, ingenieros, empresarios,
profesores, una burguesía poderosa, pero atada a las cuestiones
artísticas o intelectuales. Ese conjunto social ha desaparecido o está
en trances de desaparición. No en vano también están desapareciendo los
periódicos”.
¿Qué piensa Savater de lo que dejó aquel vacío de hace más o menos veinte años? Dice el autor de La infancia recuperada:
“Frecuentemente las desapariciones de gente conocida vienen por rachas
de semejantes: ahora compañeros de colegio, luego colegas, más tarde
admiradores, o amantes, o adversarios... No en vano a la muerte se la
pinta manejando una guadaña, que es un instrumento para segar muchas
espigas de golpe... Aquel puñado de figuras entrañables fueron para
algunos de nosotros los primeros escritores que conocimos en persona...
Para mí ejercieron como ideales de vida, más que como guías literarios.
Ellos eran lo que yo quería llegar a ser, militaban en el ejército al
que yo quería incorporarme. Los veía como venerablemente adultos frente a
mi inmadurez. Ahora me sorprende comprobar que ya soy más viejo de lo
que algunos de ellos eran al morir, pero mi inmadurez no ha
mejorado...”.
Francisco Rico, académico, y a veces personaje de ficción de Javier
Marías, destaca de aquella gente, y singularmente de Benet, “su mirada
sobre la realidad; su impertinencia desde una absoluta seguridad, la
capacidad para decir siempre la palabra oportuna, su humor... Sabía
derivar cualquier situación hacia una alta comedia, hacía lo que a él le
hacía gracia. Siempre representaba, y se adueñaba completamente de las
situaciones. A mí me producía un deslumbramiento total. Siempre hubiera
querido ser como Benet”.
Para Antonio Martínez Sarrión, poeta al que aquella generación
llamaba “el moderno”, “la muerte de un maestro de las artes supone una
gran catástrofe personal. A nosotros nos dejó sin esas referencias. En
mi caso, Benet, Hortelano, Martín Gaite..., fueron amigos íntimos; Benet
fue amigo y confidente, influía en lo que yo podía hacer, en mi manera
de ver el mundo”. Ya no se encuentran los escritores en torno al
maestro. “Mira, Caballero Bonald me dijo hace años que se había
encontrado con unos escritores de ahora. Y halló que esos noveles ya
sólo querían hablar de contratos. Y eso no ha hecho otra cosa que
crecer”.
Le preguntamos a Azúa: ¿Fue una devastación? “Completa”. “Era un
mundo coherente, valioso y esforzado. No había ni sombra de arrogancia.
Podía haber vanidad o pedantería en algunos, pero la ejercían con
gracia. En muy pocos años nos quedamos en cuadro. Fue una sensación de
posguerra”.
Camelot
José María Guelbenzu
Hubo una época, en el curso de los años sesenta y primera mitad de
los setenta, en la que esa ciudad provinciana que hoy es Barcelona era,
en el imaginario de todos los jóvenes escritores nacidos a partir de los
cuarenta, una ciudad cosmopolita, europea y literaria, una versión
local del mítico Camelot, una luz en la grisura mediocre del Reino de
España. En ella, Carlos Barral ejercía de rey Arturo; el mestre
Castellet era Merlín; Gabriel Ferrater, sir Gawain, Juan García
Hortelano, sir Héctor; Jaime Gil bien podría ser el rey Pelles, y Juan
Benet, sir Bertilak, el caballero del Lago, al que la Dama del Lago
envió a Camelot para poner a prueba la fama de los caballeros del rey
Arturo; y así podríamos seguir adjudicando figuras de leyenda a los
demás que se sentaban a la Mesa Redonda de la calle Provenza, como Jaime
Salinas, Ángel González, Joseagustín, Luis Goytisolo o Pepe Caballero,
sir Bonald. Unos eran residentes y otros llegaban de la mesetaria
Magerit atraídos por el irresistible fulgor de la corte. Y, en fin, ya
metidos en fantasías improbables, hacia allí nos dirigimos muchos de los
que por juventud y entusiasmo bien pudimos encarnar en la figura del
joven Perceval y que fuimos bautizados con el sobrenombre de La
Coqueluche.
A día de hoy, todos ellos, la mayoría de ellos ya se sentaron en la
silla peligrosa, que los entregó a la muerte. Su legado, sin embargo,
sigue siendo un espejo de la caballería literaria. El sonoro vacío de su
ausencia en el tiempo presente lo llenan sus obras, pero su
desaparición es literariamente dolorosa porque fueron algo que hoy se
echa de menos: ellos eran un referente. Un referente de exigencia
creadora, de vida entregada a la difusión de la cultura, de inteligencia
y de sentido ético, de vocación y decisión. Coincidían en un apasionado
amor a la literatura y las formas artísticas, de donde extrajeron su
notable y diverso gusto literario. Cultivaron entre ellos la amistad,
pero fueron capaces de extenderla a sus jóvenes admiradores (y a fe que
los admirábamos y respetábamos, y también nos divertíamos) con voluntad y
paciencia. Todos sus defectos palidecían a la luz de sus virtudes;
nadie que los tratara con continuidad dejó de aprender de ellos.
La falta de referentes es en la actualidad una de las carencias más
importantes de nuestro panorama literario, no porque no haya artistas de
calidad sino porque nadie parece haber conseguido alzar ese estandarte.
Aquellos caballeros tenían una autoridad y un prestigio que actualmente
se da con cuentagotas, pues el becerro de oro de la popularidad ha
llegado a confundirla con el éxito de tal modo que al escritor la
sociedad ya no le exige autoridad sino popularidad. Ser popular es ser
conocido por la mayor cantidad de gente posible, culta o inculta; tener
éxito, en cambio, es conseguir lo que uno se propone en la vida y esto,
llevado a la buena literatura, significa que es, sobre todo, cumplir con
la ambición de excelsitud que cada uno se ha propuesto o morir en el
empeño, independientemente del grado de reconocimiento que consiga: lo
que en términos de vida se llama cumplir una vocación. El círculo de
aquel Camelot eran personas de vocación que se debían a ella antes que a
cualquier otra cosa y por eso fueron capaces de aglutinar una corte
poderosa y crear un estilo. No quiere esto decir que la suya fuera la
única manera de hacer literatura, porque el tiempo nos muestra cómo los
gustos y los modos cambian, cómo la expresión cambia también de acuerdo
con los gustos y los acontecimientos sociales, pero no por eso debemos
de perder de vista lo que sigue siendo sustancial: esa vocación capaz de
atravesar la actualidad tratando de encaminarse a la exigencia de
bondad y belleza del arte perdurable, que es, finalmente, el referente
mayor. Aquel grupo levantó una bandera que aún ondea en nuestro
recuerdo.
Hoy en día seguimos leyendo, deleitándonos y aprendiendo de las
historias de los Caballeros de la Mesa Redonda, de los anónimos cuentos
populares de tradición oral o de las pinturas de las cuevas de Altamira,
por citar tres ejemplos antiguos de la importancia y la necesidad de
disponer de referentes en todas las generaciones. Recordarlo, enseñarlo y
pasar el testigo fue la labor de Carlos Barral y sus nobles caballeros.
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