A partir de 1974, cuando el escritor chileno José Donoso le donó algunos de sus archivos personales, la Firestone Library de la Universidad de Princeton comenzó a nutrirse de manuscritos y papeles originales de autores como Vargas Llosa, Saer, Piglia, Monterroso, Pizarnik, Lezama Lima, Marechal y Cortázar, entre muchos otros. Hoy alberga una colección única en su tipo. Ñ recorrió sus pasillos de la mano del encargado de la sección de América Latina y cuenta qué tesoros guardan y cómo llegaron hasta allí
PAPELES DE TRABAJO. Esta ilustración fue realizada con archivos originales conservados en la sección de escritores latinoamericanos de la Firestone Library. |
La Firestone Library aloja la más ambiciosa colección de manuscritos de escritores latinoamericanos del siglo XX, actualmente a cargo del puertorriqueño Fernando Acosta Rodríguez. |
Universidad de Princeton / oficina de Comunicaciones./Revista Ñ |
El guardián de los manuscritos me da un lápiz y seis delicadas
hojas para que haga mis notas. Me recuerda que también debo dejar mi
libreta de apuntes y mi birome en uno de los lockers. Y muy amablemente
me indica un pupitre en el que puedo esperar por una de las cajas que
solicité. Antes de ello, debo lavar cuidadosamente mis manos en un lugar
especialmente dispuesto para esos fines en la antesala de lectura. Es
una tarde gris y con viento. La temperatura es cambiante. Ni demasiado
frío ni demasiado calor. Según se vaya desde Nueva York o desde
Filadelfia, para llegar a Princeton es necesario tomar tres trenes. En
cualquier caso, se hará una escala en Trenton. De allí, un segundo tren
irá hasta Princeton Junction y, finalmente, un último tren llegará hasta
el campus, un conglomerado de castillos cuasi-medievales en los que el
saber de la universidad se guarece. Edificios interconectados por
senderos laberínticos, un gran parque temático del conocimiento y la
erudición con su propio centro comercial y su propia playa de
estacionamiento de bicicletas. Por uno de esos pequeños senderos,
atravesando pequeños arcos de triunfo y leones de granito, se llega
hasta la Firestone Library, la “Piedra de Fuego” en la que se aloja la
más ambiciosa colección de manuscritos de escritores argentinos y
latinoamericanos del siglo XX. Allí me espera su curador, Fernando
Acosta-Rodríguez.
Princeton desde adentro
Fernando
es puertorriqueño y desde hace varios años es el encargado de la parte
latinoamericana de manuscritos de la que Don C. Skemer es el curador
general. Me cuenta que Peter Johnson, su predecesor, comenzó con el
diseño de la sección allá por los años 70. De 1974 data la primera
adquisición del archivo, la de los papeles personales del escritor
chileno José Donoso, quien cedió a la universidad sus manuscritos como
parte del pago de la matrícula de un estudiante destacado. Siempre
existieron dudas sobre aquella historia. Fernando sospechaba que podría
tratarse de uno de los tantos mitos que circulan por Princeton. Pero
hace algún tiempo tropezó con algo. Una carta membretada, firmada por
Frederic Fox, el secretario de Actas de aquel entonces, confirma el
hecho. En teoría, no mucho se sabe de aquel estudiante destacado, quién
fue, qué vínculo lo unió a Donoso. Pero el estudiante existió. Otra de
las leyendas era que aquellos papeles de Donoso no podían ser
consultados sino hasta pasados los 50 años de su muerte. Pero es
probable que ese acuerdo no haya existido tal cual. Donoso falleció en
1996 y, hasta ahora, ya varios han podido consultar sus archivos. Entre
ellos se encuentra la propia hija del escritor, Pilar Donoso, autora del
libro Correr el tupido velo, una fervorosa indagación
en torno a las vacilaciones existenciales de su padre y la compleja
relación que mantuvo con su sexualidad el autor de El obsceno pájaro de la noche.
Con
la adquisición de los papeles de Donoso comenzó todo. Papeles de Carlos
Fuentes, Octavio Paz, Reinaldo Arenas, Guillermo Cabrera Infante y
Angel Rama son sólo algunos de los muchos manuscritos que los estantes
de la sección han incorporado desde entonces. Entre otras de las
primeras adquisiciones del archivo, ocurridas en los tempranos 80, se
encuentran los manuscritos de Mario Vargas Llosa. Para refutar otro poco
la teoría de la inspiración literaria y fortalecer la del trabajo, esa
sola adquisición posee miles de hojas manuscritas dispuestas en 254
cajas, 115 metros lineales de estantería. Y se siguen sumando. No hace
mucho que Fernando y Don Skemer se reunieron con el propio Vargas Llosa
para conversar la adquisición del resto de sus manuscritos: aquellos
papeles que el Premio Nobel de Literatura ha escrito desde mediados de
los años 90 hasta la fecha.
Libreros, familiares o intermediarios
que han hecho llegar hasta la universidad su ofrecimiento, o el interés y
las investigaciones que la propia universidad ha alentado son sólo
algunos de los motivos que le han ido añadiendo estantes a Princeton. De
entre todos los papeles, me explica Fernando, el diario de Alejandra
Pizarnik se encuentra entre los más consultados por los investigadores.
Cómo es que el diario de Pizarnik ha ido a parar allí es otra historia.
Muchas cosas han pasado desde 1972, fecha de la muerte de la poeta,
hasta 1999, año en que sus papeles ingresaron a Firestone Library. Una
extraña cadena de hechos que se remontan a la dictadura militar y la
necesidad de sacar del país los papeles de Pizarnik para mantenerlos a
salvo, trasladarlos en barco, entregarlos a Cortázar poco antes de su
muerte en París y, finalmente, la entrega a Princeton de aquellos
papeles por parte de Aurora Bernárdez, la ex esposa de Cortázar, en
1999. Son todas esas algunas de las muchas escalas de aquellos
manuscritos. Aun después de la edición de sus diarios la controversia
que envuelve sus páginas sigue activa. Pese a que una gran cantidad de
folios del diario de Pizarnik fueron dados a conocer por la imprenta,
sin embargo, no sucedió eso con todas sus páginas. Ana Becciu, editora
de los Diarios , debió pelear con una idea al parecer enquistada en la
mente de los herederos de Pizarnik. Una extraña idea que pretendían
separar “el genio” de Alejandra de “los escándalos” de su vida. Ese
pequeño hecho todavía sigue privando a los lectores de conocer muchas
líneas íntimas (incluso años enteros de su diario). Extraño destino para
los papeles de quien pretendió difuminar como nadie los ya de por sí
borrosos límites que suelen tabicarse entre poesía, cuerpo y vida. No es
difícil imaginar a investigadoras como Patricia Venti entre aquellos
que peregrinan hasta Princeton procurando bucear en la intimidad de la
poeta argentina, tratando de dar a conocer algunos de los fragmentos que
se pretendieron encubrir de aquel diario. “Tanta máscara, para qué,
para quién. ¿Y todo, en esta vida habrá sido para divertir al espejo?
[...]. Hablo de decir con una voz que no nace porque no la dejan”
–escribe Pizarnik en una de las entradas de su diario, la del 19 de
octubre de 1962–.
Mientras me va mostrando el interior de la
“Piedra de Fuego”, Fernando va componiendo la historia de aquella
sección hecha de papeles que se baten a duelo con el tiempo. Historias
de colecciones y escombros de tinta se cruzan con una historia latina
reconstruida como un collage desde los Estados Unidos. Una historia
ajada por inmigraciones económicas, exilios políticos, censuras,
derroteros académicos. Situada en el segundo subsuelo de la biblioteca,
la oficina de Fernando tiene poco aspecto administrativo. Hay allí
varias pilas de libros, sobre el escritorio, sobre los aparadores. Hay
primeras ediciones de los años 50 y 60. Y hay también una guía
telefónica de La Habana de 1979. También una serie de catálogos, listas
de libros candidatos a posibles compras. Saliendo de allí, nos vamos
hasta el piso más alto de la biblioteca, donde hay un cuarto atiborrado
de cajas y papeles. Es la zona backstage del archivo. El lugar de la
utilería. En sentido metafórico pero también literal. Un ejemplar de
Prensa Obrera y un afiche del MST contra el ALCA aparecen en una de las
cajas. También hay otro panfleto de una corriente de opinión nacional
con la caricatura del presidente de un país parecido al nuestro.
“Arqueología del presente”. Allí trabaja una persona que se especializa
en separar cosas. Conscientes de nuestra desaparición, hay quienes
acopian material para los investigadores del futuro. Aquellos que, por
desconocidas razones, se harán preguntas del tipo quiénes fuimos, qué
decíamos. Pero Fernando me corrige. No se trata del acopio de corpus
para investigaciones futuras. “Muchos estudiantes actuales consultan
este material”, me explica.
Consultar los archivos de Princeton no
requiere de trámites previos. Si se es investigador se puede presentar
la credencial de la Institución o Universidad en la que se trabaja. En
caso de no pertenecer a ninguna institución, se puede presentar algún
tipo de identificación personal internacional o Pasaporte. En la Oficina
de Ingreso se entrega una credencial al visitante ocasional. También se
pueden hacer consultas por Internet. Para ello se debe abrir una cuenta
como investigador en el sitio blogs.princeton.edu/research-account. A
partir de la obtención de esa cuenta, y mediante solicitudes que deben
ser aprobadas, se pueden gestionar copias digitalizadas de determinados
documentos.
Papeles en la encrucijada
Para
refutar el móvil del antropólogo o el interés del compilador cultural,
hace poco ingresó a la colección una pequeña libreta. Allí se acurrucan
las comprimidas letras que componen la versión preliminar del cuento “El
otro cielo”, de Julio Cortázar, incluido en Todos los fuegos el fuego, de 1966, y que tanta relación intertextual mantiene con Rayuela.
La libreta está acompañada de una carta en la que Cortázar le pide a su
amigo, el escritor Saúl Yurkievich, que por favor conserve aquellas
notas. Es eso lo mismo que Cortázar le pedía a otros amigos suyos a
quienes les entregaba cosas. A Ana María Barrenechea, por ejemplo, a
quien le entregó el cuaderno de bitácora de Rayuela , actualmente en
poder de la Sala del Tesoro de la Biblioteca Nacional Argentina. Entre
otros papeles de Yurkievich hay también cartas de Italo Calvino y Tomás
Eloy Martínez. Las referencias se van cruzando. Unos archivos remiten a
otros archivos y unos escritores a otros escritores, revelando la trama
de un tiempo anterior al de la edad de los mails y a la de los
“manuscritos digitales”.
En la sección de Artes Gráficas se
destaca la reciente adquisición de 34 pinturas y dibujos de Severo
Sarduy acompañados de trabajos de Roland Barthes, del poeta del
esperanto Jorge Camacho y del artista mexicano José Luis Cuevas.
Adquisiciones como estas se corresponden con investigaciones que la
universidad incentiva. No es difícil imaginar la mano de Rubén Gallo
detrás de esa adquisición. Gran conocedor de la obra y la vida de Sarduy
y especialista en la relación entre literatura latinoamericana,
psicoanálisis y postestructuralismo francés, Gallo es el director del
Programa de Estudios Latinoamericanos de Princeton. Lo mismo podría
decirse de la adquisición que más enorgullece a Fernando Acosta. La de
los manuscritos de Juan José Saer que el archivo hiciera en 2010 y
detrás de la cual no es difícil imaginar a Ricardo Piglia. La relación
de Saer con Princeton es bastante particular. A la amistad de Saer con
Piglia, quien durante años fue profesor en Princeton, también se agrega
la participación de Saer en el simposio “La literatura después de
Borges” que se hiciera en el año 2000 y de cuyas intervenciones todavía
se habla. Entre los papeles de Saer se encuentran anotaciones y
borradores de casi todas sus novelas. Algunos de aquellos manuscritos ya
han comenzado a estar disponibles gracias a la edición de Papeles de trabajo,
el primero de una serie de compilaciones saerianas que Alberto Díaz (el
editor histórico de Saer) y Julio Premat y un equipo especial de
trabajo emprendieron desde antes de que todo fuera a parar a Princeton,
cuando aquellos papeles todavía se encontraban en el estudio del
escritor en su residencia de París y en Santa Fe, en casa de Mabel Saer,
la entrañable hermana mayor del escritor nacido en Serodino.
Serodino,
Santa Fe, París, Princeton, la historia de los archivos es también la
historia de la relación que unos papeles establecen con la geografía. Le
pregunto a Fernando por el rol de Ricardo Piglia en el entramado que
hay detrás del archivo. Fernando sonríe. De Piglia en Princeton hasta
ahora sólo hay unas pocas hojas que forman parte de su correspondencia
con Arcadio Díaz Quiñones, uno de los interlocutores más allegados al
escritor argentino durante su estancia en Princeton. No es difícil
imaginar que en el archivo hay unas cuantas cajas vacías, esperando por
escritos piglianos como su voluminoso diario, ese gran cuaderno que el
autor de Nombre falso viene alimentando desde siempre y
en el que se concentran las esquirlas argumentales de sus lecturas o
los primeros bocetos de las tramas que rodean a Emilio Renzi, ese álter
ego literario del propio Piglia. Entre otras de las últimas
adquisiciones del archivo se destacan las “Cartas a Beba”, 23 cartas que
Néstor Perlongher le escribió a Beba Eguía hacia el final de su vida,
entre 1989 y 1992.
Los manuscritos
El
guardián de los manuscritos trae ahora la caja C0609. Con mucha cautela
la deposita sobre la goma espuma que hay en mi mesa. Allí está la
correspondencia que Leopoldo Lugones, Marechal y Victoria Ocampo alguna
vez le enviaron al escritor santiagueño Bernardo Canal Feijóo. En una
tarjeta con fecha de febrero de 1925, Ricardo Rojas saluda a Don
Bernardo y lo felicita por su “Penúltimo poema del fútbol, en el que su
ingenio da vivaces saltos deportivos”. En otra carta, con fecha de 7 de
julio de 1941, Victoria Ocampo le comenta a Don Bernardo que se
encuentra embarcado para la Argentina Denis de Rougemont, quien,
invitado por el grupo Sur, dictará una serie de conferencias sobre la
Europa en guerra de aquellos años. Es esa la misma carta en la que
Victoria le comenta que acaba de salir de imprenta una revista
financiada por Sur y que será dirigida por Roger Caillois. Se trata de
Les Lettres Françaisse, cuyas páginas serán, en efecto, un refugio
destacado de los intelectuales franceses en el exilio tras la ocupación
alemana de París.
Allí mismo, entre aquellos papeles,
aparentemente extraviadas entre folios de cartón, hay un grupo de hojas
que se diferencian del resto. Son papeles mucho más envejecidos e
ilegibles. La calidad del papel es humilde. La letra, poco trabajada.
Las líneas, como venidas de una epifanía y escritas a la intemperie, no
respetan las rayas de los renglones imaginarios, esas rayas que muchos
escribas ven aún en las hojas lisas. Y las letras se elevan en diagonal
desde el margen izquierdo a la cumbre derecha de la hoja, como escalando
la página, o como poniendo en evidencia una débil cuesta hecha de
metafísica y vida. Sería difícil explicar el interés por esa grafía
críptica. Pero se trata nada menos que de la letra de Macedonio
Fernández. En esas cartas, que concentran mucho de lo mejor de su teoría
estética, Macedonio duda, duda de todo; y reivindica sus dudas
literarias a las cómodas certezas de otros. La ironía ha querido que
también hasta Princeton fueran a parar aquellos autógrafos privados de
Macedonio. Hasta antes de que Adolfo de Obieta se interpusiera entre él y
la estufa, Macedonio había desechado una gran cantidad de sus escritos.
Los había desechado porque, a diferencia de Saer, no creía en la
materialidad de la escritura. Y entonces, ¿para qué conservar? Nada más
paradójico para el Mal de Archivo que los papeles centrífugos de
Macedonio. Pero la cosa es más compleja, porque Saer también desconfiaba
de lo real. Era una desconfianza casi química en la materialidad del
mundo. Sin llegar a la metafísica, para el autor de El entenado todavía
había algo más, que se parecía a la disolución y que estaba detrás de
lo real. ¿Por eso su interés en enumerarlo y describirlo todo?
En
otra de las cajas, la C0819, entre los “Manuel Mujica Lainez Papers”, se
encuentra parte de las muchísimas cartas que Manucho le escribió a su
amigo Alberto Manguel, autor de Guía de lugares imaginarios.
Se trata, en su mayoría, de cartas de los años 70. En diciembre de
1974, Manuel Mujica Láinez le escribe a Alberto Manguel desde Madrid; en
agosto de 1977 le escribe desde Venecia; en diciembre de 1977 desde su
residencia de Cruz Chica, Córdoba. Las cartas dibujan, con
intermitencias, movimientos en el paisaje. “Cuando se escriba de manera
sincera, no de manera apologética, la historia de la literatura
argentina, se dirá que Manuel Mujica Láinez ha sido un bienhechor” –dice
entre todos aquellos papeles, con fecha de marzo de 1979, una carta
pasada a máquina de Jorge Luis Borges dirigida al autor de Misteriosa Buenos Aires”–. Más adelante, la carta aclara: “María Kodama, a quien dicto estas líneas, me hace notar que las páginas de Bomarzo no reconstruyen un pasado, están como en un sueño resplandeciente de ese pasado”.
A
propósito de lo resplandeciente, algo similar podría decirse de los
archivos de Witold Gombrowicz. Dispersos en diferentes cajas y
colecciones, como brillantes pepitas, los papeles de Gombrowicz se
esconden del cómodo visitante que quiera ver sus manuscritos reunidos en
una sola caja. Y allí están, como refugiados adentro del mismo sueño
centrífugo de los papeles de Macedonio, entre cajas con los rótulos de
Sergio Pitol, Antón Arrufat, Emir Rodríguez Monegal. ¿De dónde vienen
estas pistas?¿De qué tiempos de la literatura y de qué lugar de la
historia de la lectura nos llegan sus rumores? Las letras manuscritas, o
las páginas pasadas a máquina, a pulso, letra por letra, hablan de un
tiempo anterior al del copy-paste y la edad electrónica. Kilómetros y
kilómetros de tinta. Cada papel tiene su historia. Muchas de aquellas
líneas han viajado en barcos, en correos aéreos o en trenes. Y han
librado su propia lucha individual contra la desidia archivística. Y
allí están, en Princeton.
No hay comentarios:
Publicar un comentario