El mundo global aún sorprende con historias intransferibles. Un escritor colombiano se casa con su novia de Corea, país donde intenta aprender el nuevo código: no ser efusivo, ver la televisión en el lavaplatos y olvidarse del mueble llamado cama
EXPERIENCIA. "Ya habíamos vivido tres años en Bogotá. Ahora era mi turno, mi cuota de sacrificio por el equilibrio de la pareja. No era tan complicado", relata el autor. |
HALLAZGO. "Por fortuna Corea está hecha para los infieles o las parejas con problemas de espacio", dice Solano. |
RITOS DE CASAMIENTO. Los novios, Andrés y Soojeong, con la ropa tradicional de la ceremonia. El traje de ella tiene dibujos de plantas y animales que simbolizan longevidad./Revista Ñ |
El protagonista de Yo que he servido al rey de Inglaterra,
una novela del escritor checo Bohumil Hrabal, repite como un mantra
cada vez que se halla ante un evento inesperado: “Y lo increíble se hizo
realidad”. Pues bien, aquí estoy yo, soltando la misma frase mientras
mi suegra me llama para almorzar. Entiendo lo que dice por la
entonación y la hora, son las doce y media, pero no comprendo el
significado exacto de cada una de sus palabras.
La madre de mi
esposa es coreana. Mi esposa es coreana. Vivimos con sus padres y si mi
suegra no tuviera buena sazón no habría aceptado la propuesta de estar
en la casa de ellos que les hizo Soojeong, así se llama mi esposa. Su
nombre se pronuncia Suyón, y ellos me llaman Andresu.
Ya
habíamos pasado unas vacaciones en su casa así que le dije bueno, no
hay problema, vivamos con tus padres mientras conseguimos trabajo.
Soojeong terminó hace unos meses un Master en Estudios de Asia Oriental
en la Universidad de Salamanca en España (quiere ser traductora y
deseaba familiarizarse con términos académicos, además de tener un
título extra). Ya habíamos vivido tres años en Bogotá. Ahora era mi
turno, mi cuota de sacrificio por el equilibrio de la pareja. No era
tan complicado, total su casa está en medio de las montañas, por las
ventanas se oye el sonido de las cigarras y queda a quince minutos de
la playa. Lo que se conoce como un remanso de paz. Serán unas
vacaciones, me dije. Otras vacaciones. Unas largas vacaciones.
Eso
si, recordé que al llegar no debía mostrarle afecto físico alguno a mi
suegra. Durante la temporada en que la conocí estuve tan a gusto en su
casa que al despedirme, emocionado, me dio por estamparle un sonoro beso
en la mejilla. Fue como haberle pellizcado el culo. Me miró con terror.
La señora no recibía un beso desde hacía por lo menos quince años.
Nunca había visto a mi esposa reír tanto por tan poco. Quizás por eso me
sorprendió el abrazo que me dio esta vez al recibirme. Increíble, mi
suegra había quebrado la estricta etiqueta heredada del confucianismo.
Bueno, tengo que reconocer que fue un medio abrazo, algo así como una
palmadita en la espalda.
A pesar de que vivimos en un espacioso
apartamento último modelo de tres habitaciones, con una pantallita de
plasma al lado del lavaplatos para ver televisión aún cuando se pone o
se quita la vajilla del aparato, en la casa no hay camas. Dormimos sobre
un futón matrimonial que enrollamos y desenrollamos a diario, como las
parejas coreanas tradicionales.
Cuando voy al baño enfrento un
inodoro con un complejo sistema de limpieza, lavado y secado. Tiene
varios dibujitos. Por ejemplo, unas nalgas recibiendo un chorro de aire.
Está conectado a una toma de corriente como si fuera un
electrodoméstico más. La idea es que la taza siempre esté tibia para que
el trasero no sufra al sentarse. A veces, cuando cierro los ojos en la
noche, con mi esposa al lado, me llega un pensamiento dañino, rápido y
doloroso como un latigazo: tengo 35 años y vivo con mis suegros. O
mejor, tengo 36 años y vivo con mis suegros. En Corea la edad se cuenta
desde el vientre materno.
Está bien, he vivido en muchos sitios y
con personas muy diferentes, no es tan difícil, es sólo por unas
semanas. Total, ya viví cinco años con mi abuela, una versión femenina
del sargento de Full Metal Jacket. También viví seis
meses en el sótano de unos tíos en New Jersey. Y en una habitación
alquilada en un barrio pobre y violento de Medellín para hacer un
trabajo periodístico. Viví un verano en un cuarto para profesores
extranjeros en una universidad de Seúl sin aire acondicionado. Ahora
vivo con mis suegros. No es lo mismo, a quién engaño. Tengo 35, 36 años.
Ya no sé.
Se supone que tan pronto consigamos trabajo nos
mudaremos a Seúl. Los días pasan y mi esposa manda curriculums y yo
presento entrevistas para ser locutor de radio en una estación que
transmite en castellano, profesor en un colegio, corrector de
traducciones.
Nada.
Mi esposa me explica que en el verano las cosas se ponen lentas. Que debemos tener paciencia.
Llevo
tres meses aquí, en Busan, la segunda ciudad de Corea del Sur, y ya no
me acuerdo si al principio me sentí extraño o no, solo sé que antes me
daba vergüenza ir al baño en calzoncillos y ahora ni me lo pienso.
También he dejado de bañarme un par de domingos sin temor a represalias y
una noche me atreví a pedir pizza a domicilio sin que eso significara
una declaración de guerra contra la sazón de mi suegra. Otra cosa, ya no
me miran raro si no me afeito.
Me gusta la comida coreana y cómo
la prepara la dueña de casa. Es picante, saludable, estimulante. De unos
meses para acá el pescado a la sal, las muelas de cangrejo y el pato
asado hacen parte de mi dieta junto a una variedad infinita de platos
con vegetales y sopas reparadoras. No tengo problemas con las algas y el
arroz insípido.
Pero como no envidio para nada la longevidad de
los asiáticos, cada tanto me escapo de casa y me trago en dos mordiscos
una hamburguesa grasienta con papas fritas que en otro momento y lugar
me sabrían a cartón. Sí, he cocinado un par de veces. Conseguí lentejas y
como teníamos chorizo español, pues hice lentejas con chorizo. A mi
suegra le gustó tanto que el siguiente fin de semana decidió hacer sus
propias lentejas con chorizo. Cómo es posible, van a quedar asquerosas,
le dije a mi esposa. Nada que hacer, reconocí entre dientes que eran muy
superiores a las mías. Tengo pensado hacer una lasaña de berenjenas que
le será imposible de copiar. Con esa complicada receta se supone que me
gané el amor, el respeto y la lealtad de mi mujer . Palabras suyas.
¿Y
el padre? Esa es otra historia. Sufrió un accidente hace unos diez años
y ahora sólo puede caminar con ayuda de un bastón. Está jubilado. Se la
pasa en la sala jugando Chang Gi (ajedrez chino) o recortando
obsesivamente los tres periódicos que recibe a diario. O viendo las
olimpíadas. O las paraolimpíadas. O documentales sobre las grandes
montañas de Corea . Antes de que chocara con un camión era un alpinista
aficionado.
Al regresar de sus reuniones con sus amigas o sus
clases de canto tradicional, mi suegra le dice que salga a caminar pero
él se resiste y en cambio mira por horas la televisión estatal a pesar
de que tiene cien canales de cable. Yo estoy frente al computador casi
todo el día. De alguna manera los dos estamos confinados mientras
nuestras esposas salen a hacer sus cosas. Mi esposa me contó que el
accidente le dejó secuelas neurológicas. Al parecer tiene demencia
vascular. Lo único que yo puedo decir al respecto es que siempre está de
buen humor.
Le he preguntado a Soojeong qué piensa su padre de
mí, de que viva con ellos, si me cree un inútil, un tarado, un parásito.
Nada, no piensa nada. Le creo. Para él soy esa sombra que a veces cruza
la sala rumbo a la cocina, por un café. Para mí él es esa sombra que
veo sentada. Es verdad, hay días en que me siento como un fantasma,
pienso con una melancólica gravedad hamletiana. Si no me comunico no
existo, me digo al son de Descartes. Otros días doy gracias por no tener
que hablar, por no tener que llenar el silencio en la mesa con palabras
vacías, por no tener que ofrecerme a acompañar a mi suegra al banco o
al supermercado.
Como era de esperarse, el promedio de peleas
maritales ha crecido exponencialmente. Cuando nos conocimos los pocos
roces que teníamos eran en inglés. Con el tiempo Soojeong pasó de
reñirme en su perfecto acento californiano a hacerlo en un castellano
envidiable. Tiene un don para los idiomas. Hasta hace poco cuando la
rabia se me subía a la cabeza aún le hablaba en inglés. Se quedaba
callada y me miraba con misericordia. Ahora discutimos en castellano.
Las peleas son las mismas que puede tener un senegalés con una rumana:
pero si tú dijiste. No, yo no dije eso. Que sí lo dijiste. ¿Cuándo?
¿Estás loco? Lo bueno es que sus padres no nos entienden. Yo tampoco
entiendo cuando mi esposa discute con su madre o le riñe a su padre. A
veces trato de deducirlo por la entonación pero no siempre doy en el
blanco. De qué hablas, estábamos comentando el noticiero, dice
sonriente, y yo le creo por nuestro bien.
No todo es tan oscuro.
Como casi no salgo de fiesta y por lo tanto la resaca es cosa del
pasado, pude acabar mi segunda novela, he escrito una docena de
artículos para revistas, avanzo en un perfil extenso que saldrá en forma
de libro y estudio coreano. Pero he pagado mi productividad con sangre .
Las cosas más simples se han vuelto las más extrañas.
No veo
mala televisión tirado en un sofá, no fumo fuera de mi habitación, no
oigo música los domingos a todo volumen mientras hago el desayuno y
sobre todo no me siento tranquilo teniendo sexo en casa de mis suegros.
En lugar de eso, una vez a la semana vamos a un motel. La espontaneidad
a cambio de la comodidad. Por fortuna Corea está hecha para los
infieles, o las parejas con problemas de espacio. En cada manzana hay
una iglesia protestante (el cristianismo es la segunda religión del país
después del budismo) y un motel. Como la competencia es ardua –unos
luchan a brazo partido por las almas, los otros por los cuerpos– las
habitaciones de los moteles son francamente lujosas. Esa misma vida
familiar me ha hecho pensar por primera vez, seriamente, en tener hijos
después de haberme negado por años. A veces creo que mi cerebro se
atrofia poco a poco, que ya no sé distinguir el bien del mal.
Hace
unos días Soojeong recibió una oferta de trabajo. Tiene una entrevista.
No le pagan todo lo que esperábamos pero es suficiente.
Ojalá lo
consiga. No me importaría vivir en una caja de zapatos. Solo quiero
levantarme con resaca de una cama en Seúl, ver el majestuoso río Han o
la Torre Namsam por la ventana, tomar aire profundamente y repetir: “Y
lo increíble se hizo realidad”.
Andrés Felipe
Solano es escritor colombiano, reside en Corea. Entre sus obras se
destacan "Los hermanos cuervo" y "Sálvame, Joe Louis", publicados por
Alfaguara. Estos textos fueron publicados en la sección "Mundos íntimos" de Clarín, durante 2012.
1 comentario:
Andrés Felipe Solano, definitivamente esta condenado a ser el mejor de los escritores jóvenes de la generación del BON-BON BUM.
Su creatividad y talento tienen el don de los demiurgos. La fama y la fortuna están en mora, caminan por ahora a pasos lentos, pero firmes, seguros y aplastantes como el elefante.
Cuando leí por primera vez su crónica: "Seis meses con el salario mínimo", descubrí un escritor que deja huella.
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