Cuando murió, en 1982, a los 70 años, por problemas de alcoholismo, era considerado uno de los mejores autores de su país. Ahora, ha caído en el olvido. Aunque escribió novelas, son sus cuentos, que retratan la falsa felicidad de los suburbios de los años 50 y 60, los que constituyen el centro de su obra. Su vida, como la de sus personajes, fue un tortuoso esfuerzo por mantener una fachada falsa de bienestar y por negar su propia naturaleza
CHEEVER. Publicó casi 200 cuentos, cinco novelas y un diario íntimo de más de 4.500 páginas./Revista Ñ |
Una de las funciones de la literatura es generar mitologías. Y uno de
los territorios mitológicos del Siglo XX son los suburbios de la costa
Atlántica de los Estados Unidos en la posguerra. Allí —en los barrios
satelitales de las ciudades entre Washington y Boston, con Nueva York
como el epicentro— en las amplias casas (que siguen en pie), rodeadas de
césped verde y árboles centenarios, funcionarios y hombres de negocios
se retiraban a criar sus hijos y a descansar de sus trabajos en los
centros de finanzas, publicidad y política — todos bajo de la sombra de
la Guerra Fría.
El gran testigo literario de la mitología de estos
suburbios de los años 40, 50 y 60 fue John Cheever. Escritor
principalmente de cuentos —casi todos para la revista literaria y
alta-burguesa, The New Yorker— creó un ideario estético y moral de las
glorias y penas, de las felicidades e hipocresías de los prósperos
residentes suburbanos estadounidenses. Su vida, además, terminó
superando ampliamente la de sus personajes semi-trágicos en cuanto a la
sordidez y desencanto verdadero oculto detrás de la fachada de una vida
supuestamente perfecta.
Cheever intentó, con toda la fuerza de su
voluntad, armar una existencia correcta y luminosa, hecha de los
componentes básicos de una vida impecable, según los valores de su lugar
y época: un esposa fiel y servil acompañada por hijos, un perro, la
casa con piscina, ropa elegante, golf y tenis los fines de semana, misa
los domingos, y los veranos en las playas de Cape Cod, Martha’s Vineyard
o Nantucket. Pero dentro de Cheever latía un oscuro malestar compuesto
por una melancolía crónica, un alcoholismo morboso y una promiscua vida
bisexual que lo avergonzaba y lo atormentaba.
Cuando murió Cheever
—el 18 de junio de 1982, a los 70 años— era uno de los autores más
prestigiosos y famosos de su país. Sus cuentos reunidos, publicados en
1978, fueron best seller y ganaron el Pulitzer. Escribiendo en el New
York Times, el crítico John Leonard dijo que el volumen constituía “una
gran ocasión para la literatura en inglés.” Había sido alabado como el
“Chejov americano” y el “Ovidio de Ossining” (el arquetípico suburbio de
clase media-alta donde vivió desde 1961). Hoy, aunque es considerado
una pieza fundamental en la historia del cuento en los Estados Unidos,
su literatura no es enseñada en las universidades y no se renuevan sus
lectores. Hoy, ningún lector joven robaría sus volúmenes de una
librería, como lo hacen con Burroughs, Bukowski y Kerouac (autores más
jóvenes que Cheever pero que publicaron sus grandes obras en paralelo
con Cheever). Hoy, Cheever es un autor menor.
¿A qué se debe este eclipse?
En
parte se debe a la misteriosa fuerza que designa las reputaciones y las
modas literarias. Pero hay otros dos elementos para tomar en
consideración.
Por un lado, por mas ingeniosos y líricos que sean
los cuentos de Cheever, describen un mundo al cual nadie quisiera
volver: de matrimonios infelices y familias donde los hijos son un
estorbo; de hombres clasistas y misóginos que toman desenfrenadamente
para no enfrentarse con sus fracasos personales; de pequeños pueblos
sofocantes donde los rituales comunales son obligatorios, pero vacíos de
sentido o alegría.
Por otro lado la vida de Cheever fue un
fracaso moral: llena de envida, resentimiento y frustración. No tenía
amigos. Toda su vida era falsa. Hizo sufrir a las personas más cercanas a
él. Era misántropo y narcisista. Su literatura, al fin, era un acto de
evasión y una glorificación de la mentira. Sus personajes, al fin, son
como el hijo de Saturno siendo devorado por su padre en el famoso cuadro de Goya.
Uno
puede dividir la obra de Cheever tres partes. Primero, y
principalmente, están los cuentos; se publicaron 121 en el New Yorker y
decenas más en otros medios. Después, están cinco novelas, publicadas
entre 1957 y 1982. Y finalmente, como fuente secreta de su obra pública,
están sus monumentales diarios íntimos, unas 4 millones de palabras.
Una selección de los diarios fue publicada en 1991. El escritor (y una
vez alumno de Cheever) Allan Gurganus lo ha descrito como “una carta de suicidio de 10.000 páginas.”
El
lugar que Cheever ocupa en la historia literaria estadounidense —y la
veneración que aun detenta entre un puñado de lectores— se debe casi
exclusivamente a sus cuentos. Sin sus cuentos, Cheever no sería Cheever;
de la misma manera que Melville, sin Moby Dick, no
sería Melville. Sobre los 61 relatos que eligió para su colección
definitiva –la que fue tan exitosamente publicada en 1978- dijo:
Estos
cuentos a veces me parecen pertenecer a un mundo ya perdido en el cual
Nueva York aun estaba llena de la luz del río, donde se escuchaba
cuartetos de Benny Goodman en la radio en la librería de la esquina, y
cuando casi todo el mundo usaba un sombrero. Acá está la última
generación de fumadores en cadena que despertaban el mundo por las
mañanas con su toser, que se emborrachaban en fiestas de cocktail y
bailaban pasos obsoletos como “La gallina de Cleveland”, que navegaban
en cruceros a Europa y quienes realmente eran nostálgicos por el amor y
la felicidad, y cuyos dioses eran tan antiguos como los tuyos y los
míos, quien sea quien eres tu. Las constantes que busco en la
parafernalia, a veces anticuada, son un amor por la luz y la
determinación de trazar alguna cadena moral del ser.
En 2009 Blake Baily publicó una monumental y premiada biografía de Cheever.
Son casi mil páginas que entran en un detalle microscópico sobre la
vida del autor. Lo curioso es que es una lectura fascinante, pero unos
años después de leerla es posible que no retengas mucho. Es Cheever no
hizo mucho durante su vida salvo escribir y beber.
Su infancia
transcurre en las afueras de Boston en una familia una vez próspera pero
venida a menos. No termina el secundario. Su primer cuento es publicado
a los 18 años. Esta unos años en el ejército, pero como oficinista. Se
casa a en 1941 a los 29 anos. Se gana la vida vendiendo cuentos a la
revista The New Yorker (de adulto, nunca tuvo ningún trabajo renumerado
salvo el de escritor). Tienen dos hijos y una hija quienes tratan con
distancia y a veces gran desprecio. Vive un año en Italia. Hace unos
viajes diplomáticos, en función de escritor, a la Unión Soviética, Corea
del Sur. En 1961, a los 49 años, se compra una casa donde por fin
morirá. Enseña escritura creativa en una cárcel por unos años y después,
muy brevemente, en Boston University y la Universidad de Utah. A pesar
de su éxito como cuentista sufre por veinte años intentando escribir
una novela. Durante toda su vida bebe desde la mañana hasta la noche,
salvo los últimos dos años, pero ya es tarde. Mientras que pasaba todo
esto tiene encuentros sexuales fugaces e insatisfactorios con hombres y
mujeres. Solo en el útlimo año de su vida deja de beber y se reconcilia
consigo mismo, sexualmente.
Puede
que hayamos sido demasiado duros con Cheever. En el prólogo de la
versión publicada de sus diarios, el hijo de John Cheever —Benjamin,
también escritor— dice:
“La mayor parte de su vida sufrió de una
soledad que era tan aguda que casi no se podía distinguir de una
enfermedad física… Quiso en su escritura romper esta soledad, y hacer
añicos el aislamiento de los demás.”
Ahora, para concluir, dejemos
a Cheever bajo una mejor luz. Citamos a Benjamin nuevamente explicando
su decisión de publicar los diarios íntimos de su padre:
“En 1980 [mi padre] escribió: En
los años 30 y 40 los hombres temían la homosexualidad como los primeros
marineros temían caerse al fin del océano de un mundo que estaba
soportado por la espalda de una tortuga.
Un simplón podría
pensar que la bisexualidad fue la esencia de su problema, pero por
supuesto que no lo fue. Tampoco fue el alcoholismo. Llego a aceptar su
bisexualidad. Dejó de beber. Pero la vida siguió siendo un problema. La
forma en la cual se enfrentaba con este problema fue articulándolo. Lo
convertía en un cuento y publicaba el cuento. Cuando descubrió que había
escrito el cuento de su vida, quiso que eso también se publicara. Y
creo que la posibilidad que esto se publicara le hizo temer menos a la
muerte. De golpe, la muerte era una oportunidad.”
Fuentes / Más Información
Cheever: A Life. Blake Baily. 2009
John Cheever, The Art of Fiction No. 62. Interviewed by Annette Grant. Otoño, 1976.
The Strange Charms of John Cheever. Edmund White. The New York Review of Books. 8 de abril, 2010
Decoding the ‘Mad Men,’ Ossining and Cheever Nexus. The New York Times. 21 Julio, 2010
The demons that drove John Cheever. Rachel Cooke. The Guardian. 18 de Octubre, 2009
A continuación, a modo de bonus track, los dejamos con unas de las escenas más famosas de los cuentos de Cheever.
Una
pareja, de vacaciones de verano en una antigua casa heredada y
compartida entre hermanos, decide ir a una fiesta de disfraces. Se les
ocurre ir vestidos como un ideal de la juventud: él de jugador de futbol
americano y ella como novia del baile del fin de la secundaria. Llegan
a la fiesta y, poco a poco, se dan cuenta que todos tuvieron la misma
idea. Al principio es gracioso, pero luego se convierte en algo
siniestro. Aunque todos aun son jóvenes, se dan cuenta que sus vidas
terminaron, que ya tuvieron su apogeo. En una siniestra borrachera se
terminan tirando, todos en sus disfraces, al mar nocturno…
Una pareja que vive en la ciudad de Nueva York, en el Upper East Side,
se compra una radio nueva. Son devotos de la música clásica, aunque
sus amigos no lo saben. El marido, de 37 años, teme que sus mejores
años han pasado. Tienen dos hijos y los problemas de dinero se empiezan
a sentir, aunque la pareja es feliz, dentro de todo. La radio anda
mal. Los ruidos que salen de ella son confusas, hasta que pronto, se
dan cuenta que lo que pueden escuchar son las conversaciones de todos
los departamentos del edificio. Es un horror. Todas las parejas
jóvenes, como ellos, que ostentan vidas prosperas y pacíficas, solo
pelean. La mujer se vuelve adicta a la radio. El marido por fin la
arregla. El matrimonio se derrumba en peleas, insultos, acusaciones,
resentimientos…
Un hombre, que fue estrella de
atletismo, envejece. Con su esposa va a tres fiestas por semana en el
barrio. Beben gin desde el crepúsculo hasta la media noche. Todas las
fiestas terminan igual. Uno de los comensales comienza a burlarse,
jocosamente, del viejo atleta, comienza un ritual. Arman todos los
muebles en el living como una pista de obstáculos. Uno de los invitados
sale al jardín y dispara una pistola y el protagonista, como en sus
mejores tiempos, corre la pista saltando todas las barreras como una
gacela. Hasta que una noche se rompe una pierna. No va más a las
fiestas. Sus amigos lo abandonan. Se siente viejo de verdad.
Recuperado, va al baile de fin de semana del club de campo. Arma un
circuito. Se cae nuevamente. Más tarde en casa, borracho, arma otro
circuito. Su mujer, con la pistola de arranque, sin querer, mata a su
marido…
En un viaje de negocios el avión donde vuela
un hombre se estrella, pero todos sobreviven. Vuelve a casa, a la hora
pautada, para encontrar su familia –esposa y tres hijos- preparándose,
caóticamente para la cena. Cuenta lo que le pasó, pero no logra hacer
un impacto en el caos familiar. Los días pasan y el protagonista
comienza a ver todo que lo rodea como una pantomima de falsedad. Se va
enamorando de la adolescente que cuida a sus hijos, pero la infatuación
termina en nada. El cuento es un retrato lírico y melancólico de un
prospero pueblo suburbano. La última frase del relato sale de la nada: Entonces oscurece; es una noche en la cual reyes, vestidos en oro, cruzan las montañas montados sobre elefantes…
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