Patricia Highsmith
La coartada perfecta
La multitud se arrastraba como un monstruo ciego y sin
mente hacia la entrada del metro. Los pies se deslizaban hacia adelante
unos pocos centímetros, se paraban, volvían a deslizarse. Howard odiaba
las multitudes. Le hacían sentir pánico. Su dedo estaba en el gatillo, y
durante unos segundos se concentró en no permitir que lo apretara, pese
a que se había convertido en un impulso casi incontrolable.
Había descosido el fondo del bolsillo de su sobretodo, y ahora
sujetaba la pistola en ese bolsillo con su mano enguantada. Las bajas y
anchas espaldas de George estaban a menos de medio metro frente a él,
pero había un par de personas entre medio. Howard giró los hombros y se
encajó en el espacio entre un hombre y una mujer, empujando ligeramente
al hombre.
Ahora estaba inmediatamente detrás de George, y la parte
delantera de su sobretodo desabrochado rozaba la espalda del abrigo del
otro. Howard niveló la pistola en su bolsillo. Una mujer golpeó su brazo
derecho, pero mantuvo firme la puntería contra la espalda de George,
con los ojos fijos en su sombrero de fieltro. Una voluta del humo del
cigarro del otro hombre se enroscó en las fosas nasales de Howard,
familiar y nauseabunda. La entrada del metro estaba a tan sólo un par de
metros. Dentro de los próximos cinco segundos, se dijo Howard, y al
mismo tiempo su mano izquierda se movió para echar hacia atrás el lado
derecho de su sobretodo, hizo un movimiento incompleto, y una décima de
segundo más tarde la pistola disparó.
Una mujer chilló.
Howard dejó caer la pistola a través del abierto bolsillo.
La multitud había retrocedido ante la explosión del arma,
arrastrando a Howard consigo. Unas cuantas personas se agitaron ante él,
pero por un instante vio a George en un pequeño espacio vacío en la
acera, tendido de lado, con el delgado cigarro a medio fumar aún sujeto
entre sus dientes, que Howard vio desnudos por un instante, luego
cubiertos por el relajarse de su boca.
-¡Le han disparado! -gritó alguien.
-¿Quién?
-¿Dónde?
La multitud inició un movimiento hacia adelante con un rugir de
curiosidad, y Howard fue arrastrado hasta casi donde estaba tendido
George.
-¡Échense atrás! ¡Van a pisotearlo! -gritó una voz masculina.
Howard fue hacia un lado para librarse de la multitud y bajó
las escaleras del metro. El rugir de voces en la acera fue reemplazado
de pronto por el zumbido de la llegada de un tren. Howard rebuscó
mecánicamente algo de cambio y sacó una moneda. Nadie a su alrededor
parecía haberse dado cuenta de que había un hombre muerto tendido en la
parte de arriba de las escaleras. ¿No podía usar otra salida para volver
a la calle e ir en busca de su coche? Lo había aparcado apresuradamente
en la Treinta y cinco, cerca de Broadway. No, podía tropezar con
alguien que lo hubiera visto cerca de George en la multitud. Howard era
muy alto. Destacaba. Podía recoger el coche un poco más tarde. Miró su
reloj. Exactamente las 5:54.
Cruzó la estación y tomó un tren hacia el norte. Sus oídos eran
muy sensibles al ruido, y normalmente el chirrido del acero sobre acero
era una tortura intolerable para él; pero ahora, mientras permanecía de
pie sujeto a una de las correas, apenas escuchaba el insoportable ruido
y se sentía agradecido por la despreocupación de los pasajeros que
leían el periódico a su alrededor. Su mano derecha, aún en el bolsillo
de su sobretodo, tanteó automáticamente el descosido fondo. Esta noche
tenía que volver a coserlo, se recordó. Bajó la vista a la parte
delantera de la prenda y vio, con un repentino shock, casi con dolor,
que la bala había abierto un agujero en el sobretodo. Sacó rápidamente
su mano derecha y la colocó sobre el agujero, sin dejar de mirar el
panel publicitario que tenía delante.
Frunció intensamente el ceño mientras revisaba todo el asunto
una vez más, intentando ver si había cometido algún error en alguna
parte. Había abandonado el almacén un poco antes que de costumbre -a las
5:15- para poder estar en la calle Treinta y cuatro a las 5:30, cuando
George abandonaba siempre su tienda. El señor Luther, el jefe de Howard,
había dicho: «Hoy termina usted pronto, ¿eh, Howard?» Pero lo mismo
había ocurrido algunas otras veces antes, y el señor Luther no pensaría
en nada malo al respecto. Y había borrado todas las posibles huellas de
la pistola, y también de las balas. Había comprado la pistola haría unas
cinco semanas en Bennington, Vermont, y no había tenido que dar su
nombre cuando lo hizo. No había vuelto a Bennington desde entonces.
Creía que era realmente imposible que la policía pudiera llegar a
encontrar el rastro del arma. Y nadie le había visto disparar aquel
tiro, estaba seguro de ello. Había escrutado a su alrededor antes de
meterse en el metro, y nadie miraba en su dirección.
Howard tenía intención de ir hacia el norte unas cuantas
estaciones, luego regresar y recoger su coche; pero ahora pensó que
primero debía librarse del sobretodo. Demasiado peligroso intentar que
cosieran un agujero como aquél. No tenía el aspecto de la quemadura de
un cigarrillo, parecía exactamente lo que era. Debía apresurarse. Su
coche estaba a menos de tres manzanas de donde había disparado a George.
Probablemente sería interrogado esta noche acerca de George Frizell,
porque la policía interrogaría con toda seguridad a Mary, y si ella no
mencionaba su nombre, sus caseras -la de ella y la de George- sí lo
harían. George tenía tan pocos amigos.
Pensó en meter el sobretodo en alguna papelera en una estación
del metro. Pero demasiada gente se daría cuenta de ello. ¿En una de la
calle? Eso también parecía muy llamativo; después de todo, era un
sobretodo casi nuevo. No, tenía que ir a casa y coger algo para
envolverlo antes de poder tirarlo.
Salió en la estación de la calle Setenta y dos. Vivía en un
pequeño apartamento en la planta baja de un edificio de piedra marrón en
la calle Setenta y cinco Oeste, cerca de la avenida West End. Howard no
vio a nadie cuando entró, lo cual era estupendo porque podía decir, si
era interrogado al respecto, que había vuelto a casa a las 5:30 en vez
de casi a las 6:00. Tan pronto hubo entrado en su apartamento y
encendido la luz, Howard supo lo que haría con el sobretodo: quemarlo en
la chimenea. Era lo más seguro.
Sacó algunas monedas y un aplastado paquete de cigarrillos del
bolsillo izquierdo del sobretodo, se quitó la prenda y la tiró sobre el
sofá. Entonces cogió el teléfono y marcó el número de Mary.
Respondió al tercer timbrazo.
-Hola, Mary -dijo-. Hola. Ya está hecho.
Un segundo de vacilación.
-¿Hecho? ¿De veras, Howard? No estarás...
No, no estaba bromeando. No sabía qué otra cosa decirle, qué otra cosa se atrevía a decir por teléfono.
-Te quiero. Cuídate, querida -dijo con voz ausente.
-¡Oh, Howard! -Se echó a llorar.
-Mary, probablemente la policía hablará contigo. Quizá dentro
de unos pocos minutos. -Crispó la mano en el auricular, deseoso de
rodear a la mujer con sus brazos, de besar sus mejillas que ahora debían
estar húmedas de lágrimas-. No me menciones, querida..., simplemente no
lo hagas, te pregunten lo que te pregunten. Todavía tengo que hacer
algunas cosas y he de apresurarme. Si tu casera me menciona, no te
preocupes por ello, puedo arreglarlo..., pero tú no lo hagas primero.
¿Has entendido? -Se daba cuenta de que le estaba hablando de nuevo como
si fuera una niña, y de que eso no era bueno para ella; pero éste no era
el mejor momento para estar pensando en lo que era bueno para ella y lo
que no-. ¿Has entendido, Mary?
-Sí -dijo ella, con un hilo de voz.
-No estés llorando cuando venga la policía, Mary. Lávate la
cara. Tienes que tranquilizarte... -Se detuvo-. Ve a ver una película,
amor, ¿quieres? ¡Sal antes de que llegue la policía!
-Está bien.
-¡Prométemelo!
-De acuerdo.
Colgó y se dirigió a la chimenea. Arrugó algunas hojas de periódico, puso un poco de leña encima y encendió una cerilla.
Ahora se alegró de haber comprado algo de leña para Mary, se
alegró de que a Mary le gustara el fuego de la chimenea, porque él
llevaba meses viviendo allí antes de conocer a Mary y nunca había
pensado en encender el fuego.
Mary vivía directamente al otro lado de la calle frente a
George, en la Dieciocho Oeste. Lo primero que haría la policía sería
lógicamente ir a casa de George e interrogar a su casera, porque George
vivía solo y no había a nadie más a quién interrogar. La casera de
George... Howard recordaba unos breves atisbos de ella inclinada fuera
de su ventana el verano pasado, delgada, pelo gris, espiando con una
horrible intensidad lo que hacía todo el mundo en la casa...,
indudablemente le diría a la policía que había una chica al otro lado de
la calle con la que el señor Frizell pasaba mucho tiempo. Howard sólo
esperaba que la casera no lo mencionara inmediatamente a él, porque era
lógico que supusiera que el joven con el coche que acudía a ver a Mary
tan a menudo era su novio, y era lógico que sospechara la existencia de
un sentimiento de celos entre él y George. Pero quizá no lo mencionara. Y
quizá Mary estuviese fuera de la casa cuando llegara la policía.
Hizo una momentánea pausa, tenso, en el acto de echar más
madera al fuego. Intentó imaginar exactamente lo que Mary sentía ahora,
tras saber que George Frizell estaba muerto. Intentó sentir lo mismo él,
a fin de poder predecir su comportamiento, a fin de poder ser capaz de
confortarla mejor. ¡Confortarla! ¡Lo había liberado de un monstruo!
Debería sentirse regocijada. Pero sabía que al principio se sentiría
destrozada. Conocía a George desde que era una niña. George había sido
el mejor amigo de su padre... pero cuál hubiera sido el comportamiento
de George con otro hombre era algo que Howard sólo podía suponer; cuando
el padre de ella murió, George, soltero, se había hecho cargo de Mary
como si fuera su padre. Pero con la diferencia de que controlaba todos
sus movimientos, la convenció de que no podía hacer nada sin él, la
convenció de que no debía casarse con nadie que él desaprobara. Lo cual
era todo el mundo. Howard, por ejemplo. Mary le había dicho que había
habido otros dos jóvenes antes a los que George había arrojado de su
vida.
Pero Howard no había sido arrojado. No había caído en las
mentiras de George de que Mary estaba enferma, de que Mary estaba
demasiado cansada para salir o para ver a nadie. George había llegado a
llamarlo varias veces e intentado romper sus citas..., pero él había ido
a su casa y la había sacado muchas tardes, pese al terror que ella
sentía de la furia de George. Mary tenía veintitrés años, pero George
había conseguido que siguiera siendo una niña. Mary tenía que ir con
George incluso para comprar un vestido nuevo. Howard no había visto nada
como aquello en su vida. Era como un mal sueño, o algo en una historia
fantástica que era demasiado inverosímil para creerlo. Howard había
supuesto que George estaba enamorado de ella de alguna extraña manera, y
se lo había preguntado a Mary poco después de conocerla, pero ella le
había dicho: «¡Oh, no! ¡Jamás me ha tocado, nunca!» Y era completamente
cierto que George nunca la había tocado siquiera. En una ocasión,
mientras se decían adiós, George había rozado sin querer su hombro, y
había saltado hacia atrás como si acabara de quemarse y había dicho:
«¡Disculpa!» Era muy extraño.
Sin embargo, era como si George hubiera encerrado la mente de
Mary en alguna parte... como una prisionera de su propia mente, como si
no tuviera mente propia. Howard no podía expresarlo en palabras. Mary
tenía unos ojos blandos y oscuros que miraban de una forma trágica e
impotente, y esto hacía que a veces se sintiera como loco al respecto,
lo bastante loco como para enfrentarse a la persona que le había hecho
aquello a la muchacha. Y la persona era George Frizell. Howard nunca
podría olvidar la mirada que le lanzó George cuando Mary los presentó,
una mirada superior, sonriente, de suficiencia, que parecía decir:
«Puedes intentarlo. Sé que vas a intentarlo. Pero no vas a llegar muy
lejos.»
George Frizell había sido un hombre bajo y fornido con una
pesada mandíbula y densas cejas negras. Tenía una pequeña tienda en la
calle Treinta y seis Oeste, donde se especializaba en reparar sillas,
pero a Howard le parecía que no tenía otro interés en la vida más que
Mary. Cuando estaba con ella se concentraba sólo en ella, como si
estuviera ejerciendo algún poder hipnótico sobre ella, y Mary se
comportaba como si estuviera hipnotizada. Estaba completamente dominada
por George. Siempre estaba mirándolo, observándolo por encima del hombro
para ver si aprobaba lo que estaba haciendo, aunque sólo estuviera
sacando unas chuletas del horno.
Mary amaba a George y lo odiaba al mismo tiempo. Howard había
sido capaz de conseguir que odiara a George, hasta cierto punto..., y
luego ella se ponía de pronto a defenderlo de nuevo.
-Pero George fue tan bueno conmigo después de que mi padre
muriera, cuando estaba completamente sola, Howard -protestaba. Y así
habían derivado durante casi un año, con Howard intentando eludir a
George y ver a Mary unas cuantas veces a la semana, con Mary vacilando
entre continuar viéndolo o romper con él porque tenía la sensación de
que le estaba haciendo demasiado daño.
-¡Quiero casarme contigo! -le había dicho Howard una docena de
veces, cuando Mary se había sumido en sus agónicos accesos de
autocondenacíón. Nunca había conseguido hacerle comprender que haría
cualquier cosa por ella.
-Yo también te quiero, Howard -le había dicho ella muchas
veces, pero siempre con una tristeza trágica que era como la tristeza de
un prisionero que no puede hallar una forma de escapar. Pero había una
forma de liberarla, una forma violenta y definitiva. Howard había
decidido seguirla...
Ahora estaba de rodillas delante de la chimenea, intentando
romper el sobretodo en trozos lo bastante pequeños como para que
ardieran bien. La tela resultaba extremadamente difícil de cortar, y las
costuras casi igual de difíciles de desgarrar. Intentó quemarla sin
cortarla, empezando con la esquina inferior, pero las llamas trepaban
por el tejido hacia sus manos, mientras que el material en sí parecía
tan resistente al fuego como el asbesto.
Se dio cuenta de que tenía que cortarlo en trozos pequeños. Y el fuego debía ser más grande y más ardiente.
Howard añadió más leña. Era una chimenea pequeña con una
parrilla de hierro abombada y no mucho fondo, de modo que los trozos de
madera que había puesto asomaban por delante más allá del borde de la
parrilla. Atacó de nuevo el sobretodo con las tijeras. Pasó varios
minutos tan sólo para desprender una manga. Abrió una ventana para
conseguir que el olor de la tela quemada saliera de la habitación.
El sobretodo completo le ocupó casi una hora porque no podía
poner mucho a la vez sin ahogar el fuego. Contempló el último trozo
empezar a humear en el centro, observó las llamas abrirse camino y lamer
un círculo que se iba haciendo más grande. Estaba pensando en Mary,
veía su blanco rostro dominado por el miedo cuando llegara la policía,
cuando le comunicaran por segunda vez la muerte de George. Intentaba
imaginar lo peor, que la policía había llegado justo después de que él
hablara con ella, y que ella había cometido algún imperdonable error,
había revelado a la policía lo que ya sabía de la muerte de George, pero
era incapaz de decirles quién se lo había comunicado; imaginó que en su
histeria pronunciaba su nombre, Howard Quinn, como el del hombre que
podía haberlo hecho.
Se humedeció los labios, aterrado de pronto por el
convencimiento de que no podía confiar en Mary. La amaba -estaba seguro
de ello-, pero no podía confiar en ella.
Por un alocado y ciego momento, sintió deseos de correr a la
calle Dieciocho Oeste para estar con ella cuando llegara la policía. Se
vio a sí mismo enfrentarse desafiante a los agentes, con su brazo
rodeando los hombros de Mary, respondiendo a todas las preguntas,
parando cualquier sospecha. Pero eso era una locura. El simple hecho de
que estuvieran allí, en el apartamento de ella, juntos...
Oyó una llamada a su puerta. Un momento antes había visto con
el rabillo del ojo a alguien entrar por la puerta delantera del
edificio, pero no había pensado que pudieran acudir a verlo a él. De
pronto empezó a temblar.
-¿Quién es? -preguntó.
-La policía. Estamos buscando a Howard Quinn. ¿Es éste el apartamento Uno A?
Howard miró al fuego. El sobretodo había ardido por completo,
del último trozo no quedaban más que unas brillantes ascuas. Y ellos no
estarían interesados en la prenda, pensó. Sólo habían venido para
hacerle unas preguntas, como se las habían hecho a Mary. Abrió la puerta
y dijo:
-Yo soy Howard Quinn.
Eran dos policías, uno bastante más alto que el otro. Entraron
en la habitación. Howard vio que ambos miraban a la chimenea. El olor a
tela quemada flotaba todavía en la habitación.
-Supongo que sabe usted por qué estamos aquí -dijo el agente
más alto-. Quieren verlo en comisaría. Será mejor que venga con
nosotros-. Miró fijamente a Howard. No era una mirada amistosa.
Por un momento Howard creyó que iba a desvanecerse. Mary debía de habérselo contado todo, pensó; todo.
-Está bien -dijo.
El agente más bajo tenía los ojos fijos en la chimenea.
-¿Qué ha estado quemando aquí? ¿Tela?
-Sólo un viejo..., unas viejas prendas -dijo Howard.
Los policías intercambiaron una mirada, una especie de señal
regocijada, y no dijeron nada. Parecían tan seguros de su culpabilidad,
pensó Howard, que no necesitaban hacer preguntas. Habían supuesto que
había quemado su sobretodo y por qué lo había quemado. Howard tomó su
trinchera del armario y se la puso.
Salieron de la casa y bajaron los escalones delanteros hacia un coche del Departamento de Policía aparcado junto al bordillo.
Howard se preguntó qué le estaría ocurriendo a Mary ahora. No
había tenido intención de traicionarlo, estaba seguro de ello. Quizás
había sido un desliz accidental después de que la policía la interrogara
e interrogara hasta hacer que se derrumbase. 0 quizás ella se había
mostrado tan trastornada cuando llegaron que lo dijo todo antes de darse
cuenta de que lo estaba haciendo. Howard se maldijo a sí mismo por no
haber tomado más precauciones respecto a Mary, por no haberla enviado
fuera de la ciudad. La noche anterior le había dicho a Mary que iba a
hacerlo hoy, así que no debería haber resultado una impresión tan grande
para ella. ¡Qué estúpido había sido! ¡Qué poco la comprendía realmente
después de todos sus esfuerzos por conseguirlo! ¡Cuánto mejor habría
sido si hubiera matado a George sin decirle a ella nada en absoluto!
El coche se detuvo, y salieron. Howard no había prestado
atención al lugar al que se dirigían, y no intentó verlo ahora. Había un
gran edificio delante de él, y cruzó una puerta con los dos agentes y
desembocó en una habitación parecida a una pequeña sala de tribunal
donde un agente de policía estaba sentado tras un alto escritorio, como
un juez.
-Howard Quinn -anunció uno de los policías.
El agente en el escritorio alto lo miró desde arriba con interés.
-Howard Quinn. El joven de la prisa terrible -dijo con una
sonrisa sarcástica-. ¿Es usted el Howard Quinn que conoce a Mary Purvis?
-Sí.
-¿Y a George Frizell?
-Sí -murmuró Howard.
-Eso pensé. Su dirección coincide. He estado hablando con los
chicos de homicidios. Desean formularle algunas preguntas. Parece que
también tiene problemas allí. Para usted ha sido una tarde ajetreada,
¿eh?
Howard no acababa de comprender. Miró a su alrededor en busca
de Mary. Había otros dos policías sentados en un banco contra la pared, y
un hombre con un traje raído dormitando en otro banco; pero Mary no
estaba en la habitación.
-¿Sabe por qué está usted aquí esta noche, señor Quinn? -preguntó el agente en tono hostil.
-Sí -Howard miró a la base del alto escritorio. Sentía como si
algo en su interior se estuviera derrumbando, un armazón que lo había
sostenido durante las últimas horas, pero que había sido imaginario todo
el tiempo..., su sensación de que tenía un deber que cumplir matando a
George Frizell, que así liberaba a la muchacha a la que amaba y que le
amaba, que liberaba al mundo de un hombre malvado, horrible y
monstruoso. Ahora, bajo los fríos ojos profesionales de los tres
policías, Howard podía ver lo que había hecho tal como lo veían
ellos..., como el arrebatar una vida humana, ni más ni menos. ¡Y la
muchacha por quien lo había hecho lo había traicionado! Lo deseara o no,
Mary lo había traicionado. Howard se cubrió los ojos con una mano.
-Puede que esté trastornado por el asesinato de alguien a quien
conocía, señor Quinn, pero a las seis menos cuarto no sabía usted nada
de eso... ¿o sí lo sabía, por alguna casualidad? ¿Era por eso por lo que
tenía tanta prisa para llegar a su casa o a donde fuera?
Howard intentó imaginar lo que el agente quería decir. Su
cerebro parecía paralizado. Sabía que había disparado a George casi
exactamente a las 5:43. ¿Estaba siendo sarcástico el agente? Howard lo
miró. Era un hombre de unos cuarenta años, con un rostro rechoncho y
alerta. Sus ojos eran desdeñosos.
-Estaba quemando alguna ropa en su chimenea cuando entramos,
capitán -dijo el policía más bajo que estaba de pie al lado de Howard.
-¿Oh? -dijo el capitán-. ¿Por qué quemaba usted ropa?
Lo sabía muy bien, pensó Howard. Sabía lo que había quemado y por qué, del mismo modo que lo sabían los dos agentes de policía.
-¿Qué ropa estaba quemando? -preguntó el capitán.
Howard siguió sin decir nada. La irónica pregunta lo enfurecía y avergonzaba al mismo tiempo.
-Señor Quinn -dijo el capitán en un tono más fuerte-, a las
seis menos cuarto de esta tarde atropelló usted a un hombre con su coche
en la esquina de la Octava Avenida y la calle Sesenta y ocho y se dio a
la fuga. ¿Es eso correcto?
Howard alzó la vista hacia él, sin comprender.
-¿Se dio cuenta usted de que había atropellado a alguien, sí o no? -preguntó el capitán, con voz más fuerte aún.
Estaba allí por otra cosa, se dio cuenta de pronto Howard. ¡Atropellar a alguien con el coche y salir huyendo!
-Yo... no...
-Su víctima no ha muerto, si eso le hace más fácil el hablar.
Pero eso no es culpa suya. Ahora se halla en el hospital con una pierna
rota..., un hombre viejo que no puede permitirse pagar un hospital. -El
capitán le miró con el ceño fruncido-. Creo que deberíamos llevarlo a
verle. Supongo que sería bueno para usted. Ha cometido uno de los
delitos más vergonzosos de los que puede culparse a un hombre...,
atropellar a alguien y no detenerse a auxiliarlo. De no ser por una
mujer que se apresuró a tomar el número de su matrícula, tal vez no lo
hubiéramos atrapado nunca.
Howard comprendió de pronto.
La mujer había cometido un error, quizá sólo un número en la
matrícula.... pero le había proporcionado una coartada. Si no lo
aceptaba, estaba perdido. Había demasiado contra él, aunque Mary no
hubiera dicho nada.... el hecho de que hoy había abandonado el almacén
antes de lo habitual, la maldita coincidencia de la llegada de la
policía justo cuando estaba quemando el sobretodo. Howard alzó la vista
al furioso rostro del capitán.
-Estoy dispuesto a ir a ver a ese hombre -dijo con voz contrita.
-Llévenlo al hospital -dijo el capitán a los dos policías-.
Cuando vuelva, los chicos de homicidios ya estarán aquí. E
incidentalmente, señor Quinn, se le exigirá una fianza de cinco mil
dólares. Si no quiere pasar aquí la noche, será mejor que los consiga.
¿Quiere intentar conseguirlos esta noche?
El señor Luther, su jefe, podía conseguirlos para él aquella misma noche, pensó Howard.
-¿Puedo hacer una llamada telefónica?
El capitán hizo un gesto hacia un teléfono en una mesa contra la pared.
Howard buscó el número del señor Luther en la guía que había
sobre la mesa y lo marcó. Respondió la señora Luther. Howard la conocía
un poco, pero no se entretuvo en educados intercambios de banalidades y
preguntó si podía hablar con el señor Luther.
-Hola, señor Luther -dijo-. Querría pedirle un favor. He tenido
un mal accidente con el coche. Necesito cinco mil dólares de fianza...
No, no estoy herido, pero.... ¿podría extender para mi un cheque y
enviarlo con un mensajero?
-Traeré el cheque yo mismo -dijo el señor Luther-. Usted
quédese tranquilo ahí. Pondré al abogado de la compañía en el asunto si
necesita usted ayuda. No acepte ningún abogado que le ofrezcan, Howard.
Tenemos a Lyles, ya sabe.
Howard le dio las gracias. La lealtad del señor Luther lo
azoraba. Le pidió al agente de policía que estaba a su lado cuál era
dirección de la comisaría y se la dio a su jefe. Luego colgó y salió con
los dos policías que lo habían estado aguardando.
Se dirigieron a un hospital en la Setenta Oeste. Uno de los
policías preguntó en recepción dónde estaba Louis Rosasco, 1uego
subieron en el ascensor.
El hombre estaba en una habitación para él solo, con la cama
levantada y la pierna escayolada y suspendida por cuerdas del lecho. Era
un hombre canoso de unos sesenta y cinco o setenta años, con un rostro
largo y curtido y oscuros y hundidos ojos que parecían extremadamente
cansados.
-Señor Rosasco -dijo el agente de policía más alto-, éste es Howard Quinn, el hombre que lo atropelló.
El señor Rosasco asintió sin mucho interés, aunque clavó sus ojos en Howard.
-Lo siento mucho -dijo Howard torpemente-. Estoy dispuesto a
pagar todas las facturas que le ocasione el accidente, puede estar
seguro de ello. -El seguro de su coche se ocuparía de la factura del
hospital, pensó. Luego estaba el asunto de la multa del tribunal.... al
menos mil dólares cuando todo hubiera terminado, pero se las arreglaría
con algunos préstamos.
El hombre en la cama seguía sin decir nada. Parecía atontado por los sedantes.
El agente que los había presentado se mostró insatisfecho de que no tuvieran nada que decirse el uno al otro.
-¿Reconoce a este hombre, señor Rosasco?
El señor Rosasco negó con la cabeza.
-No vi al conductor. Todo lo que vi fue un gran coche negro que
se lanzaba sobre mí -dijo lentamente-. Me golpeó un lado de la
pierna...
Howard encajó los dientes y aguardó. Su coche era verde, verde claro. Y no era particularmente grande.
-Era un coche verde, señor Rosasco -dijo el policía más bajo
con una sonrisa. Estaba comprobando una pequeña ficha amarilla que había
sacado de su bolsillo-. Un sedán Pontiac verde. Cometió usted un error.
-No, era un coche negro -dijo positivamente el señor Rosasco.
-No. Su coche es verde, ¿no es así, Quinn?
Howard asintió una sola vez, rígido.
-A las seis empezaba a ser oscuro. Probablemente no pudo verlo usted muy bien -dijo alegremente el policía al señor Rosasco.
Howard miró al señor Rosasco y contuvo el aliento. Por un
momento el señor Rosasco miró a los dos agentes, con el ceño fruncido,
desconcertado, y luego su cabeza cayó hacia atrás sobre la almohada.
Estaba dispuesto a dejarlo correr. Howard se relajó un poco.
-Creo que será mejor que duerma un poco, señor Rosasco -dijo el
agente más bajo-. No se preocupe por nada. Nosotros nos ocuparemos de
todo.
Lo último que vio Howard de la habitación fue el cansado y
marchito perfil del señor Rosasco en la almohada, con los ojos cerrados.
El recuerdo de su rostro permaneció con Howard mientras bajaban al vestíbulo. Su coartada...
Cuando llegaron de vuelta a la comisaría el señor Luther ya
había llegado, y también un par de hombres con ropas civiles..., los
hombres de homicidios, supuso Howard. El señor Luther se dirigió hacia
Howard, con su redondo y sonrosado rostro preocupado.
-¿Qué es todo esto? -preguntó-. ¿Realmente atropelló usted a alguien y se dio a la fuga?
Howard asintió, con rostro avergonzado.
-No estaba seguro de haberle alcanzado. Hubiera podido pararme... pero no lo hice.
El señor Luther lo miró con ojos llenos de reproche, pero iba a permanecer leal, pensó Howard.
-Bien, ya les he dado el cheque de su fianza -dijo.
-Gracias, señor.
Uno de los hombres con ropas civiles se dirigió hacia Howard.
Era un hombre esbelto, con penetrantes ojos azules y un rostro delgado.
-Tengo algunas preguntas que hacerle, señor Quinn. ¿Conoce usted a Mary Purvis y a George Frizell?
-Sí.
-¿Puedo preguntarle dónde estaba usted esta noche a las seis menos veinte?
-Estaba..., iba en mi coche hacia el norte. Desde los almacenes
donde trabajo en la Cincuenta y tres y la Séptima Avenida a mi
apartamento en la calle Setenta y cinco.
-¿Y atropelló a un hombre a las seis menos cuarto?
-Lo hice -admitió Howard.
El detective asintió con la cabeza.
-¿Sabe que alguien disparó contra George Frizell esta tarde exactamente a las seis menos dieciocho minutos?
El detective sospechaba de él, pensó Howard. ¿Qué les habría
dicho Mary? Si tan sólo supiera... Pero el capitán de la policía no
había dicho específicamente que Frizell hubiera sido tiroteado. Howard
juntó las cejas.
-No -dijo.
-Pues así fue. Hablamos con su novia. Ella dice que lo hizo usted.
El corazón de Howard se detuvo por un momento. Miró los interrogantes ojos del detective.
-Eso simplemente no es cierto.
El detective se encogió de hombros.
-Está muy histérica. Pero también está muy segura.
-¡Eso no es cierto! Salí del almacén, allí es donde trabajo,
alrededor de las cinco. Tomé el coche... -Su voz se quebró. Era Mary
quien lo estaba hundiendo... Mary.
-Usted es el novio de Mary Purvis, ¿no? -insistió el detective.
-Sí -respondió Howard-. No puedo..., ella tiene que estar...
-¿Quería usted apartar a Frizell del camino?
-Yo no lo maté. ¡No tengo nada que ver con ello! ¡Ni siquiera sabía que hubiera muerto! -balbuceó.
-Frizell veía a Mary muy a menudo, ¿no? Eso es lo que me han
dicho las dos caseras. ¿Pensó alguna vez que podían estar enamorados el
uno del otro?
-No. Por supuesto que no.
-¿No estaba usted celoso de George Frizell?
-En absoluto.
Las arqueadas cejas del detective descendieron y se juntaron en el centro. Todo su rostro fue un signo de interrogación.
-¿No? -preguntó, sarcástico.
-Escuche, Shaw -dijo el capitán de la policía, al tiempo que se
ponía en pie detrás de su escritorio-. Sabemos dónde estaba Quinn a las
seis menos cuarto. Puede que sepa quién lo hizo, pero no lo hizo él.
-¿Sabe usted quién lo hizo, señor Quinn? -preguntó el detective.
-No, no lo sé.
-El capitán McCaffery me dice que estaba quemando usted algunas ropas en su chimenea esta noche. ¿Estaba quemando un sobretodo?
Howard agitó la cabeza en un desesperado signo de asentimiento.
-Estaba quemando un gabán, y una chaqueta también. Estaban llenos de polillas. No los quería más tiempo en mi armario.
El detective apoyó un pie en una silla de respaldo recto y se inclinó más hacia Howard.
-Eran unos momentos más bien curiosos de quemar un gabán, ¿no
cree? ¿Justo después de atropellar a un hombre con su coche y quizá
matarlo? ¿Qué gabán estaba quemando.? ¿El del asesino? ¿Tal vez porque
tenía un agujero de bala en él?
-No -dijo Howard.
-¿No arregló usted las cosas para que alguien matara a Frizell? ¿Alguien que le trajo ese gabán para que se desembarazara de él?
-No -Howard miró al señor Luther, que estaba escuchando atentamente. Se envaró.
-¿No mató usted a Frizell, saltó a su coche y corrió a su casa, atropellando a un hombre por el camino?
-Shaw, eso es imposible -intervino el capitán McCaffery-.
Tenemos la hora exacta en que ocurrió. ¡No puedes ir de la Treinta y
cuatro y la Séptima hasta la Sesenta y ocho y la Octava en tres minutos,
no importa lo rápido que conduzcas! ¡Enfréntate a ello!
El detective mantuvo los ojos clavados en Howard.
-¿Trabaja usted para ese hombre? -preguntó; hizo un gesto con la cabeza hacia el señor Luther.
-Sí.
-¿A qué se dedica?
-Soy el vendedor para Long Island de Artículos Deportivos
William Luther. Contacto con las escuelas en Long Island, y también
coloco nuestros artículos en los almacenes de ahí fuera. Informo al
almacén de Manhattan a las nueve y a las cinco. -Recitó aquello como un
loro. Sentía débiles las rodillas. Pero su coartada se mantenía..., como
un muro de piedra.
-Muy bien -dijo el detective. Bajó su pie de la silla y se
volvió al capitán-. Todavía seguimos trabajando en el caso. La cosa aún
está muy abierta para nuevas noticias, nuevos indicios. -Le sonrió a
Howard, una fría sonrisa de despedida. Luego añadió-: Por cierto, ¿ha
visto usted esto alguna vez antes? -Sacó su mano del bolsillo, con el
pequeño revólver de Bennington en su palma.
Howard lo miró con el ceño fruncido.
-No, nunca lo había visto antes.
El hombre volvió a guardarse el arma en el bolsillo.
-Puede que deseemos hablar de nuevo con usted -dijo, con otra débil sonrisa.
Howard sintió la mano del señor Luther sobre su brazo. Salieron a la calle.
-¿Quién es George Frizell? -preguntó el señor Luther.
Howard se humedeció los labios. Se sentía muy extraño, como si
hubieran acabado de golpearle en la cabeza y su cerebro estuviera
entumecido.
-Un amigo de una amiga. Un amigo de una muchacha que conozco.
-¿Y la muchacha? ¿Mary Purvis, dijo el policía? ¿Está usted enamorado de ella?
Howard no respondió. Clavó la vista en el suelo mientras andaban.
-¿Es la que lo ha acusado?
-Sí -dijo Howard.
La mano del señor Luther se apretó más alrededor de su brazo.
-Creo que le iría bien un trago. ¿Entramos?
Howard se dio cuenta de que estaban de pie frente a un bar. Abrió la puerta.
-Ella estará probablemente muy trastornada -dijo el señor
Luther-. A las mujeres les ocurre eso. Fue un amigo suyo al que
dispararon, ¿no es cierto?
Ahora era la lengua de Howard la que estaba paralizada,
mientras que su cerebro giraba a toda velocidad. Estaba pensando que no
iba a poder volver a trabajar para el señor Luther después de esto, que
no podía engañar a un hombre como el señor Luther... El señor Luther
seguía hablando y hablando. Howard tomó el pequeño vaso de licor y bebió
la mitad de su contenido. El señor Luther le estaba diciendo que Lyles
le sacaría de aquello lo más rápidamente que fuera posible.
-Tiene que ser más cuidadoso, Howard. Es usted impulsivo.
Siempre he sabido eso. Tiene sus lados buenos y malos, por supuesto.
Pero esta noche..., tuve la sensación de que usted sabía que podía haber
disparado a ese hombre.
-Tengo que llamar por teléfono -dijo Howard-. Discúlpeme un
minuto. -Se apresuró a la cabina de la parte de atrás del bar. Tenía que
saber de ella. Mary tenía que estar ya en casa. Si no estaba en casa,
iba a morirse allí mismo, dentro de la cabina telefónica. Estallaría.
-¿Diga? -Era la voz de Mary, apagada y carente de vida.
-Hola, Mary. Soy yo. No es posible..., ¿qué le dijiste a la policía?
-Se lo conté todo -dijo Mary lentamente-. Que tú mataste a mi amigo.
-¡Mary!
-Te odio.
-¡Mary, no lo dirás en serio! -exclamó. Pero sí lo decía en serio, y él lo sabía.
-Yo lo quería y lo necesitaba, y tú lo mataste -dijo ella-. Te odio.
Howard apretó los dientes y dejó que las palabras resonaran en
su cerebro. La policía no iba a cogerlo. Ella no podría hacerle esto, al
menos. Colgó.
Luego permaneció de pie allí en la barra, mientras la tranquila
voz del señor Luther seguía desgranando y desgranando palabras como si
no se hubiera parado mientras Howard telefoneaba.
-La gente tiene que pagar, eso es todo -estaba diciendo el
señor Luther-. La gente tiene que pagar por sus errores y no cometerlos
de nuevo... Ya sabe que pienso mucho en usted, Howard. Superará todo
esto. -Hizo una pausa-. ¿Habló con la señorita Purvis?
-No pude comunicarme con ella -dijo Howard.
Diez minutos más tarde había dejado al señor Luther y se
dirigía al centro de la ciudad en un taxi. Le había dicho al conductor
que se detuviera en la Treinta y siete y la Séptima, para que en caso de
ser seguido por la policía, pudiera simplemente caminar un poco desde
allá hasta coger su coche.
Bajó en la calle Treinta y siete, pagó al conductor y miró a su rededor. No vio ningún coche que pareciera estar siguiéndolo.
Caminó en dirección a la calle Treinta y cinco. Los dos whiskys
de centeno que se había tomado con el señor Luther le habían dado
fuerzas. Caminó rápidamente, con la cabeza alzada, y sin embargo de una
forma curiosa y aterradora, se sentía completamente perdido. Su Pontiac
verde estaba aparcado junto al bordillo allá donde lo había dejado. Sacó
las llaves y abrió la puerta.
Tenía una multa.... la vio tan pronto como se sentó detrás del
volante. Sacó la mano y la cogió de debajo del limpiaparabrisas. Una
multa de aparcamiento.
Un asunto insignificante, pensó, tan insignificante que sonrió.
Mientras conducía hacia casa, se le ocurrió que la policía había
cometido un error muy estúpido no retirándole su permiso de conducir
cuando lo tuvieron en la comisaría, y empezó a reírse de ello. La multa
estaba en el asiento a su lado. Parecía tan trivial, tan inocua
comparada con lo que había pasado, que se rió de la multa también.
Luego, casi con la misma brusquedad, sus ojos se llenaron de
lágrimas. La herida que le había causado las palabras de Mary todavía
estaba abierta, y sabía que aún no había empezado a dolerle. Y, antes de
que empezara a doler, intentó fortalecerse. Si Mary se obstinaba en
acusarlo, él insistiría en que fuera examinada por un psiquiatra. No
estaba cuerda del todo, siempre lo había sabido. Había intentado
llevarla a un psiquiatra por lo de George, pero ella siempre se había
negado. No tenía la menor posibilidad con sus acusaciones, porque él
tenía una coartada, una coartada perfecta. Pero si ella insistía...
Había sido Mary quien en realidad lo había animado a matar a
George, ahora estaba seguro de ello. Había sido ella quien había metido
la idea en su cabeza con un millar de cosas que había ido insinuando. No
hay salida a esta situación, Howard, a menos que él muera. Así que él
lo había matado -por ella-, y Mary se había vuelto contra él. Pero la
policía no iba a cogerlo.
Había un espacio para aparcar de casi cinco metros cerca de su
casa y Howard deslizó el coche junto al bordillo. Lo cerró y fue a su
casa.
El olor a tela quemada flotaba aún en su apartamento, y lo
sorprendió, porque tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo.
Estudió la multa de aparcamiento de nuevo, ahora bajo una mejor luz.
Y supo de pronto que su coartada había desaparecido tan bruscamente como apareció.
La multa le había sido impuesta exactamente a las 5:45.
Patricia Highsmith (Fort Worth, Texas, 19 de enero de 1921 - Locarno, Suiza, 4 de febrero de 1995). Novelista estadounidense famosa por sus obras de suspenso.
Nació con el nombre de Mary Patricia Plangman en Fort Worth, Texas.
Sus padres se divorciaron cinco meses antes de nacer Patricia y no
conoció a su padre hasta los doce años. A raíz del divorcio, su madre y
con ella Patricia se trasladaron a Greenwich Village, en Nueva York.
Durante los primeros años de vida fue educada por su abuela materna,
Willi Mae. En 1924 su madre se casó con Stanley Highsmith, del que
Patricia tomaría el apellido.
La
joven Highsmith mantuvo una relación intensa y complicada con su madre
y con su padrastro. Según contó la propia Patricia Highsmith, su
madre le confesó que durante su embarazo había tratado de abortar
bebiendo aguarrás. Highsmith nunca superó esta relación de amor y
odio, que la acompañó durante el resto de su vida y que llegó a
convertir en ficción en el cuento "The Terrapin," en el cual un joven
apuñala a su madre.
Su vocación
por la escritura fue tempranísima; fue una voraz lectora, preocupada
sobre todo por cuestiones relacionadas con la culpa, la mentira y el
crimen, que más adelante serían los temas centrales en su obra. A los
ocho años descubrió el libro de Karl Menninger La mente humana
y quedó fascinada por los casos que describía de pacientes afligidos
por enfermedades mentales. Los análisis de este autor sobre las
conductas anormales influyeron en su percepción de los personajes
literarios.
Empezó a escribir
gruesos volúmenes desde los 16 años hasta su muerte con ideas sobre
relatos y novelas, así como diarios. Todo este material se conserva en
los Archivos Literarios Suizos, en Berna.
Se graduó en 1942 en el Barnard College,
donde estudió literatura inglesa, latín y griego. En 1943 empezó a
trabajar para la editorial Fawcett haciendo sinopsis de cómics y en
esa época descubre su homosexualidad, tema que tratará más adelante cuando en 1952 aparezca bajo el pseudónimo de Claire Morgan su novela El precio de la sal.1
Trata de la problemática historia de amor entre dos mujeres, con un
final feliz insólito para la época. Treinta y tantos años después la
reimprimió con el título de Carol
y descubriendo que era ella la verdadera autora, revelando en su
epílogo las comprensibles razones del anonimato inicial. Finalizaba con
estas palabras: "Me alegra pensar que este libro le dio a miles de
personas solitarias y asustadas algo en que apoyarse".
A los 22 años comenzó a escribir su primera novela The click of the shutting, nunca publicada. En 1945, tras una breve estancia en México de cinco meses, surgen los cuentos "En la Plaza", escrito en Taxco, estado de Guerrero, y "El coche".
Publicó su primer cuento a los 24 años en la revista Harper´s Bazaar. En 1950 publica su primera novela, Extraños en un tren, por la que saltaría a la fama un año después con la adaptación al cine de Alfred Hitchcock.
El pesimismo de sus historias y la crueldad materialista de sus análisis éticos fueron mal acogidos en Estados Unidos, pero no en Europa, y como sus ideas políticas de sesgo comunista contrariaban al american way of life, abandonó el Nuevo Mundo y se trasladó para siempre a Europa en 1963. Residió en East Anglia (Reino Unido) y en Francia, y sus últimos años los pasó en Tegna al oeste de Locarno (Suiza), donde falleció el 4 de febrero de 1995.
Según cuenta su biografía, Beautiful Shadow, su vida personal era problemática, en parte por su alcoholismo; nunca tuvo una relación sentimental que durase más que unos pocos años, ni siquiera con la también novelista Marijane Meaker, y algunos de sus contemporáneos la tachaban de misantropía,
en lo que hay algo de cierto. Prefería la compañía de sus muchos
gatos y caracoles y una vez dijo: "Mi imaginación funciona mucho mejor
cuando no tengo que hablar con la gente". También se la ha acusado
de misoginia por sus Little Tales of Misogyny y de antiamericanismo por sus Tales of Natural and Unnatural Catastrophes;
lo cierto es que su fama de escritora morbosa no la hizo
especialmente vendible en los Estados Unidos. Highsmith encontraba
frecuentemente inspiración en el arte, en la psicología clínica y en el reino animal.
Escribió más de 30 libros entre novelas, ocho colecciones de cuentos, entre los que destacan los Little Tales of Misogyny (Cuentos misóginos), los Cuentos de animales y los Tales of Natural and Unnatural Catastrophes (Cuentos de catástrofes naturales y no naturales, 1987), ensayos y otros textos, y dejó numeroso material inédito.
La
temática de la obra de Patricia Highsmith se centra en torno a la
culpa, la mentira y el crimen, y sus personajes, muy bien
caracterizados, suelen estar cerca de la psicopatía y se mueven en la
frontera misma entre el bien y el mal. Esto es muy notorio en su
primera novela publicada, Extraños en un tren (de 1950), que fue llevada un año después al cine por Alfred Hitchcock con el mismo título y cuyo guion fue adaptadado por Raymond Chandler .
La visión de la realidad que se desprende de sus novelas y cuentos es depresiva, pesimista y sombría, como también su concepto sobre el ser humano. Algunas de sus novelas incluyen referencias homosexuales; su novela Carol, que sus editores rechazaron por su temática lésbica, fue publicada bajo el pseudónimo Claire Morgan en 1953 y vendió cerca de un millón de ejemplares. En su última novela publicada, Small g, un idilio de verano
(de forma póstuma un mes después de su fallecimiento), se trata
nuevamente la temática homosexual, esta vez en torno a la presentación
de una serie de relaciones equivocadas.
Highsmith, cuyo estilo se presenta tan económico como el de Guy de Maupassant,
al que admiraba, destaca especialmente como creadora de personajes,
especialmente marginales. Busca la polémica y le atrae especialmente
la ambigüedad moral: sus héroes suelen ser personajes turbios y
ambiguos que explotan la hipocresía social para ascender socialmente. Su obra se compone de una veintena de novelas, un gran número de relatos y un ensayo, El arte del suspense. Su amigo Graham Greene
dijo sobre ella: "Uno no cesa de releerla. Ha creado un mundo
original, cerrado, irracional, opresivo, donde no penetramos sino con
un sentimiento personal de peligro y casi a pesar nuestro, pues
tenemos enfrente un placer mezclado con escalofrío".
Alabada
por la crítica como una de las mejores escritoras de su generación,
por la penetración psicológica que lograba en sus personajes y sus
tramas complejas y muy elaboradas, consiguió un reconocimiento
internacional que pasó al público.
Una estancia en Europa le inspiró el personaje del amoral Tom Ripley, cuya primera aparición data de 1955 con El talento de Mr. Ripley,
escrita tras el primer viaje al Viejo Continente de la escritora,
sufragado con los derechos cinematográficos de su primera novela, la ya
citada Extraños en un tren.
Con esta primera novela de la serie de Ripley obtuvo el Gran Premio de Literatura Policíaca y estuvo nominada al Premio Edgar
a la mejor novela, y fue adaptada al cine dos veces; el personaje
aparecerá en otras cuatro novelas y se convertirá en uno de los más
populares protagonistas de series de novelas policiacas, aunque no es ni
detective ni policía, sino un estafador inteligentísimo que suplanta
a sus víctimas y un ladrón y asesino ocasional; no se somete a la
moral establecida y crea sus propios valores. Al contrario que lo
habitual, no es castigado ni atrapado por la policía e inicia un gran
ascenso social.
Foto:internet. Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: El cuento del día
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