El escritor y ensayista español Jorge Carrión toma algunos de los títulos más recientes para analizar de qué manera se modifica o no el acto de leer en la literatura contemporánea
Jorge Carrión reflexiona con agudeza sobre esa actividad solitaria de leer en estos tiempos de intromisiones tecnológicas intensas. foto.fuente: Revista Ñ |
Es probable que nos encontremos en un momento de transición entre dos modos de lectura. La tradicional, en papel o en pantalla –en voz baja al menos desde los tiempos de San Agustín– la practicamos en salas de espera, en trenes y aviones, en playas y hoteles, en el rincón del hogar donde cada cual tiene la butaca verde del cuento de Cortázar. La digital, cruzada, mucho más veloz, mucho más zapeada, nos acompaña allá donde lo hacen los dispositivos electrónicos que matizan y filtran nuestra percepción de lo real y nuestra comunicación con los demás, casi siempre conectados a Internet. Mientras se perfeccionan los e-books y, con ellos, la literatura multimedia, todavía podemos separar ambas formas de lectura. En El lectoespectador (Seix Barral), Vicente Luis Mora ha definido así a ese sujeto contemporáneo en formación: “Cualquier tipo de receptor de manifestaciones artísticas textovisuales que realiza un ejercicio cotidiano de cibercepción en el que se expanden las posibilidades de flujo informativo y de sentido entre dichas manifestaciones y la realidad pangeica”. A la luz nueva de ese nuevo contexto, merece la pena leer algunas novelas recientes que ponen en primer plano el problema de la lectura. Avanzo que no tiene solución.
El mundo como texto
La vieja idea del mundo como texto recibe una vuelta de tuerca en La interpretación de un libro
(Candaya), de Juan José Becerra. Dado que no existe un autor de ese
texto global, aunque tiempo atrás lo llamáramos Dios, la vida como
constante interpretación significa que “el de la lectura es un poder
superior al de la escritura”. Pero el Mundo como Texto se contrapone
sobre todo a un único Texto como Mundo. Y no sólo eso: también es único
el lector, el intérprete que debe defender la especificidad de una
novela. “Ese desierto en el que transcurre una vigilia en espera de
lectores”, leemos, “o al menos de uno, y en cuyo territorio se han
puesto en juego tanto su éxito como su fracaso de escritor”. La suerte
de un libro depende de la posibilidad del encuentro con un lector. En La interpretación de un libro
ese encuentro se da en clave erótica, de modo que el coito deviene
lectura. Y escritura: “El líquido blanco entrando en el cuerpo oscuro es
para Camila un trazo de tinta a mano alzada inscribiéndose en el papel
que lo absorbe, lo conserva en forma de letra, de palabra, de frase, y
le da un sentido”. La Lectora y el Escritor deciden vivir juntos. La
convivencia se basa, por supuesto, en la relectura continuada. Hasta que
un giro argumental implica la existencia de una reseña negativa,
escrita por esa misma Lectora que se entrega en cuerpo texto revelado.
Ese
es el principio del hilo que hace que el protagonista descubra que su
lectora y amante es conocida como La loca de los libros, es decir, que
su entrega a la lectura sexual es una patología. Entonces, cerrado el
“ciclo de lectura”, el escritor repara su televisor y regresa a la
pantalla. Como si la experiencia, por momentos sublime, casi sagrada,
fuera un paréntesis en una vida moderna que necesariamente pasa por la
teletransmisión. Una de las mutaciones lectoras más importantes que se
ha producido en los últimos años es aquella que, a través del email, el
blog y las redes sociales, ha alterado las vías de comunicación entre
los escritores y sus lectores. En Facebook, pese a la existencia de la
página de autor, lo más habitual es que no haya diferencia alguna entre
el perfil de un escritor publicado, otro inédito o autoeditado,
críticos, académicos, estudiantes o lectores amateurs. A causa de ello
las comunidades de lectura son más volubles y poliédricas que nunca.
Pero la literatura sigue centrándose en relaciones bilaterales. En el
diálogo casi íntimo que es toda lectura concreta. Así, la última novela
de Amélie Nothomb, Una forma de vida (Anagrama),
explora desde una óptica marginal otra relación de pareja. Si Becerra
borra lo digital de su obra, inventando un mundo supuestamente idílico
en que el libro y la reseña en papel son los únicos instrumentos de
interrelación entre el escritor y su lectora, en que el televisor es un
aparato que puede preceder y suceder a la lectura, pero no convivir con
ella, Nothomb, que no es usuaria de Internet, imagina un anacrónico
intercambio epistolar entre un soldado de Irak y ella misma, su máscara
autoficcional.
La ingestión compulsiva y la obesidad mórbida del
soldado conectan la historia con la poética de la escritora belga,
siempre recorrida por la indagación en lo corporal y en las relaciones
asimétricas de poder. “La carta se dirige a un lector más que ningún
otro escrito”, afirma. La novela es una tentativa de pensar la
posibilidad de la carta hoy. De ese tipo de comunicación, privada y
compartida con un único interlocutor. Nothomb se define como una
escritora epistolar antes que como una autora de ficción, de modo que
los hechos narrados parecen un experimento, el intento de responder a la
siguiente pregunta: ¿puede sobrevivir la posible autenticidad epistolar
en unos tiempos en que las nuevas tecnologías han multiplicado las
posibilidades de la falsificación? La respuesta es sí y no, a un mismo
tiempo. Porque la propia novela es un artefacto falsificador. Porque la
historia proviene de la imaginación y a ella retorna tras la última
página, como ocurre en toda obra de ficción.
Si Becerra relaciona
la lectura con el amor físico y espiritual, Nothomb ve en la bulimia sin
vómito, en la obesidad mecánica, tanto un paralelismo con la lectura
caníbal como una posibilidad artística e incluso política. Los soldados
gordos se rebelan contra el absurdo bélico, forzando a las autoridades
militares, que no pueden por ley negarse a sus exigencias gastronómicas,
a hacerles trajes a medida o a exentarles de obligaciones que no pueden
asumir, como ocupar tanquetas donde no caben. Extremo body art :
“Era la conquista del vacío a través de la obesidad: engordar
anexionaba la nada”. No hay más que leer cualquier diario o novela
actual para observar que el campo semántico de la palabra ansiedad
(estrés, angustia, pánico) se ha convertido en una presencia constante
en las narrativas de nuestra época: “Escribir sigue siendo primero un
placer. Lo que hace sufrir es la angustia que lo acompaña”. De modo que
la pregunta por el cuerpo y por la lectura, como no puede ser de otro
modo en un escritor, se convierte en pregunta por la propia, necesaria,
desesperante escritura: “Desde que empezaste a escribir: ¿qué es lo que
buscas? ¿Qué codicias con un ardor sin parangón desde hace tanto tiempo?
¿Para ti, escribir qué significa?”. El hambre de escribir y de leer.
Lectura autobiográfica
Después de sus biografías ficcionalizadas de Rockefeller, Walt Disney y Bin Laden (Tres vidas secretas
, Adriana Hidalgo), el nuevo libro de creación de Reinaldo Laddaga se
ubica también en la frontera entre la lectura crítica y la elaboración
poética. Como otros libros recientes de carácter autobiográfico y alta
exigencia estilística (pienso en Tiempo de vida , de Marcos Giralt Torrente, en El cuerpo en que nací , de Guadalupe Nettel, o en Canción de tumba , de Julián Herbert), Un prólogo a los libros de mi padre
(Beatriz Viterbo) somete a examen a los progenitores, como si en la
interpretación de sus vidas estuvieran las claves para entender la
propia.
Cuestión de vida o muerte: nunca mejor dicho que en el
caso de Laddaga. En las primeras páginas encontramos de nuevo la palabra
de marras: “Una máxima que ha convertido a mi propia práctica en una
fuente constante de ansiedad: es posible morirse de falta de lectores”.
Así comienza este libro doloroso. El padre del autor escribió seis
relatos extensos y se murió sin haber conocido a ningún escritor y sin
haber recibido jamás una lectura atenta de su obra. Por eso martirizaba a
su hijo, obligándolo a escuchar lo que había escrito durante sus largas
jornadas de soledad, haciéndolo víctima de episodios de violencia que
se entremezclaban con las razones de su renuncia a un trabajo
socialmente aceptado, su enclaustramiento para consagrarse a una
producción condenada a no encontrar recepción, digestión o espejo.
Aquellas sesiones de escucha obligada sembraron en el joven Reinaldo un
sentimiento de culpa que lo ha acompañado siempre y del que quizá quiera
desprenderse en este libro, que algo tiene de confesión y mucho de
exorcismo: “La invencible convicción, que siempre tuve, de que murió a
causa de acciones mías tan perfectamente clandestinas que yo mismo no
las pude reconocer, transmisiones mágicas destinadas a detener esa
escritura, el sufrimiento asociado a esa escritura, a la incapacidad de
encontrar un destino para la escritura: a causa de la vergüenza que su
literatura me causaba –tal es mi fantasía– disparé hacia él los rayos
mortales que, al alcanzarlo, cobraron la austera forma de una crisis
cardíaca”.
En El año del pensamiento mágico ,
Joan Didion también establece un vínculo entre lo irracional y el duelo,
para conectarlo con la relectura. En el caso de la escritora
norteamericana, de los documentos y de las novelas que le den pistas
sobre la súbita muerte de su marido, también escritor. En el caso del
autor argentino, de los libros que se autoeditó su padre, para que la
paráfrasis y el análisis conduzcan a una interpretación de conjunto de
alguien que nutrió de su círculo familiar y de sus escasas lecturas el
mundo propio que al cabo todos poseemos. En el final del libro
–sobrecogedor– asistimos al mito de origen del escritor Reinaldo
Laddaga: tras la muerte del padre, se mudó a su habitación y comenzó a
escribir, rodeado por los libros paternos, los fragmentos que
conducirían a su novela La euforia de Baltasar Brum . Por tanto Un prólogo a los libros de mi padre
llega mucho tiempo después, necesariamente tarde, como una deuda
saldada, recordándonos que la escritura siempre es una consecuencia, a
veces extrema, de una lectura que en su momento no terminamos de
entender.
Escribe Becerra en su novela: “Sobre la ficción, es
evidente que postula la conveniencia de abrir el libro mediante un golpe
de sentido, arbitrario y ambiguo, que no vaya atado a la trama”. Su
novela defiende el arte del desvío. Vindica la flotación. Abrir la
novela como quien abre una puerta entre varias a su alrededor. Mucho se
ha hablado de la antinovela e incluso de la antiescritura (ver Leyendo agujeros. Ensayos sobre (des)escritura, antiescritura y no escritura
, de Luis Felipe Fabre); pero poco de la antilectura. Por supuesto lo
que se pone en duda no es la lectura en sí, sino la lectura lineal, el
objeto libro o el archivo pdf como flecha del tiempo, de izquierda a
derecha y de principio a fin.
Como recuerda Miguel Angel Ramos en su prólogo a Composición n°1
(Capitán Swing), de Marc Saporta, la idea de un libro que actúe como
una baraja de cartas pertenece al horizonte experimental de los años 60,
cuando Raymond Queneau publica Cien trillones de poemas (1961) y Max Aub su Juego de cartas
(1964). Son los tiempos de Oulipo y del gesto radical de Michel Butor,
que deja atrás su etapa novelesca y apuesta sin ambages por el espacio
poético, la colaboración con artistas plásticos, las composiciones. La
novela de Saporta se deshace en nuestras manos. Se desencuaderna. Sus
páginas caen y se revelan, en el suelo, como piezas autosuficientes que
reclaman ser barajadas una y otra vez. La sombra del I Ching es
alargada. Y afilada: nos penetra. La decisión de la lectura recae por
completo en el lector y en el azar: en la reordenación infinita de esos
capítulos autosuficientes.
Es difícil encontrar libros posteriores
que continuaran en esa línea de investigación, más proclive al libro de
artista que a la novela con tirada comercial. Pero la descomposición de
los elementos constitutivos de la ficción se erige en un vector
fundamental de la posmodernidad, hasta llegar a la obra finisecular de
David Markson, elogiada entre otros por David Foster Wallace y Kurt
Vonnegut. Dos son sus libros traducidos a nuestra lengua y en ambos
encontramos un mismo modus operandi. Como partes de la misma serie, Punto de fuga (Verdehalago) y La soledad del lector
(La Bestia Equilátera) están ambas escritas mediante pasajes
hiperbreves, de intención más ensayística que meramente narrativa, cuyos
hilos temáticos se van entrecruzando hasta tejer una trama que renuncia
a personajes, psicologías y unidades temporales o espaciales. Hilos que
avanzan, suspendidos, en el vacío. Apuntes de lecturas, anécdotas de la
historia cultural de Occidente, momentos biográficos, citas de diarios y
de cartas, junto a destellos de algunas alusiones a lo que hace el
Protagonista o el Autor. “No lineal. Discontinuo. Como un collage. Un
montaje. Como ya es más que evidente”, anota el narrador de Punto de fuga . “¿Una novela de referencias y alusiones intelectuales, por así decirlo, pero casi sin novela?”, se pregunta el narrador de La soledad del lector .
Si
Claudio Magris, Roberto Calasso o W.G. Sebald inyectaron ensayo a la
ficción, con el objetivo de densificarla, Markson parece pretender su
disgregación, su aparente aligeramiento. Aunque sus libros se puedan
pensar como una sucesión de canales simultáneos, no hay duda de que su
obra se revela como una apuesta por la lectura tradicional. Porque
aunque se trate de un texto collage, sólo se concibe como linealidad,
como hilo de Ariadna que hay que seguir para salir del laberinto. Si la
tradición que va de Rayuela a, por ejemplo, Caldo de buitre
(Posdata), de José Jaime Ruiz, está constituida por libros
hipertextuales que admiten varias formas de lectura, las novelas de
Markson en cambio han sido pensadas para someter al lector a una
experiencia que no se deja alterar. Se podría hacer el paralelismo con
las teleseries que, siguiendo la estela de Lost , han hecho del flashback y del flashforward su lógica narrativa ( American Horror Story , Fringe ...):
cada capítulo es pensado como una sucesión de piezas totalmente
dependientes de un sentido “cronológico”, no en el interior de lo
narrado, sino en su recepción por parte del telespectador.
Mientras
que la literatura digital, los textos periodísticos o de blog, o las
propias búsquedas en Google son por definición hipertextuales,
implicando saltos constantes, cambios de rumbo, encuentros que
difícilmente formaban parte del guión de la búsqueda; mientras que
experimentos deslumbrantes como los de Saporta o Butor se pueden leer
como prefiguraciones de esa lectura zapping que es tan propia de nuestra
era digital, la mayoría de los relatos contemporáneos que no exigen la
intervención directa del lectoespectador apuestan por narrativas que
quieren ser experiencias únicas de lectura, en la sala de espera o en la
butaca verde. Siempre y cuando, por supuesto, que no minimicemos la
película para ver nuestro correo o no tengamos que dejar de leer porque
nos esté vibrando el móvil, quiero decir: el celular.
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