3.7.12

Big Sur

La relevancia de William Faulkner en la literatura estadounidense del siglo XX es todavía algo que no se termina de dimensionar: el primer gran modernista de la prosa en Estados Unidos experimentó con las formas del mismo modo que en Europa lo hacían Joyce y Virginia Woolf, pero creando a la vez un territorio propio de proporciones míticas, el sureño condado de Yoknapatawpha

William Faulkner, el amo del condado literario de Yoknapatawpha. foto.fuente:pagina12.com.ar

El mapa de Yoknapatawpha: 2400 millas cuadradas, 6298 blancos, 9313 negros y las zonas donde transcurren las diferentes historias de sus libros, tal como lo dibujó y escribió Faulkner. Abajo, se lo consigna como único propietario de ese condado literario.
Discutido por varios otros escritores sureños, considerado tanto genial como inaccesible, reconocido tardíamente a partir de una antología en vida de 1946 (que le abriría la puerta al Nobel en 1949), su frondosa obra se ha expandido mucho más allá del Río Grande para abrirles la puerta a autores como Rulfo, Onetti, García Márquez y Vargas Llosa. A cincuenta años de su muerte, la influencia sólo parece agigantarse sobre un continente que busca aún su identidad en la vida de los derrotados, los marginados y los excluidos.

¿Cómo empezar? ¿Por dónde? Tal vez a la manera de cualquiera de esas muchas biopics que prefieren arrancar por el final. Y allá va y aquí viene hacia nosotros William Cuthbert Faulkner, nacido como Falkner y “corregido” para la Historia por el acierto de una errata en su hoja de enrolamiento de la Royal Flying Corps. Acercándose al galope –con sesenta y cuatro años, hace medio siglo– y montando un caballo que, de pronto y sin aviso, lo arroja por la última de muchas veces sobre un camino de tierra del Mississippi. Y de ahí –ya nunca repuesto del todo– a un lecho de hospital y a un fulminante ataque cardíaco el 6 de julio de 1962.

O mejor con un abanico de fotos –acaso extraídas de la monumental biografía que le erigió Joseph Blotner– que lo muestran, por orden cronológico: nacido en 1897 como hijo de ese profundo Sur “que sólo pueden entender los que nacieron allí”; como estudiante perezoso y lento; como aviador que se queda sin guerra donde volar; como poeta frustrado que se resigna a la prosa; como escritor más secreto que olvidado al que Sherwood Anderson ayuda a debutar con la condición de no tener que leer su manuscrito; como guionista ebrio (“Entre el whisky y la nada me quedo con el whisky”, sonríe a cámara uno de sus varios aforismos para sedientos) languideciendo en Hollywood, marcando escenas sueltas, poniendo frases en boca de Humphrey Bogart en Tener y no tener y El sueño eterno y, ya lejos de allí y celebrado en todas partes, preguntándole a Howard Hawks si puede hacer hablar al monarca egipcio de Tierra de faraones “como si fuese un coronel de Kentucky”; como figura de culto en Europa donde Sartre afirma que, para los jóvenes de Francia, “Faulkner c’est un dieu” y donde Albert Camus (al que Faulkner despide en su muerte temprana) celebra “su calor y su polvo”; como estrella descatalogada y redescubierta para los suyos con la edición de la antológica antología The Portable Faulkner que ordena en 1946 al genio con genio cortesía de Malcolm Cowley, quien lo cataloga como a un “Huckleberry Finn viviendo en la Casa Usher y contando historias mientras las paredes se derrumban a su alrededor”, o como ese hombre trajeado en lino blanco que prefiere considerarse más granjero que escritor y que pronuncia uno de los más breves e intensos y mejores discursos de aceptación del Nobel.

O quizá –después de todo y antes que nada– mejor estudiar a fondo ese mapa del imaginado pero verdadero condado de Yoknapatawpha de puño y trazo y letras de su creador, así como los frondosos árboles dinásticos de los Snopes, de los Compson, de los Sartoris y de los Sutpen.

O, sin más demora, ir directo a la obra. Veintiuna novelas, tres libros de cuentos, dos de poemas y numerosas recopilaciones póstumas. Arrancar con las más “fáciles” La paga de los soldados, Mosquitos (donde aparece un borracho de nombre William Faulkner que no deja de mirar fijo a toda mujer que pasa por ahí) o Pilón.

O adentrarse en esa tormenta noir escrita –en tres semanas frenéticas– para vender, sin por eso venderse, que es Santuario.

O mojarse los pies en relatos cortos y amplios como “Una rosa para Emily” o “El oso” o “Caballos manchados” (muchos de los cuales suelen entrar o salir como esquirlas de sus ficciones largas) para ir emborrachándose de a poco con shots de su prosa espesa.

O, seamos valientes, respirar profundo y zambullirse en la riada de ¡Absalón, Absalón! –publicada el mismo año que otra alucinación sureña: Lo que el viento se llevó, que se hizo con el Pulitzer– y esa primera oración de doce líneas que incluye paréntesis y guiones y llegar a la otra orilla, felizmente extenuados, cambiados para siempre, descubriendo maravillados que hemos aprendido a respirar y a leer bajo del agua. 


EL AMO DEL CONDADO

¿Y de dónde viene Faulkner, alguien que, según Italo Calvino, “pone toda la carne en el asador y monta tragedias cósmicas que ríase usted de Sófocles”? Hoy está asumido que –considerado Faulkner como uno de los tres ángulos sobre los que se apoya toda la literatura Made in USA del siglo XX– la cosa se organiza más o menos así: Ernest Hemingway sale de Mark Twain, Francis Scott Fitzgerald se apoya en Nathaniel Hawthorne y en Henry James, y William Faulkner surge de Herman Melville pero, enseguida, agrega más ingredientes al espeso potaje. Receta que se cuece a fuego lento y que desglosó J. M. Coetzee, quien considera a Faulkner “uno de los innovadores más radicales en la historia de las letras estadounidenses. Un escritor a cuyas clases deberían acudir la vanguardia europea e hispanoamericana”. A saber: “Swinburne y Housman y tres novelistas que dieron vida a mundos imaginarios lo suficientemente vívidos y coherentes como para suplantar al real: Balzac, Dickens y Conrad. Añádase a lo anterior una familiaridad con las cadencias del Viejo Testamento, Shakespeare y Moby Dick y, pocos años después, un veloz estudio de sus mayores y contemporáneos como T. S. Eliot y James Joyce, y el joven Bill Faulkner ya estaba listo y armado”. Y, me parece, Coetzee olvida a Proust y a sus digresiones flotando a través de años y espacios y “¡Era esto!”, exclama Faulkner al leer al francés y descubrir “el libro que más me hubiera gustado escribir”.

Enseguida –y eso es lo que diferencia a los inmensos de los apenas grandes– todas las posibles influencias se funden en algo único y original. Y gótico sureño: dinastías en caída, libre flujo de conciencia, tiempo suspendido, ardiente bourbon marca Old Crow y embriagante perfume de glicinas, cortinas corridas y pasiones desatadas, silencios profundos y arengas inflamables, blancos y negros, y todo eso, hasta el fin de todas las cosas de ese mundo.
 

EL REY DE LA MONTAÑA

“Difícilmente podrá culparse al crítico si algún imperativo categórico que aún persiste en la condición humana (incluso en nuestros días) le obliga a situar a esta obra en un lugar elevado entre las obras mediocres”, concluyó en 1930 el suplemento de libros de The New York Times refiriéndose a Mientras agonizo. “La novela más consistentemente aburrida de la última década”, dictaminó The New Yorker sobre ¡Absalón, Absalón!

Posiblemente –aunque más de uno lo piense– nadie se atrevería hoy a poner algo así por escrito. Pero también es cierto que el trato que se continúa dando a Faulkner es siempre ambiguo. Faulkner es materia volátil, sustancia que no debe agitarse demasiado antes de su uso, virus altamente contagioso. Se reconoce su grandeza pero, siempre, con cautas contraindicaciones y posibles efectos residuales. Así, es bien conocida su respuesta en la entrevista de The Paris Review de 1956 donde –aunque ya nobelizado y supuestamente incuestionable– todavía se le pide una sugerencia para aquellos “que no entienden lo que escribe incluso después de leerlo dos o tres veces”. Faulkner recomienda: “Que lo lean cuatro veces”.

La percepción de Faulkner –quien, más allá de esconderse mal tras la transparente máscara de un ignorante, lo leía todo y hasta tuvo tiempo de dedicar un elogio a Salinger– entre sus colegas titanes fue, en principio, variada. Vladimir Nabokov, por supuesto, lo reduce a “imposibles estruendos bíblicos”. Thomas Mann, leyendo Una fábula, la encuentra “un poco barata y fácil”, pero alaba su conocimiento de la vida militar. Jorge Luis Borges –quien lo traduce y lo alaba en público firmando en 1937 una reseña que abre calificándolo de “aparición tremenda” y cierra con un “¡Absalón, Absalón! es equiparable a El sonido y la furia. No sé de un elogio mayor”– en privado y para oídos de Adolfo Bioy Casares desdeña su “acumulación de atrocidades” e ironiza finamente con un “si el carácter shakespeareano fuera la mayor excelencia literaria, Faulkner sería el más grande escritor de nuestros días”. Anthony Burgess, por su parte, advirtió que “rimbombante y difícil como es, Faulkner justifica el esfuerzo”. Alberto Moravia, en cambio, lo recomienda sin atenuantes y con un “cuando se examina la ficción moderna que se ha escrito en Europa en el último medio siglo, se encuentra la huella de Faulkner por todas partes”.

Más crueles –cabía esperarlo, apenas disimulando su terror ante el abismo con el bravucón y casi automático reflejo de matar al padre– fueron sus inmediatos descendientes nacidos en la misma y sureña patria chica. Carson McCullers –a quien Faulkner llamaría “mi hija”– juntaría coraje con un “Tengo más para decir que Hemingway y, Dios lo sabe, lo digo mejor que Faulkner”. Flannery O’Connor –Faulkner alabó su Sangre sabia– confesó que “intento ni acercarme a él para que mi pequeño bote no se empantane”. Su sola presencia entre nosotros constituye una gran diferencia en cuanto a lo que un escritor puede o no permitirse hacer. Pero nadie quiere ver a su mula y carreta arrastrándose sobre los rieles por los que pasa rugiendo la locomotora de la Dixie Limited”. Katherine Ann Porter lo describió, luego de verlo en directo, como “un viejo gallo de riña que ya cansa con esa postura de anti-intelectual y anti-literato”. William Styron –quien cubrió el funeral del maestro como “una muerte que nos disminuye” y cuyo celebrado estreno con Acuéstala en la oscuridad es definitivamente faulkneriano rozando, por momentos, el pastiche– aseguró que “Faulkner no ayuda lo suficiente al lector. Estoy a favor de su complejidad pero no de su confusión”. Triunfa a pesar de sí mismo en El sonido y la furia, pero es demasiado intenso por demasiado tiempo. Acaba siendo algo grande, y lo que maravilla es cómo puede mantener tanto tiempo una nota tan alta, tan larga y tan delirante”. Eudora Welty: “Es como una gran montaña en tu vecindario. Es bueno saber que está ahí, pero no te ayuda en nada con tu trabajo”. Y Truman Capote –quien admitió que Luz en agosto era una obra sin par– dijo no ser un gran admirador suyo porque “es imprudente, muy confuso, y no tiene control alguno sobre lo que hace”, para después lanzar risitas revelando la afición a las ninfas del viejo jinete.

Menos problemas tuvieron con él los que vinieron después y siguieron su estela: todos ellos escritores de escritor descendiendo de un escritor de escritores. ¿Posibles nombres de sureños o no, pero todos tejedores de frases largas y sinuosas? Malcolm Lowry, William Goyen, Harold Brodkey, Barry Hannah, Allan Gurganus, James Dickey, Robert Penn Warren, Jayne Anne Phillips, Cormac McCarthy, Walter Percy, Denis Johnson, Rick Moody, David Foster Wallace, Brad Watson y Michael Ondaatje, quien recordó que “cuando leí a Faulkner, de repente me di cuenta de que la prosa podía tener la libertad y la posible indisciplina de la poesía”. Y, también, destellos de Faulkner en el movimiento perpetuo de los beatniks (“el único hombre vivo que escribe realmente como nosotros es Faulkner”, le escribe Allen Ginsberg a Jack Kerouac), y en las canciones pantanosas de REM y de Jim White, y en los relámpagos de Bob Dylan quien, en 1964, viajó a Oxford, Mississippi, para ver a Faulkner y, aunque no lo encontró, regresó de ese viaje electrizado.

Nadie vuelve a ser el que era después de Faulkner, para quien no parece haber épocas ni fronteras. Así, el muy faulkneriano Salman Rushdie certifica su influencia en la India y en Africa. Y, por supuesto, en nuestro idioma. En Latinoamérica (ese sur que comienza al sur del sur de Las palmeras salvajes; de ahí que para García Márquez El villorrio sea “la mejor novela sudamericana jamás escrita”). Y en España (donde Juan Benet lo abrazó con un “es el escritor que más he admirado, el que más he leído, es una constante en mi vida, me ha influido como el cielo que me ha visto nacer o como el mismo lenguaje. No dejaré de leerlo nunca, para mi propio estímulo, en los años que me queden de vida. Y por eso nunca llegaré a conocerlo” y Javier Marías considera que “cualquiera que tenga curiosidad por la novela del siglo XX en cualquier idioma tiene la obligación de leer a William Faulkner”) y otros paladines del hombre como Antonio Muñoz Molina y José María Guelbenzu se suman a la fiesta.

Faulkner llega pronto a nosotros. “Todos pasamos por la casa de Faulkner”, dijo Augusto Roa Bastos. Y la casa de Faulkner está embrujada y es embrujadora. Faulkner comienza a traducirse ya a principios de los años ’30 (lo primero es el relato “Todos los pilotos muertos” en Revista de Occidente, y enseguida Santuario en versión del cubano Lino Novás Calvo, autor de Pedro Blanco, el negrero) y puede entendérselo como un autor más del Boom o, mejor aún, como el autor del Boom. Así, Comala y Macondo y Piura y Santa María son suburbios del barroco Yoknapatawpha. Y la prosa y la técnica y la temática que encienden la mecha del Big Bang y dan el disparo de salida en las carreras de Gabriel García Márquez (“Ahora sé que sólo la técnica de Faulkner me permitió a mí escribir lo que veía”), Mario Vargas Llosa (“Sin la influencia de Faulkner no hubiera habido novela moderna en América latina”), Carlos Fuentes (“Faulkner reúne todos los tiempos de sus personajes en el presente narrativo”) y José Donoso (con sus faulknerianas sagas familiares en El obsceno pájaro de la noche y Casa de campo), así como en figuras satelitales como Guillermo Cabrera Infante, Ernesto Sábato, José Lezama Lima, Juan Rulfo, Alejo Carpentier y Reynaldo Arenas “todo el tiempo leyendo y releyendo a Faulkner”. Y, muy especialmente, en Juan Carlos Onetti, quien postuló que “al leer y releer a Faulkner es forzoso sospechar que su mirada era distinta a la nuestra, a la del común de los hombres, a la del común de los escritores... Faulkner, Faulkner. Yo he leído páginas de Faulkner que me han dado la sensación de que es inútil seguir escribiendo. ¿Para qué corno? Si él ya lo hizo todo”. Y escribiendo la necrológica del que consideraba su maestro, empezaba a evocarlo así: “Estuvo toda su vida inmerso como nadie en la literatura, aun desde los años en que ni siquiera soñaba con escribir”.

Por esos días, un joven Ricardo Piglia leía a Faulkner con la misma fe con que Faulkner leyó el Ulises (“la lectura de Faulkner es uno de los grandes acontecimientos de mi vida”) y, en la introducción de 1933 a El sonido y la furia Piglia aprende algo que lo emociona y lo ilumina. “Escribí este libro y aprendí a leer”, confiesa allí Faulkner, quien, para Piglia, era un lector extraordinario “porque leía, a la vez, como un escritor (y no como un intelectual) y como un campesino (y no como un hombre de letras)”. Así, de ahí, el dictum faulkneriano de que “escribir cambia el modo de leer y de que un escritor construye la tradición y arma su genealogía literaria a partir de su propia obra”, teoriza el argentino.
 

EL HOMBRE DEL TIEMPO

Y desde ahí, de nuevo, al principio. Al principio de Faulkner como tercer ángulo de una tríada de reyes magos compuesta también por Fitzgerald (y su escritura “con la autoridad del fracaso”) y Hemingway (defensor al ataque de eso de la “gracia bajo presión”). ¿Quién es el mejor de ellos? Fitzgerald admiraba a Faulkner y a su “país grotesco y pintoresco” desde la prudente distancia de otro estilo, intereses y latitud, pero Hemingway –insufrible maniático perseguidor sufriendo de manía persecutoria– siempre lo consideró rival peligroso, pensaba que Faulkner era el mejor cuando se emborrachaba, y lo “desafió” en numerosas ocasiones llegando a burlarse de su condado de “Octanawhoopoo” o “Anomatopeio” apuntando que “todo lo que se necesita para escribir como él lo hace es un cuarto de whisky, el suelo de un granero y un total desprecio por la sintaxis”. Faulkner aseguraba que la mejor y más ambiciosa derrota de todas pertenecía a Thomas Wolfe.

Fue Richard Ford –otro caballero sureño– quien, en 1983, en un ensayo para una edición especial por los cincuenta años del mensuario Esquire, celebró a los tres colosos, repartió elogios, y se arriesgó un “Faulkner, por supuesto, fue el mejor de los tres y el mejor que haya escrito ficción norteamericana en el siglo XX. Afirmarlo no es siquiera un descrédito para Hemingway y Fitzgerald. El que te guste Faulkner o no te guste es algo parecido a que no te guste el tiempo absoluto y eterno de un vasto territorio. Es como una tautología. Mientras que Fitzgerald y Hemingway, pienso, se ganan nuestro afecto como se lo ganan ciertos climas pasajeros”.

O, para decirlo en palabras del propio Faulkner cerca de sus cincuenta años, y en un raro rapto de orgullo: “Ahora soy consciente por primera vez del asombroso don que me fue conferido: sin ninguna educación formal y sin haber contado con personas educadas y mucho menos interesadas por la literatura, a pesar de ello llegué hasta donde me encuentro hoy. No tengo idea de dónde me vino esa capacidad o qué dios o dioses me escogieron para ser su recipiente”.

En cualquier caso, bendito sea, benditos sean.
 

EL LOBO SOLITARIO

¿Cómo finalizar? Para terminar aquí con lo interminable en todas partes, más allá de vida y obra y ecos y gritos y susurros, lo que mejor toca y corresponde es despedirse por un rato de Faulkner (y no esperar hasta la próxima efemérides redonda) con sus propios dichos que, además de ingeniosos y certeros, hacen de él un gran ejemplo, una figura inimitable, una cima inalcanzable pero que, aun así, digan lo que digan sus compañeros connacionales, puede enseñarnos tantas cosas.

Pensar entonces en Faulkner –quien nunca dejó de construir su propio universo aunque pareciera tener al universo de los otros en su contra; alguien que jamás leyó a Freud por considerarlo innecesario y “porque tampoco lo leyó Shakespeare”, pero que no dejaba pasar año sin volver al Quijote– como aquel que recomendó “Lee, lee, lee. Lee de todo: basura, clásicos, a los buenos y a los malos, hasta ver cómo es que lo hicieron. ¡Lee! Acabarás absorbiéndolo. Y recién entonces escribe”.

Faulkner como el sintetizador de la fórmula secreta, fácil de teorizar y difícil de poner en práctica de su oficio con un “99 por ciento de talento..., 99 por ciento de disciplina..., 99 por ciento de trabajo”. ¿La inspiración? No sé nada sobre la inspiración. Porque no sé qué es; he oído hablar de ella pero no la he visto nunca... El novelista nunca debe sentirse satisfecho con lo que hace. Lo que se hace nunca es tan bueno como podría ser. Siempre hay que soñar y apuntar más alto de lo que uno puede apuntar. No preocuparse por ser mejor que sus contemporáneos o sus predecesores. Tratar de ser mejor que uno mismo. Un artista es una criatura impulsada por demonios. No sabe por qué ellos lo escogen y generalmente está demasiado ocupado para preguntárselo... Su única responsabilidad es con su arte. No deberá tener ningún escrúpulo y de ser necesario arrojará todo por la borda: honor, orgullo, decencia, seguridad, felicidad y, si tiene que robar a su madre, no dudará en hacerlo...

Faulkner, quien entendía a la literatura como algo “equiparable a lo que hace una cerilla en el centro de la noche y en mitad del campo”, que nos hace conscientes de la oscuridad que nos rodea y que, ya cerca del final, admitía que “si pudiese volver a escribir mi obra lo haría mucho mejor, y ése el mejor estado en el que puede hallarse un artista”.

Faulkner como aquel que deseaba reencarnarse en un buitre porque “nadie lo odia, ni lo envidia, ni lo desea, ni lo necesita; jamás lo molestan y nunca está en peligro; además, le mete el diente a cualquier cosa” y quien –consejo más que pertinente en tiempos de blogs injuriosos rebosantes de anónimos, de (de)generaciones de pocos días y de capillas literarias que se empiezan a construir a partir del techo; buscar y encontrar su imprescindible ensayo “On Privacy
, de 1955– recomendaba aullar a solas porque “los escritores que necesitan juntarse recuerdan a esos lobos que sólo son lobos cuando van en manada, pero a solas no son más que otro perro del montón”.

Al final, cuando todo estuviera consumado, “mi única ambición, como persona reservada que soy, es que me borren y echen de la historia, sin dejar rastro, sin más restos que los libros publicados; ojalá hace treinta años hubiese tenido suficiente perspicacia para prever lo que iba a ocurrir, como algunos isabelinos, y no los hubiese firmado. Es mi propósito que, vencidos todos los esfuerzos, la esencia y la historia de mi vida, que en la frase equivalen a mis exequias y a mi epitafio, sean ambas: Compuso libros y murió”. Deseo realizado a medias. Porque sus libros siguen llevando su nombre, porque sus libros siguen. Y –mientras no agoniza, mientras sobrevive en la creencia de que, como le explicó el 10 de diciembre de 1950 a un efímero rey sueco, el hombre prevalecerá– recordarlo siempre, no olvidarlo jamás, escribirlo en el reverso de una postal y pegarle ese sello de veintidós centavos que lleva su rostro: “El pasado nunca muere. Ni siquiera ha pasado”.


Y –como apuntó al final de su genealogía sobre los Compson– todo viene de y va a dar a un verbo inglés que bien puede ser, también, en tiempos en los que cada vez cuesta más concentrarse en algo que supere los ciento cuarenta caracteres, una última pero definitiva instrucción para esos lectores fáciles a los que él siempre se les hizo difícil: endure.

O sea: resistir, aguantar, soportar, durar, permanecer.

Como Faulkner.

No hay comentarios: