Es un clásico de cada año donde las rosas, los libros y la gente son protagonistas
Además del caos que dejaron en Europa los aeropuertos boca arriba, las nubes volcánicas trajeron a Barcelona otra preocupación: el temor a que no llegaran a tiempo los seis millones de rosas importadas desde Holanda.
Quien haya estado en esta ciudad un 23 de abril sabrá de lo que hablo. Hoy caminé por Las Ramblas y repetí la misma ceremonia que todos: cambiar un libro por una rosa. La tradición dice que ellas regalan el libro, y ellos, las rosas. La fiesta se llama Sant Jordi, y es un clásico de cada año donde las rosas, los libros y la gente son protagonistas.
A medida que me acercaba hacia el epicentro de la movida, veía en las calles y avenidas, en las puertas de los bares o en las bocas de las estaciones de metro, jóvenes que montaban una mesa, un mantel, un par de sillas y un puesto improvisado de flores. Tres por 5 euros, una por 2,50, en sus versiones más sobrias de celofán en flor. Pero a medida que llegaba a Las Ramblas, la cosa se puso más sofisticada. Había rosas envueltas en tules, rosas de colores imposibles, arreglos de rosas encerradas en complejos trabajos de ingeniería con soportes, engranajes y maderas encorvadas.
Mientras la gente paseaba con rosas en sus bolsos, mochilas, cochecitos de bebé o cascos de motocicletas, una fila se armaba frente a una confitería donde vendían cajas de bombones con forma de libros y tapas de best seller dibujadas con mazapán.
Mientras los perfumes de un rojo intenso lo invadían todo, los libros -con un diez, quince o hasta veinte por ciento de descuento- se vendían por hectárea en las casetas de Las Ramblas, los puestos improvisados en medio de las veredas o en las megalibrerías en las que el apretuje era imposible.
Al menos, una vez al año, los libros tienen quien los adopte. En el noticiero están diciendo que el título más vendido fue El asedio, la nueva novela de Arturo Pérez Reverte, y que las rosas no llegaron a agotarse, pero casi. Como sea, fue un día de postal.
Quien haya estado en esta ciudad un 23 de abril sabrá de lo que hablo. Hoy caminé por Las Ramblas y repetí la misma ceremonia que todos: cambiar un libro por una rosa. La tradición dice que ellas regalan el libro, y ellos, las rosas. La fiesta se llama Sant Jordi, y es un clásico de cada año donde las rosas, los libros y la gente son protagonistas.
A medida que me acercaba hacia el epicentro de la movida, veía en las calles y avenidas, en las puertas de los bares o en las bocas de las estaciones de metro, jóvenes que montaban una mesa, un mantel, un par de sillas y un puesto improvisado de flores. Tres por 5 euros, una por 2,50, en sus versiones más sobrias de celofán en flor. Pero a medida que llegaba a Las Ramblas, la cosa se puso más sofisticada. Había rosas envueltas en tules, rosas de colores imposibles, arreglos de rosas encerradas en complejos trabajos de ingeniería con soportes, engranajes y maderas encorvadas.
Mientras la gente paseaba con rosas en sus bolsos, mochilas, cochecitos de bebé o cascos de motocicletas, una fila se armaba frente a una confitería donde vendían cajas de bombones con forma de libros y tapas de best seller dibujadas con mazapán.
Mientras los perfumes de un rojo intenso lo invadían todo, los libros -con un diez, quince o hasta veinte por ciento de descuento- se vendían por hectárea en las casetas de Las Ramblas, los puestos improvisados en medio de las veredas o en las megalibrerías en las que el apretuje era imposible.
Al menos, una vez al año, los libros tienen quien los adopte. En el noticiero están diciendo que el título más vendido fue El asedio, la nueva novela de Arturo Pérez Reverte, y que las rosas no llegaron a agotarse, pero casi. Como sea, fue un día de postal.
tomado de En minúscula |
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