La cuestión democrática en Baruch Spinoza conlleva la concepción de una política emancipatoria no sometida a la idea de hombre nuevo sino enmarcada en una visión realista del ser humano, afirma el autor de este artículo
DEMOCRACIA. Tiene su inscripción en una excedencia del derecho concebido como potencia respecto de la ley./revista Ñ |
El spinozismo rompe con la idea clásica de buen gobierno como
gobierno de la virtud, a la vez que con la política como un puro
dispositivo de producir orden e impedir conflictos; la condición civil
no es un artificio contra natura que despoja al cuerpo social de su
derecho natural, sino una extensión, una radicalización, una composición
y una colectivización de ese derecho. Vale decir que el derecho público
no suprime al derecho natural; es este derecho natural mismo que adopta
un estatuto político y de este modo se incrementa y deviene concreto
como “potencia de la multitud”.
A la vez, Spinoza se interroga
por las condiciones de permanencia de un estado, para anticipar que la
libertad es una de ellas. La libertad spinozista es fuerza productiva de
comunidad que no admite ser sacrificada a la seguridad, y la política
que de ella resulta no exige a los hombres nada que vaya contra su
naturaleza: ni ocultar sus ideas, ni ser desapasionados, ni ser
puramente racionales y virtuosos. Crea las condiciones materiales para
la autoinstitución política en formas no alienadas de la potencia común.
El nombre spinozista de esa “república libre” es democracia.
Democracia
no designa aquí un conjunto de formas definitivas fundadas en el orden
del concepto, sino el desbloqueo, la autoinstitución, la generación de
cosas nuevas, la desalienación y la liberación de una fuerza productiva
de significados, de instituciones, de mediaciones por las que se
mantiene e incrementa; el efecto de un trabajo por lo común (y,
podríamos decir, por el comunismo), que nunca es algo dado sino un
descubrimiento y una creación. La pregunta por lo común, la comunidad y
el comunismo es uno de sus grandes legados, un legado “tan difícil como
raro”.
Con Spinoza es posible pensar una política emancipatoria
no sometida a la idea del “hombre nuevo”, a la idea de que los seres
humanos debieran ser diferentes de como realmente son; por el contrario,
lo que los seres humanos son capaces de ser y de hacer es siempre la
revelación de un trabajo paciente y sin garantías que se mantiene en la
inmanencia de su existir como seres naturales, apasionados y finitos. Un
trabajo que cada generación deberá emprender una y otra vez porque no
hay un sentido de la historia, ni la humanidad que ha tenido lugar puede
ser reducida a una prehistoria de sí misma, ni existe un curso unitario
de acontecimientos que lleve por necesidad a una reconciliación de los
hombres consigo mismos.
Ante todo, una política spinozista no deja
lugar a ningún lamento por la adversidad de las cosas, ni promueve una
ruptura reaccionaria con las situaciones efectivas desde un moralismo
que se arroga la función de juzgar los avatares de la vida colectiva a
partir de una presunta sociedad ideal –perdida o por venir–; una
política spinozista, más bien, es potenciación de los embriones
emancipatorios que toda sociedad aloja en su interior para su extensión
cuantitativa y cualitativa. Una confianza en lo que hay como punto de
partida de una intervención.
El spinozismo alienta asimismo una
responsabilidad por el estado, por sus fragilidades, por sus condiciones
de estabilidad y los riesgos a los que se halla expuesto –cuando ese
estado se constituye como “lugar común” y como precipitado de una
potencia instituyente. Por ello la contribución de Spinoza a la actual
experiencia latinoamericana es mucha. En particular la necesidad de
concebir la democracia como contrapoder que puede tener en el estado su
expresión y no necesariamente su bloqueo –siempre que la distancia entre
el poder constituyente y las instituciones por él producidas sea
mínima.
No sabemos lo que puede un cuerpo colectivo. Este es el
punto de partida de una política emancipatoria, que lleva el nombre de
democracia, si la entendemos como algo más que como pura vigencia de la
ley y de los procedimientos (sin duda imprescindibles), si la concebimos
también como “salvaje” (la expresión “democracia salvaje” es de Claude
Lefort), es decir continua irrupción de derechos que provienen de un
fondo irrepresentable y no previsto por las formas institucionales
dadas.
Democracia es así la existencia colectiva que tiene su
inscripción en una excedencia del derecho concebido como potencia (fondo
inagotable de la vida humana y por tanto inmanente a ella) respecto de
la ley, que como tal es negativa y limita al derecho natural pero
también puede convertirse en su expresión, en su protección y ser
hospitalaria con novedades que se gestan en la fragua anómica de la
imaginación radical y de la vida común.
Bajo una inscripción que
podría animar las militancias libertarias de todos los tiempos -“no
ridiculizar, ni lamentar ni detestar las acciones humanas, sino
entenderlas”-, Spinoza ayuda a pensar el enigma democrático conforme un
realismo radical que no supone exigencias sacrificiales, y que atesora
una potencia común ejercida como afirmación pública y resistencia a los
poderes que acechan la vida humana con su carga de superstición y de
tristeza. La democracia spinozista está lejos de ser una pura tolerancia
indiferente: es potencia ejercida, virtud (en el sentido estricto de
vir, fuerza, que resuena en la palabra maquiaveliana virtù).
El
deseo, por tanto, es un componente democrático fundamental de la vida
republicana, cuando se abre a tensiones que pueden ser de gran
fecundidad. No hay contradicción entre democracia y república (palabra
esta última apropiada por las derechas en Latinoamérica, que es
necesario disputar y concebir a la manera antigua, desmarcándola de su
reducción a una mera máquina procedimental de impedir transformaciones,
para su determinación como conflicto del que nace la libertad); más bien
la democracia debe hacerse republicana y la república volverse
democrática.
En el siglo XVII como ahora el enigma de la
dominación nos confronta a dispositivos de sumisión que separan a los
hombres de lo que pueden, inhiben su potencia política y capturan su
imaginación en la tristeza y la “melancolía” –pasión antipolítica
extrema que afecta la totalidad de un cuerpo. Lo que hoy llamamos
“apatía” para referirnos a cierto retiro de lo público y a cierta
pasividad civil sería pensado por Spinoza como una melancolía social
-cuya hegemonía designaba con la expresión “estado de soledad”.
Lo
contrario es la “hilaritas”, palabra de difícil traducción que refiere a
la alegría integral que un cuerpo alcanza cuando se halla en plena
posesión de su potencia de afectar. Tal vez sea posible interrogarnos
qué sería una hilaritas colectiva. En mi opinión podría ser pensada como
un ejercicio pleno y extenso de los derechos; la capacidad productiva
de derechos nuevos e imprevistos; la alegría común de un sujeto complejo
que se experimenta como causa de sus propios efectos emancipatorios;
una determinación social del deseo como deseo de otros y no ya deseo de
soledad.
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