Prólogo a su libro Cuando nada concuerda...
El poeta nadaista, Eduardo Escobar. Linda Sarmiento/kienyke.com,eltiempo.com |
¿Qué es un libro? Qué clase de cosa es un libro más allá de una
cadena de fonemas, morfemas, y oraciones más o menos bien hilvanadas,
más allá del manojo de hojas pegadas con cola como mi maltratada edición
de la obra capital de Schopenhauer? Es un lugar común afirmar que los
libros son una prolongación de la memoria. Pero hay más que eso en los
libros: también hay unas esencias que nunca se nos revelan por completo y
que provocan conmociones diferentes y hasta contradictorias en cada
lectura. Jules Renard el gran ironista francés dijo que un pensamiento
escrito está muerto, que la escritura convierte los pensamientos en
inmutables. Otra humorada de Renard, un especialista en agudezas: así
como nunca nos bañamos dos veces en el mismo río, un libro jamás se nos
ofrece de la misma manera. Porque los libros están vivos y cambian en
cada encuentro como algunos amigos inagotables, o como esos paisajes
acuáticos que jamás acabamos de entender porque siempre están cambiando
de forma, fluyendo entre resplandores inestables. Cada libro necesita el
color de una hora, el clima de una edad, la hondura de un momento, un
estado de ánimo, la suma de unas experiencias, un tiempo propicio. Cada
uno sostiene el alma de otro del mismo modo como se apoyan en los
estantes de las bibliotecas. Cada uno es un fragmento del libro total
que los hombres tejen, destejen y rehacen desde el descubrimiento de la
escritura, la puerta a un enredo de caminos de vueltas infinitas que se
separan para volver a tropezar y que se reúnen para apartarse otra vez.
El de Thomas Mann, Los Buddenbrook, me lanzó en brazos de Schopenhauer.
Este me llevó a Nietzsche. Nietzsche a Spinoza. Spinoza volvió
inevitable a Descartes. Descartes a Pascal. Etc.
Un libro para el lector responsable, porque hay una responsabilidad
del lector para aquellos que construyeron con libros un espacio alterno
de vivir y los convirtieron en una tarea más ardua y seria que
entretenida, conduce sin remedio a otro concomitante que lo refuta o
corrobora. Así como escribir es en más de un sentido reescribir,
corregir, reelaborar, desarmar y rearticular, según reconocen los
pacientes de la misteriosa compulsión, leer no es tan solo pasear los
ojos perezosos por el hormigueo de unos signos. Leer es releer, asociar,
disociar, resistirse a unas argumentaciones o completarlas, y en fin,
reconocerse en el rumor de los pensamientos de un prójimo ausente que
nos exalta y estimula, o nos decepciona, despoja, avergüenza y
entristece. Según una aseveración famosa de Jean Paul Sartre en los
libros establecemos una comunidad con los muertos. Estos siguen actuando
en nosotros a través de las palabras que se dijeron. Y entre todos
soñamos un poderoso sueño colectivo que llamamos la literatura.
Cuando nada concuerda, repite la experiencia del Senador Buddenbrook
en el libro de Thomas Mann. Es el retorno a unos autores que alentaron
las búsquedas y los propósitos de una generación concebida en medio del
frenesí de la segunda guerra mundial, y que empezó a expresarse (y a
escribir y a leer que era lo único que de veras queríamos) al cierre de
los años cincuenta, de una generación mal aperada con la carga espesa de
la náusea existencialista versión Sartre, con la noción del absurdo
según la idea del absurdo del judío Franz Kafka, y con los escrúpulos
derivados de la intrincada reflexión sobre la existencia de un desolador
teólogo danés llamado Sören Kierkegaard. Una generación para la cual la
conciencia de la perdidumbre fue el único honor, para la cual había una
sola manera de mantener la dignidad en el reconocimiento del extravío,
para la cual la palabra podrido fue la más querida de todas, y que
atrabiliaria, sacrílega, procaz, desafiante y poética, y cómica también,
mientras la humanidad se destrozaba, laboraba y compraba, se empeñó en
permanecer al margen de las actividades económicas, prácticas y
mecánicas de sus contemporáneos, decidida a vivir la vida si era
imposible comprenderla, en una pequeña ciudad suramericana situada a
medio camino entre el infierno y el limbo, aromada de orquídeas,
sembrada de fábricas nuevas, dominada por el anhelo de la prosperidad y
guiada de la mano del diablo a un futuro pernicioso que nosotros
augurábamos. Los curas alertaban a los feligreses contra la pequeña
horda de dandis demacrados, mientras los nadaístas ambulábamos por sus
calles con las axilas llenas de libros, las cabelleras sobre los hombros
y el aire de desazón inocultable de quienes decidieron emplearse en lo
que llamábamos el ocio creador, confiados en los milagros del verbo para
no desfallecer.
Nos sentimos dueños de una clave, cargados con un destino prometedor
de grandes cosas, aunque pareciera imposible en el miserable abandono
que traslucíamos. Aunque fuera una pretensión inhumana en la pequeña
ciudad andina y anodina que no alcanzaba al millón de habitantes, y en
un grupo de muchachos de las clases medias medias, hijos de familias
recién arribadas de las aldeas de la periferia en busca de protección
contra violencias seculares recrudecidas o atraídas por los hechizos de
la luz eléctrica y los espejismos del incipiente desarrollo industrial.
Un exestudiante de derecho que después de asomarse a la política había
salido asqueado y magullado y a quien agobia la idea del suicidio; un
par de exseminaristas que gozaban repasando las memorias aún frescas de
las aulas benditas, los incensarios, las procesiones, las liturgias, el
oficio de tinieblas, el dies irae; un panadero de veinte años que
ahorraba para comprar un caballo; el director de la revista de
circulación interna de una textilera donde registraba los onomásticos y
los matrimonios de los trabajadores y los bautizos de sus vástagos; un
exsoldado que había aprendido a fumar marihuana en el ejército y gastaba
corbatas de seda, y un visitador médico, el novio de una florista
hipocondríaca de cara blanca y voz blanca que parecía presagiar un
desmayo cuando hablaba abriendo los ojos de un violeta pálido. Su novio
la llamaba con afecto, La Lora. Y ya debe estar tan muerta y desplumada
como su Romeo.
La inquietud atrajo pronto una corte de personajes disímiles al
círculo, acosados por la misma soledad, e idénticos desconciertos y
esperanzas. Un agrónomo que fumaba cigarrillos Camel como si se fueran a
acabar y que dedicaba odas a Marta Traba y adoraba una novela, El
hombrecito de los gansos, de Jacob Wassermann; un arquitecto y su mujer
en cuya casa nos reuníamos a descifrar los poemas de León de Greiff
(tango vos pandero mío, tango vos si pienso en al) y a escuchar las
obras juveniles de Mozart y las canciones de Juliette Greco la baladista
de los bares de los existencialistas de París; y Chalupín, el payaso
nacional entonces, un hombre estentóreo de vientre arzobispal cuya nariz
recordaba las remolachas. Y luego la insólita capilla contaminó el país
entero, comenzando por Cali, Manizales y Pereira, y provocó
levantamientos fraternales a lo largo y ancho de Latinoamérica desde
Méjico hasta la Patagonia, en Venezuela, Ecuador, Nicaragua y Guatemala.
Las librerías no abundaban en Medellín. Y las pocas que abrían eran a
lo sumo unos establecimientos modestos atendidos por idealistas
chiflados, cojos de cobartines rojos con pepas blancas y jorobados
imperceptibles y tímidos de solemnidad como Amílcar Osorio. Pero estaban
bien surtidas por las florecientes industrias editoriales de Méjico y
Argentina. Sur, Losada, Sudamericana y el Fondo de Cultura Económica
empezaban a publicar la gran literatura europea y norteamericana y los
textos teóricos que marcaron el siglo. El dinero no nos sobraba, pero
nosotros nos las arreglábamos para hacernos a los libros que queríamos o
que necesitábamos, sustrayéndolos a veces bajo los faldones de las
camisas o robándolos de los estantes de la recién fundada Biblioteca
Pública Piloto que los inquisidores de la curia arquidiocesana
expurgaban periódicamente de todos modos. Y enervados con los torrentes
de café negro que consumíamos en aquellas tabernas municipales que ya no
existen y que jamás han de volver, los discutíamos y recreábamos con la
ilusión de encontrar un sentido en las negruras de apariencia
insalvable y en las áureas expectativas que nos habían tocado por
herencia aunque no las habíamos pedido. Nuestros padres gozaron al
fabricarnos, protestamos con incierto rencor. Inventamos juegos contra
el tedio aldeano. Cómo se llamaban los perros de Jean, la señora de
John, en Lolita de Nabokov. Cavall y Melampo. Cómo se llamaban las islas
que menciona Lawrence Durrell en Limones Amargos. Pantocratóras y
Paleocastrista. Qué significado tiene el autodidacta en La náusea de
Sartre. Oscar Wilde dijo que la muerte de Lucien Rubempré, el personaje
de Balzac, había sido el gran drama de su vida. Nosotros nos enamoramos
como perdidos de Justine unos, y otros de Melisa, heroínas del Cuarteto
de Alejandría de Durrell, y recitábamos de memoria trechos de los
cuentos de Franz Kafka que mereció el honor de una cita en el primer
manifiesto que publicamos, (no desesperes ni siquiera por el hecho de
que no desesperas: cuando todo parece terminado, surgen nuevas fuerzas:
eso significa que vives), junto a unos pájaros de Mallarmé, pájaros
ebrios de existencia entre la espuma y el infinito. Eclécticos, abiertos
a todas las influencias, hambrientos de belleza, de rumbos y de
significado. Hartos de todo y decepcionados de todo, y llenos de una
difusa esperanza también, imprescindible en el comienzo del camino de la
vida.
Los demás hacían niños, violaban niños, coronaban reinas, asistían a
conciertos, se reunían en congresos, pactaban combates de boxeo,
disparaban cohetes, hablaban de sombreros, comparaban sus automóviles.
Nosotros leíamos. Desde la felicidad a veces, y a veces desde lo que
llamamos trágicamente la conciencia desdichada. Apartados y altivos, y
orgullosos del privilegio de percibir las emanaciones que difundía el
cadáver de Dios sobre un planeta que comenzaba a marchitarse, al penoso
presentimiento de la catástrofe inminente de la Historia que
anunciábamos le encimamos sin cinismo la opaca superioridad de
experimentar el divino abandono, que expresábamos en prosas radiantes y
en versos voluntariosamente sórdidos y a veces inextricables que aún no
fueron bien valorados. Nosotros dos éramos el más oscuro yacimiento de
palabras, agua podrida de cualquier florero, cóncava placenta de los
vicios. Escribió Alberto Escobar en un poema, Los sinónimos de la
angustia, aparecido en la primera antología del movimiento. Gonzalo
Arango probó una nueva manera del elogio amoroso: eres el horno donde
amaso mis panes de mala calidad. Amílcar Osorio clamó escandalizando las
convenciones: Adolescentes, golpead vuestros puños en mi pecho. Y
escribía epigramas de entonaciones griegas como: un joven solo vale un
talento: el de su amante, que preocupaban a su homofóbico padre, un
dentista empírico de cincuenta años y grandes manos peludas como garras.
Los textos carecían de eso que llaman color local. Desconfiados del
nacionalismo literario, de la literatura al uso sobre campesinos
problemáticos y alcaldes conservadores y pendencieros, los obispos de
nuestros relatos no eran alegóricos de una opresión. Eran a lo sumo
elementos plásticos del paisaje con sus devocionarios de pastas negras y
cantos dorados como los de los cuentos de Amílcar Osorio. Nuestros
materiales no tenían origen en lo que Gabriel García Márquez llamó más
tarde la cultura popular, sino en las desazones propias de la vida
urbana y obedecían más a la lógica de los síntomas de una enfermedad del
espíritu a punto de universalizarse que a las preceptivas del
regionalismo refinado que vino a reemplazar la vieja literatura
costumbrista. Nosotros, así lo dijimos, escribíamos para los hijos de
los astronautas. Los problemas que nos planteábamos presentaban una cara
más extraña y perentoria. Preguntábamos por el significado de la
existencia en una Tierra que, perdida el alma que le había servido de
soporte, cabeceaba entre estrellas caóticas. Y por qué había cosas y no
más bien nada. Y por qué nos enamoramos de una persona con exclusión de
todas las demás. Y por qué andan juntos la soledad y el amor. Y el poder
y el fracaso. Poco nos importaban los asuntos del terruño, ni la
literatura de nuestros compatriotas, y por una desconfianza incurable la
emprendimos contra los escritores consagrados entonces como Eduardo
Carranza y como Eduardo Caballero Calderón y Manuel Mejía Vallejo, el
novelista más vistoso de la parroquia aquellos días aciagos y felices.
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