31.7.13

El entierro de la posmodernidad

Se cumplen 30 años de la publicación de La era del vacío, de Gilles Lipovetsky, un texto que revivió El individualismo narcisista. Sin embargo, esa revolución fue desautorizada hasta por su propio creador

Pensamiento seductor. El optimismo de Lipovetsky resultaba desmedido e hipnótico; era irresistible./revista Ñ

Presenciaban un funeral. Los enterados lo sabían, lo intuían. Si el arquitecto Charles Jencks había hecho coincidir el nacimiento de la posmodernidad con la demolición del complejo habitacional Pruitt-Igoe, en julio de 1972, nada impedía que los escasos testigos juraran sobre la misma vara de arbitrariedad que esa noche de octubre de 2004 la posmodernidad recibía una última palada de tierra. El lugar era el patio en penumbras de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. El filósofo y sociólogo francés Gilles Lipovetsky estaba aquí para dictar un seminario empresarial. De sopetón se había organizado una conferencia en la casa de estudios del barrio de Caballito y las aulas que se ajustaban a los requerimientos estaban ocupadas. Se improvisó en el patio. Había ruidos, gritos de gente que pasaba o que tomaba el fresco; vaho de tabaco, marihuana y cerveza; la iluminación se reducía a dos o tres lamparitas. Pero la noche primaveral era agradable, tanto que el entonces decano Félix Schuster propuso bautizar al lúgubre espacio como “el patio de la filosofía”. Por supuesto, toda la escena resultaba triste y lamentable. El clima de velorio pueblerino se palpaba en el aire.
Dos décadas antes de su charla en el patio de la filosofía, en 1983, Lipovetsky había publicado La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo . Se trataba de una colección de textos que se remontaban hasta 1979 y que articulaban una misma idea: el capitalismo moderno había provocado una complicada ruptura en el mundo occidental y había conducido a una sociedad individualista, risueña, cool, respetuosa de las diferencias e irrespetuosa de las jerarquías, ávida de identidad, apática y narcisista, escéptica de los grandes relatos y de los corsés ideológicos, emancipada de los centros y de las represiones, desenfadada, irónica, nostálgica, consumista, ligera, en fin, posmoderna. El optimismo de Lipovetsky resultaba desmedido e hipnótico; era irresistible. La sociedad capitalista occidental –parecía decir La era del vacío – se había transformado en la aldea de los Pitufos. Las personas eran simultáneamente iguales y diferentes (Pitufo Poeta, Pitufo Gruñón, Pitufo Goloso, Pitufo Genio, Pitufo Fortachón...); remarcaban su universalidad al expresar su individualidad y confirmaban su individualidad al reconocerse como sujetos universales. Y al final del día todos cantaban y bailaban alegres por el bosque. Si el embajador de la modernidad era Conan el Destructor, el representante de la posmodernidad era Forrest Gump.
El libro fue un éxito inmediato y Lipovetsky no se detuvo. Le siguieron dos trabajos que completaron su trilogía: El imperio de lo efímero , de 1987, y El crepúsculo del deber , de 1992. La descripción más fidedigna de la sociedad posmoderna que retrataban estos libros podía encontrarse en un artículo publicado en la edición en español de Selecciones del Reader’s Digest de febrero de 1980, titulado “Mitos sobre la menopausia” y firmado por una tal Alice Lake. “Temido durante mucho tiempo como el punto de partida de crisis emocionales y decadencia física, este cambio natural puede anunciar los mejores años en la vida de una mujer”, podía leerse en el artículo. “Estoy tan contenta de no tener que menstruar que podría ponerme a bailar de alegría”, decía una mujer; “al fin me siento a mis anchas”, agregaba una segunda. Era otro giro en la historia de la cultura occidental; el capitalismo había dado una nueva vuelta de tuerca a sus presupuestos aceptados a fin de mantenerse a flote, a fin de adaptar a todo el mundo al ritmo de su baile. En La serpiente emplumada , la novela de D. H. Lawrence publicada en 1926, en tiempos de modernidad y de empresarios que actuaban como Conan el Bárbaro, la irlandesa Kate Leslie cumplía cuarenta años. Es un golpe, se decía Kate, traspasar una línea divisoria. “A este lado estaba la juventud, la espontaneidad y la ‘felicidad’. Al otro lado había algo diferente: reserva, responsabilidad, cierto rechazo de lo ‘divertido’”. Tengo cuarenta años, se repetía Kate, he pasado la mitad de mi vida, la mitad brillante y cargada de flores y amor; ahora viene la mitad negra y vacía, la mitad que acaba irremediablemente en una tumba. Luego de la página brillante se extiende la página oscura: “¿Cómo escribir en una página tan profundamente negra?”.
No había que hacerlo, y en tal caso, cuando las mujeres bailaban de alegría por la llegada de la menopausia, ya existían marcadores fluorescentes que tan bonitos trazos dejaban sobre fondo negro. En la sociedad posmoderna de Lipovetsky, donde la juventud no era una edad sino un concepto, una idea, un valor de uso que se definía por su valor de cambio, jóvenes eran aquellos que aceptaban su juventud como hecho de mercado y principio simultáneo de identidad y alteridad. Liberadas de la menopausia, de la responsabilidad de cuidar niños pequeños, de la dependencia económica, de los empleos mal pagos destinados a hacer carrera, de la necesidad misma de hacer carrera, las personas de cuarenta años no representaban una sombra de la juventud sino su consumación; eran su vanguardia, y frente a ellas se erigía todo un nuevo mercado que cosificaba esta recién ganada libertad.
Y así, con todo lo demás: ya nadie rechazaba lo divertido ni se andaba con reservas. Ante cada no, Lipovetsky interponía un sí; ante cada sí, sonreía. Las mujeres que celebraban la llegada de la menopausia respondían a un intrincado nuevo orden político y social en el que ya nada podía tomarse con seriedad (“al eliminar todo lo que parece serio –la seriedad, como la muerte, parece considerarse actualmente un tabú– la moda liquida las últimas secuelas de un mundo crispado y disciplinario”). La mirada de Lipovetsky era europea, y ante todo, francesa: quince años después todavía trataba de entender el Mayo del 68, ese “movimiento laxo y relajado”, “la primera revolución indiferente”. El mundo había seguido su marcha pero esas consignas habían quedado flotando en el aire. Todos las respiraban. “El mundo se compone de una masa de gente y unos pocos individuos”, se lamentaba Kate en la década de 1920. “La cultura posmoderna es un vector de ampliación del individualismo”, le respondía Lipovetsky. Ahora, para componer el mundo, había que ratificar la condición de individuo.
En octubre de 2004, en el patio de la filosofía, todo aquello parecía una profecía truncada y a la vez cotidiana. Muchas observaciones de Lipovetsky se habían convertido en sentido común, en prácticas mundanas desapercibidas, pero con el siglo XXI se había producido un cambio de época: ya no se celebraba la indiferencia y la liviandad aunque la indiferencia y la liviandad siguieran siendo las pasiones que gobernaban.
La era del vacío ya se había vuelto un libro de lectura culposa; pocos se atrevían a admitir con qué fruición lo habían leído y saqueado. Lipovetsky se cruzó de brazos. Dijo que el concepto de “posmodernidad” era falso, un invento. Propuso uno nuevo: “Hipermodernidad”. Pero aquella noche, en ese espacio sombrío, los enterados pudieron estar seguros de que contemplaban un entierro antes que un nacimiento.

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