Se cumplen 30 años de la publicación de La era del vacío, de Gilles Lipovetsky, un texto que revivió El individualismo narcisista. Sin embargo, esa revolución fue desautorizada hasta por su propio creador
Pensamiento seductor. El optimismo de Lipovetsky resultaba desmedido e hipnótico; era irresistible./revista Ñ |
Presenciaban un funeral. Los enterados lo sabían, lo intuían. Si
el arquitecto Charles Jencks había hecho coincidir el nacimiento de la
posmodernidad con la demolición del complejo habitacional Pruitt-Igoe,
en julio de 1972, nada impedía que los escasos testigos juraran sobre la
misma vara de arbitrariedad que esa noche de octubre de 2004 la
posmodernidad recibía una última palada de tierra. El lugar era el patio
en penumbras de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. El
filósofo y sociólogo francés Gilles Lipovetsky estaba aquí para dictar
un seminario empresarial. De sopetón se había organizado una conferencia
en la casa de estudios del barrio de Caballito y las aulas que se
ajustaban a los requerimientos estaban ocupadas. Se improvisó en el
patio. Había ruidos, gritos de gente que pasaba o que tomaba el fresco;
vaho de tabaco, marihuana y cerveza; la iluminación se reducía a dos o
tres lamparitas. Pero la noche primaveral era agradable, tanto que el
entonces decano Félix Schuster propuso bautizar al lúgubre espacio como
“el patio de la filosofía”. Por supuesto, toda la escena resultaba
triste y lamentable. El clima de velorio pueblerino se palpaba en el
aire.
Dos décadas antes de su charla en el patio de la filosofía, en 1983, Lipovetsky había publicado La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo
. Se trataba de una colección de textos que se remontaban hasta 1979 y
que articulaban una misma idea: el capitalismo moderno había provocado
una complicada ruptura en el mundo occidental y había conducido a una
sociedad individualista, risueña, cool, respetuosa de las diferencias e
irrespetuosa de las jerarquías, ávida de identidad, apática y
narcisista, escéptica de los grandes relatos y de los corsés
ideológicos, emancipada de los centros y de las represiones,
desenfadada, irónica, nostálgica, consumista, ligera, en fin,
posmoderna. El optimismo de Lipovetsky resultaba desmedido e hipnótico;
era irresistible. La sociedad capitalista occidental –parecía decir La
era del vacío – se había transformado en la aldea de los Pitufos. Las
personas eran simultáneamente iguales y diferentes (Pitufo Poeta, Pitufo
Gruñón, Pitufo Goloso, Pitufo Genio, Pitufo Fortachón...); remarcaban
su universalidad al expresar su individualidad y confirmaban su
individualidad al reconocerse como sujetos universales. Y al final del
día todos cantaban y bailaban alegres por el bosque. Si el embajador de
la modernidad era Conan el Destructor, el representante de la
posmodernidad era Forrest Gump.
El libro fue un éxito inmediato y Lipovetsky no se detuvo. Le siguieron dos trabajos que completaron su trilogía: El imperio de lo efímero , de 1987, y El crepúsculo del deber
, de 1992. La descripción más fidedigna de la sociedad posmoderna que
retrataban estos libros podía encontrarse en un artículo publicado en la
edición en español de Selecciones del Reader’s Digest de febrero de
1980, titulado “Mitos sobre la menopausia” y firmado por una tal Alice
Lake. “Temido durante mucho tiempo como el punto de partida de crisis
emocionales y decadencia física, este cambio natural puede anunciar los
mejores años en la vida de una mujer”, podía leerse en el artículo.
“Estoy tan contenta de no tener que menstruar que podría ponerme a
bailar de alegría”, decía una mujer; “al fin me siento a mis anchas”,
agregaba una segunda. Era otro giro en la historia de la cultura
occidental; el capitalismo había dado una nueva vuelta de tuerca a sus
presupuestos aceptados a fin de mantenerse a flote, a fin de adaptar a
todo el mundo al ritmo de su baile. En La serpiente emplumada
, la novela de D. H. Lawrence publicada en 1926, en tiempos de
modernidad y de empresarios que actuaban como Conan el Bárbaro, la
irlandesa Kate Leslie cumplía cuarenta años. Es un golpe, se decía Kate,
traspasar una línea divisoria. “A este lado estaba la juventud, la
espontaneidad y la ‘felicidad’. Al otro lado había algo diferente:
reserva, responsabilidad, cierto rechazo de lo ‘divertido’”. Tengo
cuarenta años, se repetía Kate, he pasado la mitad de mi vida, la mitad
brillante y cargada de flores y amor; ahora viene la mitad negra y
vacía, la mitad que acaba irremediablemente en una tumba. Luego de la
página brillante se extiende la página oscura: “¿Cómo escribir en una
página tan profundamente negra?”.
No había que hacerlo, y en tal
caso, cuando las mujeres bailaban de alegría por la llegada de la
menopausia, ya existían marcadores fluorescentes que tan bonitos trazos
dejaban sobre fondo negro. En la sociedad posmoderna de Lipovetsky,
donde la juventud no era una edad sino un concepto, una idea, un valor
de uso que se definía por su valor de cambio, jóvenes eran aquellos que
aceptaban su juventud como hecho de mercado y principio simultáneo de
identidad y alteridad. Liberadas de la menopausia, de la responsabilidad
de cuidar niños pequeños, de la dependencia económica, de los empleos
mal pagos destinados a hacer carrera, de la necesidad misma de hacer
carrera, las personas de cuarenta años no representaban una sombra de la
juventud sino su consumación; eran su vanguardia, y frente a ellas se
erigía todo un nuevo mercado que cosificaba esta recién ganada libertad.
Y
así, con todo lo demás: ya nadie rechazaba lo divertido ni se andaba
con reservas. Ante cada no, Lipovetsky interponía un sí; ante cada sí,
sonreía. Las mujeres que celebraban la llegada de la menopausia
respondían a un intrincado nuevo orden político y social en el que ya
nada podía tomarse con seriedad (“al eliminar todo lo que parece serio
–la seriedad, como la muerte, parece considerarse actualmente un tabú–
la moda liquida las últimas secuelas de un mundo crispado y
disciplinario”). La mirada de Lipovetsky era europea, y ante todo,
francesa: quince años después todavía trataba de entender el Mayo del
68, ese “movimiento laxo y relajado”, “la primera revolución
indiferente”. El mundo había seguido su marcha pero esas consignas
habían quedado flotando en el aire. Todos las respiraban. “El mundo se
compone de una masa de gente y unos pocos individuos”, se lamentaba Kate
en la década de 1920. “La cultura posmoderna es un vector de ampliación
del individualismo”, le respondía Lipovetsky. Ahora, para componer el
mundo, había que ratificar la condición de individuo.
En octubre
de 2004, en el patio de la filosofía, todo aquello parecía una profecía
truncada y a la vez cotidiana. Muchas observaciones de Lipovetsky se
habían convertido en sentido común, en prácticas mundanas
desapercibidas, pero con el siglo XXI se había producido un cambio de
época: ya no se celebraba la indiferencia y la liviandad aunque la
indiferencia y la liviandad siguieran siendo las pasiones que
gobernaban.
La era del vacío ya se había vuelto
un libro de lectura culposa; pocos se atrevían a admitir con qué
fruición lo habían leído y saqueado. Lipovetsky se cruzó de brazos. Dijo
que el concepto de “posmodernidad” era falso, un invento. Propuso uno
nuevo: “Hipermodernidad”. Pero aquella noche, en ese espacio sombrío,
los enterados pudieron estar seguros de que contemplaban un entierro
antes que un nacimiento.
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