Más allá de El Decamerón, queda otro Boccaccio Con sus obras latinas abrió camino a los humanistas del Renacimiento
Edición de El Decamerón de 1573./elpais.com |
Los lectores actuales identifican a Boccaccio como el autor de El Decamerón,el
gran fabulador de relatos eróticos y pícaros, indudable pionero de la
novelística europea. Pero queda otro Boccaccio, que con sus obras
latinas abrió camino a los humanistas del Renacimiento. Y convendría no
olvidarlo ahora al celebrar el séptimo centenario de su nacimiento.
Me refiero al autor de la gran enciclopedia mitológica sobre los
dioses y héroes antiguos, ese extenso y doctísimo repertorio, en quince
libros, en el que trabajó durante sus últimos veinticinco años, titulado
Genealogia deorum gentilium y publicado al fin de sus días, de
asombrosa difusión e influencia durante los dos siglos siguientes.
Recibió el encargo de escribir ese vademecum sobre “los dioses de los
gentiles” del rey de Chipre, Hugo IV de Lusignan, hacia 1350, y lo dejó
concluido hacia 1375. En tal empeño fue alentado también por su gran
amigo Petrarca, y logró concluir esa amplia y magnífica recuperación de
la herencia mítica del paganismo, concebida no sólo como un prodigio de
erudición, sino, ante todo, como un rescate de la gran narrativa poética
de los antiguos, no ya mensaje teológico sino una incomparable fiesta
de la fantasía.
En su torrencial prosa latina quiso reconquistar el encanto de los
antiguos mitos y lo hizo con inusitado fervor hacia ese mundo pagano,
despreciado por los clérigos medievales. En el admirable Libro XIV
reivindica con vivo entusiasmo el valor de la poesía para la vida y el
conocimiento del mundo, adelantándose al Humanismo.
Todo el fervor pagano del Renacimiento lo anuncia ya Boccaccio a
través de su manifiesta simpatía hacia la poesía que pervive en los
mitos antiguos. Él fue además, recordémoslo, el primero en lograr leer
en Occidente, tras muchos siglos de desconocimiento, La Odisea y La Ilíada
de Homero, traducidas a petición suya por un turbio monje bizantino, y
pudo enorgullecerse de inaugurar el contacto con esos textos aurorales.
Fue también Boccaccio quien descubrió en la abadía de Monte Casino los
primeros manuscritos de Apuleyo y de Tácito, entre otros.
Desde 1461 el amigo de Petrarca no escribió novelas en su vivaz italiano, sino doctos textos en latín: la Genealogia
y un par de obras menores. Pero, evidentemente, este otro es el mismo:
el inaugurador de la novelística en lengua vulgar, el escritor de El Decamerón, la Fiammetta y el Corbaccio,
que, algo más viejo, contempla el mundo humano desde su atalaya con
renovado vigor poético y vuelve su mirada hacia los mitos clásicos. Más
allá de las distintas lenguas y diversos temas, el autor mundano y
satírico novelista y el erudito latinista no dejan de ser un mismo y
único y genial Boccaccio. Es fácil ver un eje común entre una y otra
etapa: el inagotable amor a la fantasía narrativa, lo que Goethe llamaba
Lust zu fabulieren.
La admiración y la deuda de nuestra literatura europea hacia
Boccaccio, estupendo narrador y temprano humanista, resulta, por tanto,
doble.
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