Cartel oficial de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2011. México. foto:archivo.fuente:elpais.comEs una feria, una celebración del libro, contacto íntimo con lo literario. Un visitante que ha estado en las 25 ediciones cuenta su transformación
A mí, tan luego, hablarme de la FIL. He asistido a las 24 ferias que se han realizado en Guadalajara y asistiré a la de este año, que será la número 25. Comencé como alumno en los talleres infantiles, sentado sobre el piso de cemento de las primeras ferias (y que no pasó a ser alfombrado sino en 1995). En salones alzados de la nada con tablas, en los que se oía de todo menos al conferenciante en turno, atestigüé mi primera presentación de libro en la vida y obtuve mi primer ejemplar firmado (Gazapo, de Gustavo Sáinz, en 1991). Entre 1997 y 2008 cubrí la FIL como periodista y la asistencia pasó de 300.000 a casi medio millón de personas. Me casé durante el último día de actividades de la feria, en 2001, para no entorpecer la cobertura del diario en que trabajaba. Mi hija mayor hizo su recorrido inaugural por esos pasillos en 2002.
El manuscrito de El buscador de cabezas, mi debut en la novela, cayó en manos de Álvaro Enrigue, quien por entonces trabajaba en el Fondo de Cultura Económica, en la FIL de 2004. Enrigue no podía publicarme pero cometió la excentricidad de buscarme editor. Firmé contrato en la feria de 2005 y en esa misma edición me aplaudió en público, por primera vez, alguien que no me conocía desde los pañales. He asistido, a lo largo de 25 años, a más de 350 actividades y trepado a escena, a presentar libros ajenos o perorar sobre los propios, casi cuarenta veces. He entrevistado a cien autores y consumido una milla náutica de tequila, vodka, whisky, vino tinto y cerveza en los cócteles editoriales nocturnos. La historia también registra que bailé merengue en compañía del admirable cuentista Francisco Hinojosa, por motivos nunca dilucidados, en la edición de 2009.
De la FIL he obtenido, por medios legales o ilícitos (no me persigan más, aquello ya pasó), más de mil libros de todo tipo. Por ella me hice lector devoto; por ella, y al calor de las charlas memorables de algunos iluminados o las deplorables de ciertos idiotas, supe que quería ser escritor y elegí el tipo exacto de plumífero que aspiraba a ser. Total, si la feria se incendiara un día -no lo quiera el destino-, uno de los pocos fulanos que escaparían con vida iba a ser yo, que me he estado actualizando sobre las rutas de evacuación desde 1998. Mi paso de escolar uniformado a escritor cuyos libros se presentan y venden en la FIL es la historia del tipo que a fuerza de sentarse a ver el circo, una y otra vez cada verano, y a fuerza de admirar al domador, execrar al payaso, relamerse con la trapecista y aterrarse con el león, termina por colarse en uno de los vagones y escaparse con él.
Para quien padezca la desdicha de no haberla visitado, valga aclarar que la FIL es, por sí misma, una ciudadela. Una villa efímera de concreto y cristal, con trazas de bazar, que se establece diez días por año, y en cuyas tripas se alargan los pasillos con tenderetes de toda clase, que ofertan las novedades editoriales de moda o los clásicos y que abarcan lo mismo la "filosofía" de Steve Jobs y compañía o la de los camaradas Mao Zedong y Malcolm X.
Nacida bajo augurios de fenecimiento inevitable en 1987, con sólo 38 editoriales invitadas, la FIL hoy día se extiende a lo largo de 26.000 metros cuadrados, con dos mil sellos editoriales de 42 países presentes y una audiencia que rebasó las 600.000 personas en 2010. Una parvada de 1.700 periodistas reporta las peripecias de los 18.000 profesionales del libro reunidos (escritores, editores, libreros, agentes, traductores, compradores...) y lo que acontece en los 50 foros literarios y 22 académicos, la entrega de 14 galardones diferentes, las 90 actividades artísticas, las casi quinientas presentaciones de libros anuales. Hablamos, pues, de un Brontosaurio editorial.
Pero la FIL no es sólo un encuentro como los de Fráncfort o Londres (y la principal feria del idioma, como no les gusta recordar a sus similares en Argentina y España). Es, ante todo, un carnaval. En salones casi siempre colmados (gracias a la presencia de alumnos de la Universidad de Guadalajara, cuyos profesores han convertido en rutina la obligación de ir, cuando menos, a una presentación por año), en corredores donde se dificulta avanzar por las ingentes cantidades de conocidos que aparecen, y que van del vecino a la ex novia y del profesor de bachillerato a Carlos Fuentes; en cócteles repletos de escritores de toda calaña, figurones, cortesanos, novatos y resentidos; en los indiscretos maridajes de notables de la farándula con sus colegas literarios y políticos que se dan el lobby del vecino hotel Hilton -secreto corazón del circo-, la FIL alcanza, a fuerza de ambiciones cruzadas, de brillantez y belleza, pero también de fealdades y vilezas inconmensurables, las proporciones plásticas y dramáticas de una mascarada renacentista.
Para Guadalajara, la tierra que la alberga, la feria es un ciudadano querido pero incómodo. Pese a que los cálculos oficiales de la "derrama" económica que deja a la ciudad rondan los 30 millones de dólares, y pese a la felicidad anual que representa para hoteleros y restauranteros, menudean las voces críticas. En una ciudad sin editoriales y con menos de cincuenta librerías, con un promedio mediocre de lectura en un país donde no se lee casi nada (1,1 libros anuales, cuando la media nacional es de 1,5), la feria es, necesariamente, un chipote descomunal. El Everest en mitad de un páramo. El gasto económico y humano que la Universidad de Guadalajara debe hacer en cada edición (si la feria no crece notoriamente cada año, la percepción general sería que se achica) no es bien visto por algunos, en un clima político enrarecido por las dificultades financieras y la omnipresencia del crimen organizado.
Lo cierto es que tres generaciones de escolares y universitarios locales han visto desfilar ante así y aplaudido a los nobeles y los genios: García Márquez, Saramago, Vargas Llosa, Gordimer, Le Clézio, Derek Walcott, Pamuk, Herta Müller, Golding, Toni Morrison, Fonseca, Amis, Rushdie (con escolta de Scotland Yard), Marsé, Ellroy, Vila-Matas, Goytisolo, Calasso, además de la práctica totalidad de los latinoamericanos de relevancia durante el último cuarto de siglo (con excepciones dolorosas: Bolaño y Fogwill murieron sin asistir). No: no todos los niños que pasan por los talleres terminarán convertidos en lectores. Y pocos entre ellos podrán decir un día que escaparon con el circo, así sea rugiendo como leones. Pero lo seguro es que desde el momento en que comenzaron a contárnoslo, en aquel piso de cemento de 1987, el de la FIL ha sido un cuento fascinante.
El mayor escaparate en español
- La 25ª feria Internacional del Libro de Guadalajara será del 26 de noviembre al 4 de diciembre. Estará abierta para el público el 26 y el 27 de noviembre y del 1 al 4 de diciembre. Entre el 28 y el 30 de noviembre, solo para profesionales. En 2010 la visitaron 609.000 personas. -
-17.700 profesionales y 800 editoriales exhibirán su catálogo desplegados en 26.000 metros cuadrados. Asistirán más de 200 escritores. -
-Alemania es el invitado y la literatura latinoamericana menos conocida tendrá un tratamiento especial con los 25 secretos.
- Los premios Nobel Herta Müller y Mario Vargas Llosa dialogarán el 27 de noviembre. -
-Fernando Vallejo recibirá el Premio FIL.
- Se celebrará un Encuentro Internacional de Cuentistas, con presencia de escritores como Fernando Iwasaki, Marcos Giralt Torrente o Peter Stamm.
- Habrá eventos especiales con la literatura de Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Corea, las letras españolas representadas por Galicia, País Vasco y Castilla y León. Además estará el salón de los ilustradores. E. S.
Antonio Ortuño (Guadalajara, México, 1976) es autor de La Señora Rojo (Páginas de Espuma) y Recursos humanos (Anagrama), entre otros libros, ha participado en el libro de relatos Mi madre es un pez (Libros del Silencio, 2011) y ha publicado recientemente en México la novela Ánima (Mondadori).
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