5.11.11

La gente del estilo

Hace unos días, en la Universidad Nacional, se llevó a cabo la presentación en sociedad de un gremio curioso
Juan Gabriel Vásquez reflexiona sobre una actividad esencial de todo escritor: la corrección. foto:archivo.fuente:elespectador.com

La Asociación Colombiana de Correctores de Estilo —informaba un artículo de este periódico— era un atrevimiento radical que no se hubiera dado sin otros atrevimientos anteriores: primero, la simple reunión de varios de esos individuos obsesionados por la pulcritud de un texto; segundo, la apertura, fundada en esa obsesión, de un par de cursos universitarios. La idea subyacente, como es apenas obvio, es la vindicación de este oficio esencial en un mundo que lleva siglos menospreciándolo. Esto no es raro: la literatura en las lenguas latinas se ha distinguido siempre por esa rara divinización del autor, y es por eso que en nuestros países la escala más baja de la pirámide editorial está ocupada por quienes trabajan con el texto recibido: lectores editoriales, traductores, correctores. Yo me he desempeñado en cada uno de esos rubros en algún momento de mi vida, así que hablo con conocimiento de causa; y si bien aquellos años me dejaron enseñanzas sin cuento, estoy convencido de que un mundo más justo les pagaría mejor a quienes llevan a cabo esas tareas sagradas.

Hablé antes de la divinización del autor: me refiero a la noción latina de que la novela que llega a una editorial —sobre todo si quien la firma es un autor de trayectoria— es un texto invulnerable e inmejorable, en parte porque ha sido dictado por la inspiración o el genio. Semejante tontería no existe en los países anglosajones, donde la entrega del manuscrito es apenas el comienzo de un largo proceso en que el editor sugiere, modifica, corrige, critica, repudia, admira, y el resultado, después de muchas peleas, es un libro mejor o más claro o con menos falencias que el manuscrito entregado. No es gratuito que varios grandes novelistas acaben con frecuencia dedicando novelas a sus editores (Don DeLillo a Gordon Lish; Philip Roth a Veronica Geng), ni es por nada que algunas de las mejores lecciones sobre el arte de escribir ficción pueden encontrarse en las correspondencias entre los editores y los novelistas (Hemingway y Maxwell Perkins; Malcolm Lowry y Jonathan Cape). La pretensión latina es, en cambio, que los escritores entregan un manuscrito y éste, como se dice en España, va a misa.

La verdad, claro, nunca es así: un ejército de neuróticos y obsesivos —es decir, gente maravillosa— se ocupa de que el producto final incluya menos imperfecciones que antes. Son los editores (primero) y los correctores de estilo (después); son gente que, a fin de cuentas, comparte con todo escritor serio una misma obsesión: sacarle al idioma literario todo lo que el idioma puede dar. Nabokov hablaba con respeto de los correctores que peleaban una coma como si fuera una cuestión de honor (lo cual, decía Nabokov, con frecuencia era). Con gente así, que mira los signos de puntuación o la gramática o las coherencias internas de una ficción como si le fuera la vida en ello, que se trasnocha por un adverbio feo o es capaz de vender a la familia por mejorar una sintaxis, siempre me he sentido a gusto. En este país que supuestamente es de gramáticos, pero donde el "crítico literario" de las Lecturas de El Tiempo pone comas delante de los verbos, esas personas nos hacen una falta inmensa.

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