4.11.11

Turbulencia y desintegración

Las muertes de Lucian Freud y Cy Twombly, dos de los más grandes pintores del siglo XX, lleva a considerar el fin de toda una época en las artes visuales. Siendo "pintores" en el sentido tradicional lograron una figuración imprevisible, por un lado, y un desborde de la luz y el tiempo, por el otro
Anotaciones al margen. Lucian Freud y Cy Twombly. foto.fuente: Revista Ñ

Este año murieron dos de los grandes pintores del siglo veinte. Tal vez –pero deben perdonar esta banalidad subjetiva– los últimos dos. "Ultimo" es perentorio siempre; la adecuación la proporciona hoy, ahora, el sesgo impersonal o colectivo, fugaz acaso, que las obras de artes visuales adquieren en el museo instalado e intervenido en y por la realidad absoluta del presente parcial, transitorio.

Lucian Freud y Cy Twombly eran "pintores" en el sentido tradicional, lato, el que tenía la denominación a fines de la década del cincuenta, cuando nací. Dentro de esa categoría, no podían ser menos parecidos, ni las obras respectivas. Freud había desarrollado una turbulencia expresionista ligada a la tradición realista –desnudos, interiores, retratos– que paradójicamente poco debía a sus antecesores, sin romper jamás el pacto con la figuración. Frank Auerbach había desaparecido detrás del grosor de su pincelada. Bacon había descompuesto y distorsionado la imagen hasta que asomó el prefijo "neo", siempre debilitador. La perfección fotográfica de Hockney, unida a la perfección de su dibujo tan admirado por Kitaj, nos arrodilla ante Kitaj. Sin embargo, tal vez, como solía decirse alguna vez, la literatura haya morigerado la radiación de su influjo. Aunque por supuesto que pueden observarse en Lucian Freud cambios y desarrollos, la aprehensión, la asimilación de la imagen –caras, sombras, cuerpos–, es sorprendente ya en los primeros cuadros. Una concepción que parecía haberlo resuelto todo en los siglos anteriores encontraba en las pinceladas desenlaces imprevisibles, los que un dibujante exquisito como el que Lucian Freud podía revelar de acuerdo con la definición que de él diera Herbert Read: "un Ingres del existencialismo". Había que darle –y no era sólo cuestión de concentración ni de fuerza propia– el Zeitgeist, el aura, la definición de la época para arrastrar esa perfección modélica a los cuerpos arrebatados, las caras demolidas, la mescolanza sublunar que dos guerras y quién sabe cuántas cosas más sedimentaron en las facciones que entre otros y en otra esfera, el abuelo de Lucian, Sigmund, enseñó a descifrar. Había que encontrar "la puesta en escena" –todo lo que un participio deja ver– para que los volúmenes afinaran la ley de gravedad a su propio desconsuelo, a su propio desaliento: muebles desportillados, sillones rotos y esa penumbra estéril de la que se han evadido el criminal y el crimen. La variedad serial, monótonamente erótica, de interiores en ruinas.

A su vez, Twombly trabajaba en el otro extremo del arco. Concentrado hasta el punto de parecer suelto, más libre y feliz que Miró, el linaje de sus garabatos y manchas radica en escrituras embrionarias y colores que no cayeron del cielo, en colonias de criaturas fotófobas, de una sola dimensión o un solo trazo, en cardúmenes y catálogos dinámicos (y dinásticos) pensados la primera vez por Klee. Una especie de notación taquigráfica de la catástrofe, del alud y la avalancha. Las virtudes de Twombly como colorista son tan perdurables como su paleta prestidigitada, su arte de la abstinencia y la sustracción. Todo parece al revés y es su reverso: la ampliación microscópica de la desintegración del tiempo en la luz, de la luz en el tiempo. Por eso el amor por lo clásico alcanza en él un desborde que otros artistas buscaron en lo reverencial. A él le basta lo contrario: unas ramitas de sentido que son una despedida de Cátulo, una Arcadia de Poussin con los ojos cerrados, unas exequias o un rescoldo de hexámetros. Sólo él enseña a desordenar las ruinas como si fueran crayones. Nunca el propósito y la proporción parecieron estar tan de acuerdo, como si las habilitaciones por destreza pudieran irse en conjunto por una cloaca que de la obediencia disemina solo falta de imaginación. En esa naturaleza extrema que el arte en sí mismo es, la ficción trama odiseas de desplazamientos en el plano, donde el punto y la línea escriben y leen cosas distintas, como espías geométricos que nunca, con perseverancia spinoziana, se cansaran de ser. En ambos, en Freud y en Twombly, el triunfo oceánico del tiempo como voluntad y representación solicita del espacio algo que para mí sólo a los grandes artistas –a los mejores pintores– les está dado alcanzar: el invento de una especie de plataforma o pantalla perfecta en la que nos es dado ver una visibilidad ausente sin ellos.

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