El mundo de la cultura llora la desaparición en México a los 84 años del autor de Anagnórisis- Prolífico autor, fue uno de los grandes intelectuales del exilio
Durante años, adelantó a sus amigos algunos de esos libros en ediciones que él mismo imprimía y encuadernaba en casa. Esa laboriosidad era parte de la herencia de un padre republicano que quiso que sus hijos, además de estudiar, conocieran un oficio manual. No es, pues, extraño, que el hombre de letras terminara aprendiendo a tocar la flauta de forma autodidacta, a rodar -y montar- una película en el Parque del Oeste o a poner en marcha un blog activísimo cuando había sobrepasado los 80 años. Cualquiera que se sentara con él en el Café Comercial de Madrid podía comprobar que si los sabios pierden la memoria no pierden la curiosidad.
"Casi toda mi vida me he ganado la vida honestamente, o sea, no como escritor", afirmaba. Pese al infarto que lo dejó maltrecho en 2007 y el cáncer que se le manifestó después, y que ha terminado con su vida, no paraba un instante. "No tengo tiempo para no ser libre", dice uno de sus últimos versos. Alérgico a la melancolía, le gustaba calificarse de "mecanógrafo" pero lo fue todo en la literatura: de redactor jefe de la mítica revista Plural, dirigida por Octavio Paz, a premio Juan Rulfo -el más importante de Latinoamérica- pasando por traductor de Shakespeare, Nerval o Ungaretti. Fue también narrador y un brillante ensayista, una faceta poco conocida en España pero que cuenta con títulos fundamentales como Poética y profética (Fondo de Cultura Económica) -das mamotret, lo llamaba él con humor-, Recobrar el sentido (Trotta) o Miradas al lenguaje (Colegio de México).
Durante décadas Tomás Segovia escribió unos diarios que hace dos años espigó en el volumen El tiempo en los brazos (Pre-Textos). Al título de ese libro monumental lo acompaña una lista de ciudades que tiene mucho de mapa de su vida: México, Montevideo, París, Princeton, Maryland, Oakland, Rià, Madrid, Murcia, Wisconsin. "Yo no fui al exilio, a mí me llevaron", escribió para desmarcarse de lo que llamaba la "nostalgia oficial". Para él, el exilio era una condición, no un tema, ni una identidad, algo que le caracterizaba pero no le definía. "No podía hacer de un mundo perdido el centro de mi existencia", decía. "Haber pasado una infancia desarraigada, lo que me hace es no creer en el arraigo". Madrileño nacido en Valencia "por casualidad" en 1927, la vida de Segovia daría para varias películas. Nieto de uno de los primeros militantes del PSOE, el futuro escritor fue uno de los 350 niños refugiados en la Casa de España de París. Llegó allí después de repartir caldo junto a su abuela a los que huían de España, en los Pirineos. Más tarde comenzó en Casablanca un Bachillerato que terminó en el Distrito Federal. Allí se instaló su familia en 1940 y allí conviviría él con los más solitarios del destierro: Emilio Prados, Rosa Chacel, Luis Cernuda o su gran amigo, el pintor Ramón Gaya. Después de trabajar como profesor, editor y traductor en medio mundo, Segovia dejó pasar un año tras la muerte de Franco para "asomarse" a España. En 1985, se instaló en Madrid. Acompañado de su esposa, María Luisa Capella, viajaba con frecuencia a México. La última vez, estos días, para recoger un premio que compartía con el poeta Juan Gelman. Allí murió el lunes.
Decía que le interesaba más el mundo que le esperaba que el que le arrebataron. Eso sí, no dejó de luchar por la memoria de la República y de aquellos que, más que españoles o mexicanos, se sintieron ante todo exiliados. "La deuda no es con nosotros, es con ellos". Y alertaba: "Esta ausencia de la historia llevará al exilio del 39 a disiparse en el tiempo con la desaparición de los últimos de nosotros". Decía que, al contrario del petróleo, cuanto más se usa la belleza, más hay. También vale para la memoria. Quedan sus espléndidos libros, pero con él desaparece algo más que un enorme escritor.
¿Quién se niega a una naranja?
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