La publicación de una biografía escrita por James Miller y una selección de textos diversos en torno al poder del filósofo francés permiten sumergirse en el laberinto de su mente
PERDER EL ROSTRO. Ese fue un deseo confeso del autor de Las palabras y las cosas./Revista Ñ. |
No existe teoría que no sea secretamente un fragmento, celosamente
dispuesto, de una autobiografía. La diversa y compleja obra de Michel
Foucault parece no ser una excepción a esta regla intuida por Paul
Valéry. A medida que pasan los años y, por los recovecos de la veda post
mortem decretada por el filósofo, se filtran nuevos textos y nuevas
traducciones, su propio rostro también se multiplica.
Que la obra dispersa del autor de Las palabras y las cosas termine por cumplir –en la paradoja misma de la proliferación– su deseo confeso de “perder el rostro” es casi un gesto de justicia poética. Pero no son sólo los textos los que, de un tiempo a esta parte, contribuyen a corroer el fichaje, la asignación a una imagen en la sutura de un nombre. También sus biógrafos –de Didier Eribon a Sara Mills, de David Macey a Paul Veyne– han contribuido fehacientemente a deshacer los pliegues de esa captura imaginaria. Pero, sin duda, quien ha llegado más lejos en esa tarea es James Miller, el autor de La pasión de Michel Foucault. Celebrado por intelectuales como Richard Rorty y Edward Said en virtud de su audacia, su carácter provocativo y polémico, el volumen traducido recientemente por la editora chilena Tajamar devuelve una imagen compleja, móvil y dinámica del filósofo. La imagen más genuina (es decir: la menos totalitaria) es la que no esquilma lo literario: Miller lee la vida y la obra del filósofo de Poitiers como si se tratara de dar sentido a dos laberintos cuya correspondencia sólo se hace inteligible en la superposición y el montaje.
Cabe parafrasear a Borges: un hombre se propone la inmensa tarea de estudiar el poder; a lo largo de los años puebla un espacio textual de arqueologías y genealogías rigurosas; finalmente, muere apenas intuyendo que ese paciente laberinto de líneas traza una imagen monstruosa que es la de su propia cara. El poder, la verdad y el sujeto son los puntos iluminados de ese laberinto que lleva el nombre de Michel Foucault. Frente a ellos, el trabajo de Miller propone una exploración de las “zonas ciegas” de esa vida y esa obra que no duda en flirtear con el suicidio, la sinrazón, los excesos, la transgresión, la liberación de los placeres, la crueldad del crimen y la pérdida de sí.
El laberinto es la figura que mejor describe la investigación milleriana. Ante todo porque su construcción ratifica la excepcionalidad de su diseñador. Pero también porque es el símbolo inquietante de una trascendencia misteriosa: la de la presencia/ausencia del propio Foucault en la incomprensible y muerta soberanía de su saber imponente. Es esa figura de la imaginación cuya pretensión formal es la de producir perplejidad y extravío en el peregrino que en él cae cautivo.
Como Roussel, por quien prodigó una admiración singular, Foucault hizo de su obra “un laberinto personal que simultáneamente (lo) revela y oculta”. Es, en efecto, una producción plural y arisca a la tara de las determinaciones. No sólo en razón de sus profundas y abruptas transfor-maciones metodológicas; sino fundamentalmente porque sus propios “objetos” de investigación son siempre relaciones.
El laberinto son los otros. Pero la alteridad, al igual que la subjetividad, es el efecto de un tejido de relaciones de poder que se revela estrictamente constitutivo de lo real. El poder, esa “bestia magnífica” que Foucault pensó como nadie en su potencia productiva, configura y normaliza formas de vida. Compone un conjunto complejo de dispositivos cuya función y productividad sólo pueden comprenderse a través de lo que él mismo definió como “una filosofía analítica del poder”.
Foucault desplegó esa paciente y minuciosa analítica en textos capitales para la comprensión del presente, como lo son Vigilar y castigar, La voluntad de saber, Defender la sociedad y Seguridad, territorio y población. Esquirlas en la estela de esa implacable maquinaria reflexiva, los diecinueve textos reunidos en El poder, una bestia magnífica completan y complementan especialmente a los que incluye la trajinada Microfísica del poder compilada ya hace más de tres décadas.
Hasta aquí inéditas o inaccesibles en español, las entrevistas, conferencias e intervenciones traducidas por Horacio Pons y publicadas al cuidado de Edgardo Castro ofrecen –no podría ser de otro modo– una imagen móvil y parcial del laberinto Foucault. La gentileza en el criterio de edición no solapa las dificultades que la clasificación implica: los textos son desplazados de la arbitrariedad cronológica a la temática; pero la advertencia de que los temas están “siempre entrelazados” nos devuelve otra vez al laberinto.
Que la obra dispersa del autor de Las palabras y las cosas termine por cumplir –en la paradoja misma de la proliferación– su deseo confeso de “perder el rostro” es casi un gesto de justicia poética. Pero no son sólo los textos los que, de un tiempo a esta parte, contribuyen a corroer el fichaje, la asignación a una imagen en la sutura de un nombre. También sus biógrafos –de Didier Eribon a Sara Mills, de David Macey a Paul Veyne– han contribuido fehacientemente a deshacer los pliegues de esa captura imaginaria. Pero, sin duda, quien ha llegado más lejos en esa tarea es James Miller, el autor de La pasión de Michel Foucault. Celebrado por intelectuales como Richard Rorty y Edward Said en virtud de su audacia, su carácter provocativo y polémico, el volumen traducido recientemente por la editora chilena Tajamar devuelve una imagen compleja, móvil y dinámica del filósofo. La imagen más genuina (es decir: la menos totalitaria) es la que no esquilma lo literario: Miller lee la vida y la obra del filósofo de Poitiers como si se tratara de dar sentido a dos laberintos cuya correspondencia sólo se hace inteligible en la superposición y el montaje.
Cabe parafrasear a Borges: un hombre se propone la inmensa tarea de estudiar el poder; a lo largo de los años puebla un espacio textual de arqueologías y genealogías rigurosas; finalmente, muere apenas intuyendo que ese paciente laberinto de líneas traza una imagen monstruosa que es la de su propia cara. El poder, la verdad y el sujeto son los puntos iluminados de ese laberinto que lleva el nombre de Michel Foucault. Frente a ellos, el trabajo de Miller propone una exploración de las “zonas ciegas” de esa vida y esa obra que no duda en flirtear con el suicidio, la sinrazón, los excesos, la transgresión, la liberación de los placeres, la crueldad del crimen y la pérdida de sí.
El laberinto es la figura que mejor describe la investigación milleriana. Ante todo porque su construcción ratifica la excepcionalidad de su diseñador. Pero también porque es el símbolo inquietante de una trascendencia misteriosa: la de la presencia/ausencia del propio Foucault en la incomprensible y muerta soberanía de su saber imponente. Es esa figura de la imaginación cuya pretensión formal es la de producir perplejidad y extravío en el peregrino que en él cae cautivo.
Como Roussel, por quien prodigó una admiración singular, Foucault hizo de su obra “un laberinto personal que simultáneamente (lo) revela y oculta”. Es, en efecto, una producción plural y arisca a la tara de las determinaciones. No sólo en razón de sus profundas y abruptas transfor-maciones metodológicas; sino fundamentalmente porque sus propios “objetos” de investigación son siempre relaciones.
El laberinto son los otros. Pero la alteridad, al igual que la subjetividad, es el efecto de un tejido de relaciones de poder que se revela estrictamente constitutivo de lo real. El poder, esa “bestia magnífica” que Foucault pensó como nadie en su potencia productiva, configura y normaliza formas de vida. Compone un conjunto complejo de dispositivos cuya función y productividad sólo pueden comprenderse a través de lo que él mismo definió como “una filosofía analítica del poder”.
Foucault desplegó esa paciente y minuciosa analítica en textos capitales para la comprensión del presente, como lo son Vigilar y castigar, La voluntad de saber, Defender la sociedad y Seguridad, territorio y población. Esquirlas en la estela de esa implacable maquinaria reflexiva, los diecinueve textos reunidos en El poder, una bestia magnífica completan y complementan especialmente a los que incluye la trajinada Microfísica del poder compilada ya hace más de tres décadas.
Hasta aquí inéditas o inaccesibles en español, las entrevistas, conferencias e intervenciones traducidas por Horacio Pons y publicadas al cuidado de Edgardo Castro ofrecen –no podría ser de otro modo– una imagen móvil y parcial del laberinto Foucault. La gentileza en el criterio de edición no solapa las dificultades que la clasificación implica: los textos son desplazados de la arbitrariedad cronológica a la temática; pero la advertencia de que los temas están “siempre entrelazados” nos devuelve otra vez al laberinto.
La selección comprende textos de diferente tenor. Va desde los que exhiben un tratamiento general y teórico de la “cuestión del poder” a los que comprometen configuraciones específicas, como la prisión, la gestión de la vida biológica y la medicina. Y su contribución cardinal es la de echar luz sobre algunos aspectos de la última etapa de su producción teórica de Foucault, diseminada en el bruto de sus brillantes cursos del Collège de France.
La cualidad más saliente de estos textos es la manera en que Foucault liga su saber a la condición de su acción política. El pensamiento foucaultiano se despliega aquí como un work in progress. En virtud de ello, el volumen comporta un genuino testimonio de que la elaboración teórica y la modulación formal de un pensamiento suponen siempre la condición de una situación concreta y una praxis historizada.
De más está decir que la arquitectura de la analítica del poder compromete al lector en su propia trama. Lo pone en una encrucijada incómoda. Le niega la posibilidad de jugar al peregrino apático y lo exhorta a asumirse como esa bestia que se obstina en dar sentido a su propio laberinto.
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