Nadie se parecía a nadie pero todos fueron -son- escritores magistrales. El grupo del Boom era consciente de la necesidad de nombrarse e identificarse en el mercado literario y político. Un margen de libertad e intención y unos mecanismos de fabulación simplemente inéditos en lengua española
Ilustración de Fernando Vicente./elpais.com |
Es fácil sucumbir a la erosión del tiempo y creer que fueron menos de
lo que se creyó entonces. O que hay una explicación socio-política
coyuntural para que fuese vivida tanta literatura nueva como una
tramposa epifanía del genio literario americano. Pero es una mala
tentación: el lector hispánico tuvo la vivencia de estar ante un ciclo
expansivo de creación literaria poderosa y polimorfa y hoy no hay
razones literarias para entenderlo de otro modo. Más bien todo lo
contrario: la necesidad de superar el legado de un puñado de grandes
escritores no pasa por rebajar la entidad de su creación sino por
inventar el propio modo literario administrando ese pasado. Ni Roberto
Bolaño ni Ricardo Piglia o César Aira —ni los más jóvenes Juan Villoro o
Juan Gabriel Vásquez— existen fuera del programa de formación implícito
que hubo en reconocer el magisterio de una docena larga de nombres de
la novela contemporánea.
Una mirada sintética, o de un solo golpe, a la producción narrativa
de los años cincuenta y sesenta sigue despertando la intuición de un
vértigo ingobernable, pero no impide formular alguna hipótesis
explicativa útil, como ha hecho Pablo Sánchez: por un momento fue
imaginable la alianza de la vanguardia política y anticapitalista de
América con la vanguardia estética de la literatura. Y sin embargo, ese
sueño duró poco porque desde 1969-1970 esa alianza empezaba a cuartearse
y el sueño de perpetuar esa alianza política y literaria fue
deshaciéndose en la dispersión de intereses singulares, las deserciones
ideológicas y hasta la inclusión de algunos de aquellos nuevos nombres
en las listas negras de agentes del sistema capitalista que,
teóricamente, debían contribuir a hundir.
Pero en esa interpretación la literatura quedaba entonces y queda hoy indemne. Tanto en el Cortázar de Rayuela y sus relatos como en el García Márquez de El coronel no tiene quien le escriba, Cien años de soledad o Relato de un náufrago como en el capitán de las palabras, la noche y el sexo, Cabrera Infante, o en el Fuentes más primigenio y exacto —el de La muerte de Artemio Cruz—
estaba latiendo una inventiva sin muletas políticas. No porque
careciesen de intención política o ideológica sino porque sus obras no
eran cautivas de esas razones. Vivían integradas en la malla moral de
una rebeldía sofisticada hecha de lenguaje y estilo pero también de
pletórica y desacomplejada instalación en la modernidad occidental de la
novela. Cortázar hubo de repetir una y otra vez que la revolución de
las cosas debía empezar por la revolución de las palabras: sin
imaginación puramente literaria no habría imaginación posible de un Mundo nuevo, como quiso llamarse una de las revistas de entonces.
Se encargaron de recordarlo los propios escritores, o parte de ellos,
para autoproclamarse los nuevos señores de la novela literaria por fin y
definitivamente moderna: escribían sobre sus obras respectivas, se
explicaban mutuamente, se trabaron como cómplices de un movimiento que
podía transformar la realidad social a través de la literatura y sin
renunciar a la literatura. Habían digerido a Joyce y a Faulkner, habían
perdido indigenismo o localismo a través de la explotación intensiva del
localismo (fuese en Macondo o fuese en La Habana), y desde luego eran
hijos de la era del compromiso político del escritor como vanguardia
social. La construcción del presente fue cosa menos de los críticos que
de los propios escritores, conscientes de la necesidad de nombrarse e
identificarse coherentemente en el mercado literario y político.
El más joven de los mejores también fue el más atípico en casi todo:
Vargas Llosa sacudió antes que nadie la literatura en España porque aquí
tuvo su público inmediato y numeroso desde el primer instante con Los jefes y después con La ciudad y los perros
a través del Premio Biblioteca Breve de 1962 (que iban a ganar también
Vicente Leñero, Carlos Fuentes y Cabrera Infante). ¿Es paradójico? En
absoluto: jóvenes críticos españoles en torno a la treintena corta o
larga experimentaron a lo largo de los sesenta el deslumbramiento gota a
gota ante aquella literatura y asumieron la razón solidaria de difundir
nombres desconocidos en su mayor parte y desde luego casi inaccesibles
hasta finales de los sesenta. Ejercieron de intrigantes oráculos sobre
una literatura enigmática y fueron cómplices de la vanguardia editorial
del momento —Carlos Barral, por supuesto—, pero también Destino, Planeta
o la Alianza Editorial de Jaime Salinas y Javier Pradera.
El rencor nacionalista fue cierto, por supuesto, pero solo en los más
débiles hizo daño verdadero. No hubo duda alguna sobre la categoría
—cualitativa y cuantitativa— de escritores que escribían desde una
órbita celeste, con un margen de libertad e intención y unos mecanismos
de fabulación simplemente inéditos en lengua española. El lector podía
escoger entre maestros que a menudo eran, además, maestros literalmente
jóvenes. Ese fue el principio del futuro: la consagración popular de esa
narrativa nueva significó también la exhibición de libertad de poética
por parte de novelistas (y de lectores). La libertad que aportaron fue
también la de escoger la floritura imaginativa, sentimental e irónica de
Cortázar, la densidad de sentidos y leyenda de García Márquez o el
neobarroco estilístico de Lezama Lima o Mújica Láinez; la ambición
refundadora de Carlos Fuentes, la fortaleza moral de un compromiso en
Vargas Llosa, la autocompasión deshilachada de humor de Bryce Echenique o
la melancolía derrotada de lucidez de Julio Ramón Ribeyro; la asepsia
envenenada de Juan Carlos Onetti, la calentura de juego y sexo de
Cabrera Infante o la espiral irracionalista de la angustia de José
Donoso. Nadie se parecía a nadie, pero todos fueron —son— magistrales.
Conjeturar desde el presente lo contrario se parecería mucho a una forma
patológica del masoquismo social.
No hay comentarios:
Publicar un comentario