Tras la decisión de Philip Roth de dejar la escritura, el Nobel húngaro de 2002 anuncia que tampoco publicará más. Siempre rechazó que lo encasillaran en la literatura del Holocausto
Imre Kertész / Santos Cirilo/elpais.com |
Durante cuarenta años de escritura solitaria, los años documentados en su Diario de la galera
(Acantilado, 2003), encerrado en un piso de 28 metros cuadrados, Imre
Kertész trató de penetrar “el telón de acero que separa la formulación
de la experiencia”. El paso por el campo de concentración, novelado en Sin destino,
constituyó solo la gran toma de conciencia. De hecho, no podía escribir
novelas sobre el Holocausto, repitió Kertész una y otra vez; Sin destino,
la primera parte de la tetralogía del hombre sin destino, no era un
libro sobre Auschwitz. El premio Nobel húngaro ha reaccionado siempre
con cautela ante el encasillamiento de su obra en la literatura del
Holocausto, para que la industria del Holocausto no despache
como anécdota histórica lo que él considera un código existencial.
Auschwitz no se acaba en Auschwitz. Se prolonga en el totalitarismo que,
a su vez, fue su condición previa. Para él, como escritor, el reto
consiste en encontrar formulaciones para la existencia humana. “El campo
de concentración solo puede imaginarse como texto literario, no como
realidad. (Ni siquiera cuando lo experimentamos; quizá sea entonces
cuando menos lo experimentamos como realidad)”.
La punzante lucidez de Kertész, de todos modos, implica una categoría
moral: “No es siempre fácil vivir en plena posesión de sí mismo”. Sobre
este conocimiento se asienta la autoridad moral de una mente
refrescantemente independiente que no duda en calificar de “bomba fétida
moral” la célebre frase de Adorno sobre la barbaridad de escribir
poesía después de Auschwitz. Contrapone a ella otras muchas que amplían y
matizan la afirmación de Adorno. “Después de Auschwitz resulta
superfluo emitir juicios sobre la naturaleza humana. […] La verdad ya no
es universal. Es un hecho grave, pero hay que ser consciente de él.
Responder de nosotros mismos: es lo más difícil, y siempre lo ha sido”.
Preciso y escueto, Kertész publica en 1975, tras dos décadas de gestación, la que es probablemente su obra más importante, Sin destino
(Acantilado, 2001), la grotesca y no por ello menos veraz historia de
un dócil muchacho judío, cuya chocante ingenuidad le permite sobrevivir
al campo de concentración, asumiendo voluntariamente la lógica asesina
de los nazis.
Köves vuelve a casa y se convierte en escritor, pero sólo para ver
prolongada su anterior existencia carcelaria en la dictadura
estalinista; Fiasco (Acantilado, 2003) describe otra vuelta de tuerca del destino de Köves, quien rechazada su novela sobre los lager,
es ahora carcelero en una prisión militar y comprende que solo el azar
—la oportunidad de abandonarse a los instintos violentos— distingue la
víctima del verdugo. Quince años después de la primera y fugaz
publicación de Sin destino, Kertész continúa la trilogía del hombre sin destino con Kaddish para un hijo no nacido
(Acantilado, 2001), el monólogo de un superviviente del holocausto que
se niega a perpetuar con la paternidad el sistema de valores
autoritarios que ha hecho posible Auschwitz. Y finalmente la cierra con Liquidación,
una novela sobre el derrumbe moral de una generación de disidentes
húngaros que, con el cambio del sistema, perdieron el norte.
“La literatura se encamina hacia sí misma, hacia su propia esencia,
que consiste en su desaparición”, afirmaba Maurice Blanchot, y Kertész
probablemente no discreparía de él, al juzgar por su larga y lúcida
autoentrevista Dossier K (El Acantilado, 2007). En ella, el
escritor húngaro se encamina hacia sí mismo y penetra en los orígenes y
el devenir de su literatura de forma tan sutil que parece fundirse con
ella. Una de las cualidades inapreciables de la escritura de Kertész ha
consistido en mostrar lo borroso de la línea divisoria entre hechos y
ficción, entre autor y personaje, conduciendo al lector de lo
circunstancial —el horror del campo de concentración, el régimen
carcelario de la dictadura comunista— a lo universal: la anuladora
realidad psicológica que instauran los totalitarismos. Este es su
inapreciable legado, siga escribiendo a sus 83 años o no.
* Cecilia Dreymüller es crítica literaria y traductora.
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