Cuando un narrador aborda un hecho del pasado encuentra conflictos y desafíos. ¿Cuáles son los Límites que impone el caso en sí? ¿Es más importante el valor literario o el histórico?, se pregunta Abbate
Narración. La historia y la literatura, son hoy dos tipos de narración que poseen diferentes objetivos./Revista Ñ |
Existe una dimensión literaria de los textos historiográficos,
así como también una dimensión histórica de los textos literarios. La
historia y la literatura, que antiguamente estaban integradas en las
epopeyas y los mitos, son hoy dos tipos de narración que poseen
diferentes objetivos; pero se relacionan desde el momento en que cada
una puede concretizar su objetivo específico a través de ciertos
“préstamos” de la otra.
En el plano teórico, acaso la más
influyente intervención sobre el tema haya sido la de Hayden White,
historiador y filósofo que puso de relieve las estrategias retóricas de
los textos historiográficos, realizando con ello un cuestionamiento a la
concepción tradicional de la Historia, una disciplina cuyas
pretensiones epistémicas se consideraban salvaguardadas por su radical
diferenciación respecto de discursos “no científicos” como la
literatura. White se dedicó a indagar los componentes de relato
literario presentes en cualquier texto de historia, a fin de elaborar
una tipología de los estilos historiográficos basada en las formas
(tropológicas, metafóricas y figurativas). En consonancia con Borges
para quien la metafísica sería una rama de la literatura fantástica,
White ha analizado los textos de historia como si fueran un género
literario.
En su extraordinaria obra La historia, la memoria, el olvido,
Paul Ricoeur polemiza con White: “Tan legítimo es considerar las
estructuras profundas del imaginario como matrices comunes a la creación
de tramas novelescas y a la de tramas historiadoras, como se hace
urgente especificar el momento referencial que distingue la historia de
la ficción”. En la intencionalidad de encontrar la verdad con respecto a
un referente situado en el pasado, en la “ambición veritativa” que
anima al historiador –como la define Ricoeur– habría una línea decisiva
de separación entre Historia y ficción. A través del trabajo de Archivo y
fundamentado en documentos y testimonios, el historiador, a diferencia
del literato, debe subordinar su imaginación a la “reconstrucción” y al
“control de los hechos”.
También Carlo Ginzburg, autor de El queso y los gusanos,
ha polemizado con White y se opone al borramiento de la frontera entre
ficción y realidad. Según Ginzburg, la labor del historiador no puede
reducirse meramente a sus aspectos retóricos, ya que en ella está en
juego la voluntad de conocimiento del pasado, apoyada en la noción de
“prueba”, que preserva una relación fundamental entre discurso y
referente externo. Así, la historia como relato razonado, como
explicación, no sería matemática pero tampoco arbitraria (aunque siempre
permanezca un margen de incertidumbre, como en todos los campos del
conocimiento humano).
Más allá de lo que digan los historiadores y
los filósofos, los escritores suelen expresar sus propias visiones del
tema. Para Juan José Saer, mientras que el historiador tiene la
obligación de aproximarse a la verdad histórica, el escritor que trabaja
con la historia tendría la obligación de perseguir un sentido diferente
al de la investigación historiográfica. Tal sentido sería, de algún
modo, “la verdad de la ficción”. Desbrozando la experiencia histórica,
dice Saer, “quiero tener una experiencia esencial de mi situación en el
universo”. Y pone como ejemplo los cuentos de Ambrose Bierce, que
transcurren durante la Guerra de Secesión pero no tienen que ver con esa
guerra sino con la violencia, el destino, la muerte, mostrando cómo el
escritor se acercaría a la Historia para extraer de ella una experiencia
mucho más personal y profunda que la del simple cronista. Saer ha
sostenido que la ficción está más vinculada con el Mito que con la
Historia. En una novela lo fundamental es “crear una dimensión mítica
que tenga valor en todo tiempo y lugar”.
Eduardo Belgrano Rawson
sostiene que le resulta mucho más revelador lo que llevaba en la mochila
un soldado que una batalla filmada desde un helicóptero. “A mí no me
atrapa ningún capitulo de la historia grande”, dice. Y agrega que le
interesa lo que hace la mucama y no lo que hace el gobernador. Es decir,
al igual que en sus novelas: entra a la Historia por la cocina. En una
conferencia, Antonio Muñoz Molina afirma: “El tiempo de la Historia se
disuelve en las peripecias de quienes la viven sin intuir siquiera la
significación de lo que está sucediendo: en esa confluencia entre el
tiempo público y el privado establece su reino la novela”. Su frase
recuerda el hermoso ejemplo de Stendhal en La Cartuja de Parma,
aquel episodio en el que Fabrizio del Dongo va detrás del ejército de
Napoleón buscando al Emperador y se encuentra en medio de una humareda.
Del Dongo tiene una idea romántica de la guerra y quiere vivir una
batalla, pero no está seguro de que eso esté ocurriendo. Tiempo después,
se dará cuenta que ha vivido nada más menos que la batalla de Waterloo.
Stendhal sabía lo azarosa y lo ininteligible que es la vivencia
presente y subjetiva de ciertos hechos que más tarde serán convertidos
en relato histórico.
María Rosa Lojo ha destacado algunos méritos
de la novela histórica reciente en la Argentina, con su carácter
fuertemente crítico de los relatos fundadores de la nacionalidad. Muchas
de esas novelas presentarían una visión de la Historia “desde el margen
y desde abajo”, contradiciendo las imágenes de los próceres del aparato
didáctico escolar, reinventando el lugar de las mujeres y reconociendo a
las etnias no blancas (pueblos originarios, afroargentinos). Obras
narrativas como la de la jujeña Libertad Demitrópulos mostrarían, con
indudable calidad artística, una visión del pasado que –en contraste con
el canon de la historiografía– tendería a colocar en primer plano las
voces de los subalternos de clase social, de raza y de género.
Multiplicando
las miradas, cabría preguntarse: ¿Cómo moldea la literatura nuestra
percepción de la Historia? Por ejemplo: ¿Cuánto incidieron las novelas
históricas decimonónicas en la constitución de la identidad de las
incipientes naciones latinoamericanas? ¿Facundo es un
libro para el estudio de la realidad histórica, o un panfleto al que
podemos admirar como una buena novela? (¿o acaso la retórica en
Sarmiento no es más fuerte que el carácter científico de sus métodos de
reconstrucción histórica?). Y, en el caso de ¿Quien mató a Rosendo? de Walsh, ¿es más importante su valor literario o su valor histórico?
Curiosamente,
Andrés Rivera afirma que no escribe novelas históricas. Y sin embargo,
muchos de nosotros, más allá de los libros de historia que abordan la
Revolución de Mayo, siempre recordaremos a Castelli como lo él lo
presenta en su novela: el sufrido luchador que murió por un cáncer de
lengua habiendo sido justamente el orador de la revolución.
¿Por
qué y para qué miramos hacia atrás?, quizás esa sea la pregunta que
debemos formular para aproximarnos a la frágil mixtura donde se conjugan
la representación del pasado por la historia y las variaciones
imaginarias de la ficción.
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