Los enigmas en torno a la muerte y el pasado siempre han invadido la literatura fantástica. Los cuentos de fantasmas se abren hueco en las novedades editoriales
Ilustración de Gallardo./elpais.com |
La literatura fantástica es un arte de carencia y deseo: buscamos
todo cuanto nos falta, todo aquello que la realidad no satisface y que,
sin embargo, una vez hallado nos induce al temor a perderlo o al horror
de haberlo encontrado. Esta cadencia entre falta y deseo es propia de
cada individuo, pero también de cada época. Las historias de fantasmas
nos atraen porque, en ellas, exploramos miedos humanos —a la muerte, al
recuerdo—, pero también porque sugieren cuanto está ausente en la
realidad colectiva. La nuestra es una época de economía inmaterial, en
la que todo cuanto es sólido se disuelve en el aire. Nuestras casas y
prendas ya no son nuestras —y acaso tampoco nuestras vidas—, ¿a quién
pertenecen entonces?, ¿nos hemos convertido en fantasmas de casas y
cuerpos que no nos pertenecen?
En El hombre que perseguía al tiempo, de Diane Setterfield,
el capitalista vislumbra, alucinado, dos paisajes bajo la lluvia: en el
primero, avista un titánico centro comercial donde solo hay una
hondonada; en el segundo, el templo del consumo que él mismo erigió se
derrumba como una cascada de cristal y mármol. Parecen contradecirse,
pero ambos afirman lo mismo, que todo aquel afán de edificar y
enriquecerse era solo un espejismo: la superficie tersa y brillante de
una pompa rellena de aire. La nuestra, qué duda cabe, es una época de
burbujas que estallan, pero también lo son nuestras vidas, que pasamos
como niños persiguiendo pompas de jabón. Cuando por fin se desvanecen,
buscamos dentro de ellas al fantasma de nuestros días.
Nada tiene de extraño que nos gusten los fantasmas, tanto los de
nuestra era como aquellos que, en otros tiempos, ejecutaban ya esta
eterna danza entre la carencia y el deseo. Comencemos, pues, con una de
aquellas viejas historias que hoy nos siguen seduciendo: escondida entre
pilas de legajos polvorientos, un anticuario encuentra una carta en
latín, la angustiada confesión de un vicario, en la que advierte a los
curiosos que se guarden de buscar el relicario de la rectoría de… Faltan
datos, pero el aplicado erudito encontrará el lugar exacto, excavará la
undécima tumba y, por supuesto, hallará el relicario. Desde ese
instante, un vaho le acechará a cada paso, le perseguirá un olor a moho
y, atisbará, desde su ventana, una figura harapienta que parecerá cada
noche más cercana. M. R. James jamás escribió este relato, pero podría
haberlo hecho, pues la mayoría de sus Cuentos de fantasmas
(1904-1928) nos hablan de arqueólogos y estudiosos que encuentran
documentos que sugieren espantos, demonios que habitan todavía los
sitiales del coro o el vitral de la abadía, grabados por los que pululan
espectros y tesoros custodiados por criaturas hediondas.
La nuestra es una época de economía inmaterial, en la que todo cuanto es sólido se disuelve en el aire
Siruela reedita sus Cuentos de fantasmas, una
selección de algunas de sus mejores historias; sin embargo, si James
regresara ahora como alma en pena, quizá se sorprendiera al descubrir
que sus únicos escritos reeditados sean sus relatos terroríficos.
Montague Rhodes James fue medievalista de prestigio, experto en
apócrifos, catedrático en Cambridge, rector en Eton. Dedicó su vida a la
historia, la arqueología y el estudio de los clásicos y, de cuando en
cuando, pergeñaba cuentecillos como divertimento. James comenzó
leyéndolos ante sus amigos de la Chitchat Society y pronto sus lecturas
se convirtieron en un acontecimiento. Revisitados hoy, podemos imaginar a
sus colegas y alumnos escuchándole y pasando de la sonrisa al
escalofrío. Sus personajes resultan jocosos en su grisura y, sin duda,
James gozaba ironizando sobre la cotidianidad de académicos y
anticuarios; sin embargo, esa banalidad queda pronto impregnada por un
hálito maligno, por un miasma del pasado que se va volviendo más intenso
hasta adoptar, por un instante, una forma táctil e insoportable.
La muerte vela por los contornos de los objetos y prendas del pasado
y, de algún modo, quienes los palpan e investigan acaban envueltos por
ese mismo velo. Los cuentos de fantasmas nos plantean a un tiempo el
enigma de la muerte y el enigma del pasado: ¿quiénes habitaron la casa?,
¿qué soñaban?, ¿qué queda de ellos? Preguntas que, en el fondo, no
atañen sino a nuestra propia mortalidad y a la fugacidad de nuestro
tránsito sobre la tierra. Esta angustia por la muerte late también en
otro notable cuento victoriano, La casa y el cerebro (1859), de
Edward Bulwer-Lytton, recientemente reeditado por Impedimenta.
Regresamos a la morada embrujada por pasiones que siguen latiendo en las
paredes, recuerdos de una tragedia desgajada del tiempo, repetida sin
fin, reticente a abandonarnos.
En La casa y el cerebro, Bulwer-Lytton se despoja
del ropaje gótico de Zanoni (1842) para ofrecer una historia más
moderna, plagada de fenómenos sobrenaturales que ascienden hacia un
clímax de alucinación y miedo, en el que entrevemos un éter por el que
flotan larvas y entidades, como amebas vistas por el microscopio.
Bulwer-Lytton parece dar un paso adelante, pues atribuye las apariciones
a una voluntad tan poderosa como humana. En la segunda parte del
relato, conoceremos al hombre capaz de detentar semejante poder sobre la
materia y sobre la mente de sus semejantes. Sin embargo, es aquí donde
el paso adelante de Bulwer-Lytton resulta ser un paso en falso, pues si
bien niega la existencia de fantasmas, nos devuelve la angustia por la
mortalidad, el anhelo de la vida eterna, el deseo de permanecer, para
siempre, en el mundo de los vivos.
Dicha angustia, dicho anhelo, explica en parte el éxito del que gozan
todavía los cuentos espectrales. Quizá por ello, a los editores
ingleses de El hombre que perseguía al tiempo (2013) no les tembló el pulso al venderla como ghost story,
una ávida engañifa que, no obstante, lo es solo en parte. Es un embuste
porque no hay en ella espectros o aparecidos —y, de hecho, la edición
castellana de Lumen prescinde de este subterfugio—, pero tiene algo de
cierto en la medida en que retrata a un personaje convertido, en vida y
por su propia mano, en un fantasma.
El hombre que perseguía al tiempo carece de la riqueza literaria y bibliófila del anterior libro de Diane Setterfield, El cuento número trece;
pero comparte con él un rasgo de interés, pues en ambos casos sus
protagonistas reniegan de la vida y se enclaustran en torres de libros o
montañas de números, en relatos o cálculos que suplantan la vida.
William Bellman —protagonista de la obra— es un industrioso súbdito
inglés que levanta empresas y amasa fortunas, mejora la producción,
moderniza fábricas, abre mercados y, a la postre, resulta incapaz para
la vida. Durante la primera parte de la novela, la amabilidad con la que
Setterfield evoca la juventud de William resulta irritante, pues la
autora olvida su condición de explotador e idealiza su relación con los
obreros; sin embargo, en la segunda parte comprendemos que era la
melancolía quien doraba la luz de aquellos días.
Tras una serie de tragedias, Bellman decide erigir un emporio de
pompas fúnebres en Londres, pero los difuntos no son tanto sus clientes
como él mismo: será él quien acabe enterrado dentro de un gigantesco
mausoleo, el centro comercial de artículos luctuosos que dirige y
gobierna mientras se va consumiendo. Karl Marx
sugirió que el capitalismo es materia muerta que vampiriza músculo y
latido, jornadas que acortan nuestro aliento por un sueldo, el tiempo de
la vida convertido en tiempo de muerte a cambio de dinero. Aunque de
manera inconsciente, Diane Setterfield ilustra esta premisa y la novela,
que avanza con la solemnidad y el boato de un regio funeral victoriano,
acaba no siendo nada más que el epitafio de un hombre insignificante.
La vida del fantasma William Bellman queda narrada y, sin embargo,
quedan por contar todas aquellas otras de las costureras, dependientas y
contables a los que Bellman vació también de vida.
Una bandada de grajos sobrevuela El hombre que perseguía al tiempo. Los grajos son presagios de muerte, omina mortis
que un augur habría escuchado para, después, menear la cabeza y
anunciarnos que no hay esperanza. Pero los grajos vuelan también en
nubes de algarabía, proclamando que, por funesto que sea el presagio, la
vida sucede mientras tanto y que, por más que efímera, la vida que
vuela es también un espectáculo. Quizá era esta la lección que debieron
aprender los personajes de James —anhelantes de objetos polvorientos,
incunables y basura de otros tiempos, afanados en leer cronicones
medievales para escribir mamotretos académicos y legarlos al porvenir—,
que la vida, entretanto, estaba en otra parte, acaso en momentos tan
mundanos como los almuerzos, las charlas y los paseos.
También Robertson Davies
conocía bien la vanidad y la trivialidad de la vida académica, pues no
en vano fue decano de Massey College desde 1963. Ese mismo año comenzó a
escribir anualmente un relato de fantasmas para las celebraciones
navideñas. En 1982, ya retirado, las recopiló bajo el título Espíritu festivo,
recientemente publicado por Libros del Asteroide. Las lecturas de
Davies debieron divertir tanto a su público como a aquellas de M. R.
James, pero no estremecerían ni a un ratón, pues su reino es el de la
parodia y la farsa. En parte, la culpa la tiene Massey College, un
edificio recién estrenado, flagrantemente nuevo —nada que ver, por
tanto, con la vetusta mampostería gótica que arropa a los fantasmas
británicos—; pero el principal responsable de esta indecorosa falta de
pavor la tiene el propio Davies.
Tras convertirse a sí mismo en personaje de sus cuentos, Davies se
pasea junto a las ánimas ilustres de la reina Victoria, santa Lucía,
lord Fauntleroy, Satanás, Frank Einstein o incluso Henrik Ibsen,
que se asoma por allí para fruncir el entrecejo. Como todos los
fantasmas, los de Davies algo quieren —leer su tesis, comer hasta
reventar, ser reconocidos por la crítica o volver a casa por Navidad— y
el autor los acoge amablemente, aun a sabiendas de que habrán de traerle
quebraderos de cabeza. “Los fantasmas son unos ególatras desmesurados:
la fuerza viva de la egolatría que se niega a aceptar la realidad de la
muerte”, escribe Davies, y acaso sea esta vanidad la que les otorga su
inusitada vivacidad de ultratumba, esa pasión por bagatelas y fruslerías
que da sazón a cada uno de nuestros días; pues también nosotros somos
fantasmas embargados por deseos elevados, que intentamos satisfacer
mientras la vida —como una pompa— se nos escapa entre las manos.
En la tumba de Lovecraft
En la tumba de Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) se lee un sencillo epitafio, “yo soy Providence”. Bajo ella yace el hombre cuya obra fue una lucha contra el tiempo. Lovecraft amaba Providence como solo pueden amarse los paraísos perdidos de la infancia. Los pórticos coloniales, las empinadas callejuelas, los álamos, los tejados y los chapiteles georgianos, virados por el perpetuo crepúsculo de la memoria; poco queda ya de todo aquello salvo en las cartas, cuentos y sueños de Lovecraft. Con motivo de las tres últimas reediciones de sus obras —dos de Acantilado y una de Periférica— y la aparición de una nueva antología de cuentos lovecraftianos —editada por Valdemar—, regresamos a las páginas del autor de Providence.El caso de Charles Dexter Ward (Acantilado) comienza precisamente con el recuerdo dorado de Providence, retomando los paseos juveniles que Lovecraft relataba en sus cartas. Lovecraft amaba Providence porque fue ella quien alumbró su vida estética y espiritual, porque fue en sus arboledas donde de niño levantó altares a Pan, Diana y Minerva, donde creyó ver a faunos y dríadas; allí fue donde descubrió, en la biblioteca de su abuelo, los tesoros mitológicos de Grecia y Las mil y una noches; pero Lovecraft amaba también Providence porque en ella el pasado sobrevivía al presente y, entre otras cosas, las obras de Lovecraft nos hablan del intento de derrotar al tiempo, esa “especie de especial enemigo mío”.
Lovecraft era un soñador inmenso a la par que un materialista convencido y, debido a ello, sus personajes intentan escapar al tiempo o vulnerar las leyes físicas, pero acaban estrellándose contra el horror de haberlas transgredido. En El resucitador (Periférica), Herbert West inyecta en las venas de los cadáveres “el impulso que los llevará de vuelta a ese estado motriz al que llamamos vida”; en Charles Dexter Ward, Joseph Curwen conjura a los muertos desde sus cenizas para interrogarles sobre saberes prohibidos; los ancianos de Las montañas de la locura despiertan de un sueño de eones para descubrir sus ciudades engullidas por el hielo antártico y estragadas por abominaciones que otrora fueran sus siervos. En todas ellas, el leve tiempo humano queda trascendido, pero solo para enfrentarse al horror de la carne corruptible, para ser devorado por el pasado hecho presente o para perderse en los océanos del infinito, donde nuestras vidas son solo polvo a la deriva.
La lucha contra el tiempo es un agon entre el antes y el después, ambos instancias del no-ser; no podemos ganar, pero sí fugarnos hacia la fantasía o el ensueño. La guerra de Lovecraft contra el tiempo le llevó a verse a sí mismo como un anciano, como un caballero dieciochesco que no hallaba su lugar ni en el siglo ni en las letras estadounidenses. El mundillo de la prensa amateur le ofrecía consuelo literario, pero no un lugar para su obra. El resucitador, por ejemplo, apareció en Home Brew, por encargo del editor G. J. Houtain. Lovecraft aceptó a regañadientes, disgustado por tener que doblegarse al trabajo mercenario y a la estructura de serial, con su típico clímax al final de cada episodio. Pese a ello, El resucitador es una joya de lo macabro y lo grotesco, una exploración de los límites del decoro artístico —es decir, de lo decible y lo mostrable— que, sin embargo, Lovecraft contempla con la complacencia irónica del espectador de una farsa granguiñolesca.
Charles Dexter Ward ni siquiera llegó a ser publicada en vida de Lovecraft. En ella, la crónica histórica y la investigación erudita descienden en espiral hacia un horror inefable; poco a poco, se multiplican los adjetivos, proliferan los adverbios, pero solo para apuntar hacia un lugar tan espantoso que no puede ser nombrado, pero sí evocado como una sensación aborrecible, ominosa, blasfema. Otro tanto sucede con En las montañas de la locura, que comienza con el rigor del registro científico para ir fundiéndose —como un carámbano— hacia el horror de lo informe y hacia esa poesía melancólica y sublime que solo poseen las civilizaciones perdidas y los desiertos de la Antártida. En las montañas de la locura desagradó a los lectores de Astounding Stories, más acostumbrados a “la convencionalidad, la banalidad, lo artificioso, las falsas emociones y lo estrambótico” que Lovecraft achacaba a la ciencia ficción.
Frente al desdén de su época, legiones de seguidores y epígonos han encumbrado a Lovecraft post mortem. Decía Baudelaire que la mejor crítica a una obra artística es otra obra de arte, tal es el caso de la antología Alas tenebrosas, seleccionada por S. T. Joshi. No abundan en ella tentáculos, libros prohibidos y tópicos ni dioses de improbable fonética, pero todos ellos nos permiten asomarnos a los abismos del tiempo y a los misterios de un cosmos indiferente. Sus autores reinterpretan no el estilo sino la filosofía lovecraftiana y nos hacen sentir de nuevo “el chirriar de formas y entes exteriores en el límite más recóndito del universo conocido”. El fantasma de Lovecraft regresará a Providence, Pickman volverá a retratar a sus modelos, los demonios inferiores plagarán la tierra una vez más y la magia antigua reinará de nuevo, ¿es posible homenaje mejor al hombre que intentó doblegar el tiempo? En la tumba de Lovecraft se lee un sencillo epitafio, “yo soy Providence”; a veces, un lápiz anónimo garabatea debajo: “que no está muerto lo que eternamente puede yacer / y con los extraños eones hasta la muerte misma puede morir”.
El caso de Charles Dexter Ward. H. P. Lovecraft. Traducción de Miguel Temprano García. Acantilado. Barcelona, 2014. 192 páginas. 16 euros.
El resucitador. H. P. Lovecraft. Traducción de Juan Cárdenas. Periférica. Cáceres, 2014. 94 páginas, 14,50 euros.
En las montañas de la locura. H. P. Lovecraft. Traducción de Miguel Temprano García. Acantilado. Barcelona, 2014. 152 páginas, 14 euros.
Alas tenebrosas: 21 cuentos de horror lovecraftiano. S. T. Joshi (editor). Varios traductores. Valdemar. Madrid, 2014. 531 páginas. 30,50 euros.
El hombre que perseguía al tiempo. Diane Setterfield. Traducción de Rubén Martín Giráldez. Lumen. Barcelona, 2013. 336 páginas. 20,90 euros.
Cuentos de fantasmas. M. R. James. Varios traductores. Siruela. Madrid, 2014. 344 páginas. 19,95 euros.
La casa y el cerebro. Edward Bulwer-Lytton. Traducción de Arturo Agüero Herranz. Impedimenta. Madrid, 2013. 108 páginas. 14,95 euros.
Espíritu festivo. Cuentos de fantasmas. Robertson Davies. Traducción de Concha Cardeñoso. Libros del Asteroide. Barcelona, 2013. 312 páginas. 18,95 euros.
Luis Pérez Ochando ha publicado libros y artículos sobre el género fantástico y de terror, entre ellos, George A. Romero: Cuando no quede sitio en el infierno (Akal), y Pozo de sangre y Fantasmas del cine japonés contemporáneo (Sociedad Latina).
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