Nacido en Egipto de familia italiana, Fabio Morábito llegó a México con 15 años sin saber español. Hoy es uno de los grandes poetas latinoamericanos y acaba de publicar en España Delante de un prado una vaca
Fabio Morábito es investigador en la Universidad Autónoma de México. / Daniel Mordzinsk./elpais.com |
El maestro de primaria de Fabio Morábito
(Alejandría, Egipto, 1955) era un hombre muy severo y los niños le
tenían miedo. Pero cuando empuñaba un libro para leerles una historia
adquiría la delicadeza de una geisha. Bastaba que el profesor
agarrara el volumen de cuentos con una mano, aunque dejara libre la otra
para dar algún coscorrón a los indisciplinados, para que aquel áspero
veterano de la Segunda Guerra Mundial se transformara en otra persona.
Fue así como Morábito descubrió el poder del libro. Y fue esa una de
las chispas que lo convirtieron en escritor. Una de muchas, porque un
artista o un literato se construyen por una constelación de
circunstancias. Como los pequeños robos de dinero a sus padres para ir
al cine que determinaron cierto comercio con la clandestinidad, sin la
cual uno no escribiría jamás. Durante varios años el cuentista, poeta y
traductor escribió en el suplemento Ñ del diario argentino Clarín
una columna mensual entremezclada de ficción y recuerdos. Con esos 30
textos de unos 2.000 caracteres y otros 50 añadidos completará El idioma materno, un libro sobre aquellas chispas, sobre el origen de la vocación literaria que verá la luz en mayo.
Morábito tuvo una infancia trashumante. Nacido en Egipto,
emigró muy niño al país de sus padres, Italia. Era así un italiano
anómalo, pero esa anomalía le ayudó precisamente a adaptarse cuando en
la adolescencia cambió por segunda vez de continente, al trasladarse su
familia a México por motivos de trabajo. “Si a una extranjería se le
suma otra, esa doble extranjería de algún modo te libera de un peso. Hay
que jugar esa carta íntimamente, no de manera premeditada. Produce un
sentimiento de desarraigo, frustrante o doloroso, pero te da también
muchísimas ventajas”, cuenta en su casa, ubicada en un tranquilo
complejo de edificios del sur de DF construido como villa olímpica para
los deportistas de los juegos de 1968. El lugar inspira serenidad. Y él,
amable, risueño, de figura juvenil bien conservada por las carreras que
echa de vez en cuando por el barrio, también transmite una imagen
apacible.
El éxodo produjo en su caso otra anomalía, porque comenzó a escribir
en un idioma distinto del italiano, su lengua materna. “Yo llegué a México
sin saber español y los 15 años ya son una edad tardía para aprender
desde el punto de vista neurolingüístico. Pero cuando quise ser escritor
no me quedó más remedio que hacerlo en mi lenguaje cotidiano. Cuando
uno escribe lo hace en una cultura, en un contexto, rodeado de otros
autores con los que dialoga. Durante un año sabático en Roma compuse
unos poemas en italiano. Sonaban muy bien y me salían casi
instintivamente. Pero yo no tenía nada que decir en ese idioma y
acabaron en la basura”.
Quizá de ese trasiego provenga el carácter peculiar de sus
personajes. Todos pasan por un momento de crisis, se vuelven hacia atrás
y hacen balance. Hay siempre en ellos una insatisfacción que les lleva a
vivir situaciones insólitas. “Siempre me ha gustado la experiencia de
las personas que no tienen nada que ver, nada de qué hablar y quizá
precisamente por esa lejanía encuentran una cercanía que no se da con
las personas que nos rodean, con las que tenemos confianza, pero también
nuestras defensas”.
Morábito no puede renunciar ni a los poemas ni a los cuentos. Su último libro de poesía, Delante del prado una vaca,
se publicó en 2011 en México en la editorial Era, y Visor lo acaba de
editar en España. Pero ahora mismo está escribiendo en prosa, porque es
incapaz de hacer las dos cosas al mismo tiempo, y cambia de género para
descansar, con el miedo de no poder hacerlo bien y la sensación de haber
traicionado algo. Tampoco puede dejar de escribir. “Para eso se
necesita una fuerza especial. Envidio y admiro a quien se siente
escritor y no necesita demostrarlo todos los días. Pero yo soy una
persona disciplinada, si un día falla esa disciplina, tengo la
superstición de que todo se irá al precipicio”.
La disciplina del escritor se activa escribiendo desde las seis de la
mañana con un café a mano. Después de tres o cuatro horas se va a su
otro trabajo, de investigador en la Universidad Autónoma de México, una
labor que le gusta y además le pagan. “De la poesía no puede vivir
nadie. Octavio Paz
agotaba sus ediciones de tres mil ejemplares en cuatro años”. Hasta
allí se desplaza a veces caminando, un lujo en una ciudad monstruosa
donde muchos tardan hasta tres horas en llegar a su destino. Ahora mismo
está preparando una antología de cuentos populares mexicanos que
publicará el Fondo de Cultura Económica y, más tarde, Siruela en España.
“Los rescribo, a veces muy profundamente, porque están en un estado
rupestre, invento cosas y elimino otras porque la literatura oral es muy
redundante”. Sabe que recibirá críticas de antropólogos y folcloristas,
pero logrará que las historias terminen en manos del pueblo, para
quienes fueron escritas, y no en revistas especializadas.
A un niño no le puedes contar cuentos psicológicos. Eso es lo que me gusta. Soy un escritor infantil que escribe para adultos
En 1996 publicó una novela breve para niños, Cuando las panteras no eran negras,
pero en realidad siempre escribe para ellos. “Toda mi obra está cerca
del aspecto físico de la realidad, de ciertas fuerzas elementales, como
la supervivencia o el peligro, las fuerzas que me ayudan a escribir y
hacen funcionar la literatura infantil. El niño quiere ser asustado, no
admite cualquier tipo de milagro ni de magia, requiere fuerzas
antagónicas que luego producen un ganador y un derrotado, y todo con una
visión de la realidad física muy tangible. A un niño no le puedes
contar cuentos psicológicos, siempre tienes que ponerlo ante situaciones
físicas muy claras y muy reconocibles. Y he descubierto con los años
que eso es lo que a mí me gusta: soy un escritor infantil que escribe
cuentos o poesía clasificada para adultos”.
Morábito cree que muchos de los libros para niños están escritos como
si el autor abriera una puerta lateral de sí mismo, y eso produce en
ocasiones una literatura para tontos, diminutiva. Y es una tristeza,
porque esas historias son las animadoras de muchas vocaciones
literarias. En su caso el apetito escritor se le abrió con 10 años, al
leer en una tarde De ratones y hombres, de Steinbeck. Ya había
devorado a Verne y a Dumas, pero esa historia sobre una pareja
dispareja, el grandote retrasado mental y el pequeño que lo cuida y que
finalmente lo mata para defenderlo, lo impresionó. “Es una fábula, una
historia trágica que un pequeño entiende porque todo transcurre de un
modo natural y los personajes son dos caracteres nítidos y
contrapuestos. Teóricamente no es un libro para niños, pero sí lo es de
forma oculta”. No le interesa la creación como espejo para conocerse y
cree que una dosis de ignorancia hacia uno mismo es bastante saludable. Y
eso es otro rasgo de literatura infantil.
A escribir poesía se animó tras leer a Umberto Saba. No tanto porque
se identificara con su obra, sino por el espíritu que hay detrás, esa
especie de religión de lo cotidiano. Ese fue su padre espiritual. Y sus
modelos, la transparencia de Giuseppe Ungaretti y el sombreado de Eugenio Montale.
En México, Villaurrutia, Paz y Sabines. Y en la narrativa supo por
Beckett y Kafka que se puede escribir sobre cosas inertes, aparentemente
opacas, mudas anodinas.
Con Kafka, y con García Márquez,
aprendió también a no dar explicaciones. “Gregorio Samsa despierta y lo
primero que piensa es que va a llegar tarde a la oficina. No grita, no
tiene una reacción visceral. Eso es un hallazgo sobre la sensibilidad
moderna que supera a la novela decimonónica. Raymond Carver
lo llevó al extremo, no explica ni el paisaje, espera que unas gotas de
diálogo construyan lo que puedan construir, y cada cuento está a punto
de no cuajar por falta de materia”. Durante cinco años, Morábito
escribió cuentos que no funcionaban hasta que se percató del motivo:
daba demasiadas explicaciones. “Y el que da explicaciones, está
perdido”.
Los poemas son como un acelerador de partículas que permite saltar sobre muchas cosas e ir directos al grano
Sus cuentos y poemas tienen que tener además algo de suspense. “Hay
que provocar un estado de incomodidad en el lector, la sospecha de que
algo se va a descubrir. Ese te quito tiempo, pero a cambio te doy algo
que tú no te esperabas”. Y ese suspense se extiende también a su trabajo
porque empieza a escribir un relato o una poesía, pero nunca sabe cómo
lo va a terminar. Y traiciona siempre la idea previa que traía.
Traición. Esa palabra se repite varias veces durante la charla. “Al
escritor se le pide que sea el rumiante de la tribu, que mastique a
fondo ese alimento que hemos comido y que los demás no han tenido tiempo
de analizar. El sacrificio es dejar de vivir un poco para escribir, y
ahí hay una traición a la vida. Dar un paso atrás mientras los demás
están en la trinchera, para poder ver. En uno de mis poemas el hermano
mayor abre camino y el menor se vale de la labor del otro para hacerse
artista. Esa es mi visión de un artista y de un escritor: el que se
repliega un poco para iluminar las cosas. Y ahí hay también una pequeña
traición a los demás”.
Morábito también es traductor, incluso de poesía, aunque es
consciente de que en un nivel riguroso esta es intraducible. “La
musicalidad es básica y es lo primero que se pierde, porque hay un
prejuicio: salvar el significado. Las traducciones de poesía suelen así
ser sordas, opacas desde el punto de vista musical”. Ni siquiera se ve
capaz de trasladar al italiano sus versos. “Yo me traduje una prosa
poética, pero se la di a una amiga y ella lo hizo mucho mejor. Se tomó
más libertad y el texto quedó mucho más vivo. Ahí me di cuenta de que yo
ya no era un habitante holgado de mi idioma materno”.
¿Y qué le queda al verso en estos tiempos cada vez más conectados e
hiperacelerados? Morábito cree que el mundo de la velocidad no pone en
entredicho a la poesía, ni siquiera al libro. “La poesía no es sinónimo
de lentitud, como muchos creen. Es el atajo lingüístico por excelencia.
Por eso los poemas suelen ser breves, un acelerador de partículas que
permite saltar sobre muchas cosas e ir directos al grano. El poeta es un
velocista”.
Delante de un prado una vaca. Fabio Morábito. Visor. Madrid, 2014. 145 páginas. 22 euros.
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