Las tres bodas de Manolita nos transporta a los días más crueles y vengativos del franquismo. Con esta nueva obra, Almudena Grandes confirma su dominio de todos los registros de la novela
Fiesta de la Merced en la cárcel de Porlier, el 28 de septiembre de 1940. / Efe / Cortés./elpais.com |
Almudena Grandes retoma en Las tres bodas de Manolita, el tercer volumen de sus Episodios de una guerra interminable, la fibra narrativa y el largo aliento galdosiano que atesoró el primero, Inés y la alegría (2010). En el segundo volumen, El lector de Julio Verne
(2012), Grandes situaba el punto de vista de la narración en el corazón
de la represión franquista contra el maquis. Una novela de aprendizaje
entre las tinieblas de la clandestinidad y el miedo, un relato más
lírico que épico. Ahora, el tercer volumen, cuyo subtítulo es ‘El cura
de Porlier, el Patronato de Redención de penas y el nacimiento de la
resistencia clandestina contra el franquismo, Madrid, 1940-1950’, abarca
la descripción de una década de infamia física y moral bajo la etapa
más cruel y vengativa del nacionalcatolicismo franquista.
El romance entre Manolita (lectora de Galdós) y Silverio, me recordó las mejores páginas de la Mercé Rodoreda de La plaza del diamante
Trato de hacerme una idea de cómo Almudena Grandes ha construido esta
novela, cómo ha organizado los elementos psicológicos, espirituales y
físicos de la narración, cómo los ha jerarquizado para que cumplieran
con uno de los cometidos esenciales de esta novela: transportarnos hasta
esos terribles días de degradación moral y social y comunicarnos esa
sensación de dolorosa resignación y a la vez silenciosa rabia como el
que transmiten, por ejemplo, este fragmento de la novela: “Como los
recuerdos dolían, no recordaban. Como las lágrimas herían, no lloraban.
Como los sentimientos debilitaban, no sentían”. En una entrevista que le
hicieron hace ya unos cuantos años a Antonio Tabucchi,
el escritor italiano contestaba, cuando se le preguntó quién establece
la estructura en sus novelas, si el personaje o el tema, contestó lo
siguiente: “Para mí siempre nace primero el personaje, la voz del
personaje. No creo en la literatura de un tema particular”. Pues bien,
en esta novela (se podría decir de casi todas las suyas), la autora de Las edades de Lulú
hace fluir su relato, la novela que leemos compartida con otras voces
de manera indirecta, de la voz de su protagonista, Manolita, de su
relato en primera persona. Como si toda novela sobre la memoria
histórica e intrahistórica, no solo se proveyese de esas memorias sino
también de otras no menos decisivas: la memoria visual, la auditiva, la
táctil, ese conjunto de memorias carnales que otorga a una novela su
trascendencia histórica y estética. Manolita, la chica de menos de
veinte años, a la que le fusilan su padre, que tiene que sobrevivir a
una pobreza inédita en su vida y a todas las penas inimaginables con sus
hermanos más pequeños y, sobre todo, urdir casamientos de mentirijillas
para cumplir una tarea política, esa chica no puede ser el producto de
una elección temática o ideológica, tiene que tener la madera literaria,
ese rumor de la imaginación encendida y quirúrgica para hacerla
material y a la vez tan plena de literatura. Esa mezcla que pocos
novelistas españoles hoy en día alcanzan cuando lo intentan: novela,
romance, folletín, ópera y poema, todo en una sola amalgama de
literatura en estado de gracia. En otra entrevista, esta vez al escritor
y ensayista argentino Ricardo Piglia,
leemos: “Más que grandes temas hay grandes formas de narrar”. Podríamos
decir que para registrar lo que se propone la escritora madrileña, su
elección no es el tema sino la forma novela galdosiana. Como si ésta
pidiera un tema a su altura artística. La abyección franquista de la
década de los cuarenta tiene tantas caras, tantos territorios todavía
hoy intransitados, que solo una gran forma narrativa puede aproximarse a
su realidad más dantesca para representarlo.
No voy a contar la novela. Pero sí señalaré algunas pistas. Manolita
es la protagonista y su narradora. A su lado compiten otros personajes
que no se nos olvidarán fácilmente. Por ejemplo, la monja Carmen y su
deslumbrante encarnación de las “amistades particulares”. Por ejemplo,
Eladia, la chica que baila y canta de noche en un tablao flamenco. No se
pierda el lector su relación con un pervertido funcionario franquista y
su inolvidable casta de heroína folletinesca. En la entrevista que cité
más arriba de Tabucchi, este señala la importancia de papel del
traidor, no solo en sus novelas, sino, dice, como figura patológica
incrustada en la propia condición humana. Bien, también ponga atención
el lector al traidor que nos presenta Grandes en la figura del Orejas,
trasunto literario del tristemente célebre comisario Conesa. El romance
entre Manolita (lectora de Galdós) y Silverio, me recordó las mejores
páginas de la Mercé Rodoreda de La plaza del diamante.
(Y a propósito de Silverio, me llamó la atención unas palabras suyas:
“No tienen imaginación, no confían en sí mismos y no han leído Robinson Crusoe”. En una novela del escritor inglés Wilkie Collins, colega de Dickens, hay un personaje que siempre esgrime una cita del Robinson Crusoe, no hay cuestión enigmática que una cita de Defoe no le aporte un rayo de luz).
Las tres bodas de Manolita vuelve a confirmar el dominio de
Almudena Grandes de todos los registros de la novela. El ritmo
ineludible, la pausa necesaria y una lengua literaria que asume todos
los retos de la trama que se desenvuelve solo para representar con
exactitud descarnada la gran trama de la vida en condiciones extremas de
supervivencia. Y con apenas muy pocos resquicios para la esperanza.
Las tres bodas de Manolita. Almudena Grandes. Tusquets. Barcelona, 2014. 768 páginas. 22,90 euros
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