Octavio Paz en su Vuelta
Paz dictó en 1975 seis conferencias, nunca publicadas, en las que analizó su idea de la literatura Este es un extracto de la que el Nobel mexicano dedicó a la relación entre poesía y progreso
Octavio Paz retratado por Daniel Mordzinski./elpais.com |
Estas lecturas retrospectivas han provocado en mí emociones y
sentimientos contradictorios: simpatía y repulsión, por el que yo fui;
aprobación y disgusto, por lo que escribí. El asentimiento y la negación
conviven y batallan en mi interior. Así, no puedo ni siquiera juzgarme.
No me condeno ni tampoco me absuelvo. Me limito a verme y, para decir
la verdad, a soportarme. No obstante, en la medida que puedo ser
objetivo, que es muy pequeña, advierto que cambio y continuidad son dos
notas constantes en mis trabajos poéticos, dos polos, dos extremos
contrarios que me han atraído desde que comencé a escribir. Siempre me
ha interesado y, más, me ha apasionado, la experimentación y la
exploración de formas y territorios poéticos poco conocidos, nuevos.
Desde este punto de vista mi poesía se inscribe dentro de la tradición
de la literatura moderna, que es una literatura de exploración y de
invención.
He procurado definir esta tradición en varios trabajos críticos, especialmente en Los hijos del limo,
un libro que lleva por subtítulo ‘Del Romanticismo a la vanguardia’.
Esa tradición puede caracterizarse como una serie de rupturas con el
pasado y una serie de tentativas por crear un arte nuevo, distinto y
único. La antigua estética se fundaba en la imitación de los modelos de
la Antigüedad clásica, la moderna, desde el siglo XVIII para acá, en la
búsqueda de una nueva belleza. Pero tal vez estamos al final de este
periodo y vivimos en el ocaso de la vanguardia. Sea como sea, en mi
caso, la exploración de formas poéticas, de nuevas formas, ha coincidido
siempre con el amor y el cultivo de las formas tradicionales, del
soneto y el endecasílabo, al poema breve en metros cortos. Pero el
cambio y la continuidad no solo se entrelazan en las formas poéticas que
he frecuentado sino también en los temas y en la sustancia misma de lo
que he escrito.
Mi primer libro, Raíz del hombre, fue, hasta cierto punto, una ruptura con la poesía que se escribía por aquellos días en México.
Pero el sentido peculiar de esta ruptura se me escapó a mí mismo. En
cambio, no se le escapó a Jorge Cuesta, como se ve en la pequeña nota
que dedicó a mi libro. Raíz del hombre es un libro torpe, lleno
de repeticiones, ingenuidades, faltas de gusto, un libro que me
avergüenza haber escrito. Asimismo es un libro que siento mío, no por lo
que dice sino por lo que quiere decir y no llega a decir. El movimiento
que impulsa cada línea no es hacia fuera sino hacia dentro. No es una
búsqueda de nuevas formas, de la novedad, sino una tentativa fallida, es
verdad, por volver a la fuente original primordial. La palabra sangre
aparece en cada poema con una insistencia obsesiva, monótona. Me parecía
en esos días de mi adolescencia una suerte de emblema mágico. El
abanico de sus significaciones se resolvía en una: la sangre designaba
para mí el mundo del origen, el mundo del principio, la vida elemental,
la verdadera vida, en suma. Era una verdadera constelación de
significados. Venía, por una parte, del novelista inglés D. H. Lawrence,
que yo leí mucho en mi primera juventud. Venía también del poeta alemán
Novalis para el que la sangre tiene un valor, una significación
mística, a la vez corporal y espiritual. Confluían con esas ideas las
visiones del mundo precolombino, especialmente la visión azteca con su
creencia en la sangre como una sustancia mágica que ponía en movimiento
al cosmos y que era el alimento sagrado de los dioses. Por último, la
palabra, y sus oscuras asociaciones, venía de mí, de la parte más honda
de mi ser. Pronto abandoné esa palabra como un gastado talismán verbal,
pero el subsuelo psíquico en el que, como una verdadera raíz —raíz del
hombre—, se hundía, permaneció intacto. Era y es el fondo, el sustento
de mi poesía, la sustancia que la alimenta.
En uno de mis primeros trabajos críticos Poesía de soledad y poesía de comunión
(1942) vuelvo a este tema aunque desde una perspectiva ligeramente
distinta. Comparo el amor con la poesía y digo: “En el amor, la pareja
intenta participar otra vez en ese estado en el que la muerte y la vida,
la necesidad y la satisfacción, el sueño y el acto, la palabra y la
imagen, el tiempo y el espacio, el fruto y los labios, se confunden en
una sola realidad. Los amantes defienden asustados, cada vez más
antiguos y desnudos. Rescatan al animal humillado y al vegetal
somnoliento, que viven en cada uno de nosotros. Y tienen el
presentimiento de la pura energía que mueve al universo y de la inercia
en que se transforma el vértigo de esa energía”. En aquella época yo no
había leído a Breton.
Más tarde, me encontré que él dice algo parecido, lo dijo antes de mí,
pero esta coincidencia fue absolutamente una coincidencia.
En otro pasaje del mismo texto de 1942: “El amor es nostalgia de
nuestro origen, oscuro movimiento del hombre hacia su raíz, hacia su
nacimiento. En cada hombre y en cada mujer —diría hoy— están todos los
mundos y, también, todos los tiempos. El amor es la tentativa por volver
a la unidad original o, al menos, por vislumbrarla”. Podría multiplicar
las citas, pero me limitaré a señalar que unos años después, en El laberinto de la soledad
reaparece esta idea. Todo en la vida moderna tiende a hacer de nosotros
sus expulsados de la vida, pero también todo en nuestro interior nos
impulsa a volver, a descender al mundo de donde fuimos arrancados. Si le
pedimos al amor que siendo deseo, es hambre de comunión, es hambre de
caer y de morir tanto como de vivir y de nacer, le pedimos al amor que
nos dé un pedazo de vida verdadera, un pedazo de muerte verdadera. Y más
tarde, en El arco y la lira, quizá con mayor claridad, digo:
“El impulso de regreso es la fuerza de gravedad del amor, la persona
amada nos exalta, nos hace salir fuera de nosotros y, simultáneamente,
nos hace volver a nosotros, nos hace volver a ser. La amada —dice el
poeta español Antonio Machado—
es una con el amante, no en el término del proceso erótico, sino en su
principio, y acierta doblemente. La amada es una con el amado y la amada
con el amado en dos modos simultáneos, como presentimiento y como
recuerdo: el presentimiento de la unidad deseada es al mismo tiempo un
recuerdo de aquella unidad original perdida, verdadera subversión del
tiempo lineal, lo que recordamos es aquello que presentimos, en la
poesía y en el amor, también en otras experiencias, como las
experiencias de la vida contemplativa, y en estas, quizá con mayor
fuerza y nitidez, el hombre regresa a sí mismo, y ese regreso es una
recuperación de la unidad original. No regresamos a nuestro pobre yo,
sino al otro, o mejor dicho, a lo otro”. En suma, siempre he creído
—confieso que hablo de mis creencias y no de mis ideas— que la
conciencia poética es la revelación de nuestra condición original, y que
esa condición no es solo otra situación, como diría un filósofo
moderno, un ser esto o aquello, sino un con estar, un ser con alguien y
con algo. Ese algo es lo que llamamos “el mundo” o “el cosmos” o “el
universo”: no aquello en que estamos sino aquello con lo que estamos. La
poesía, una vez más, nos lanza fuera de nosotros mismos hacia lo
desconocido. Es una exploración y una búsqueda de lo nuevo. Al mismo
tiempo, es una vuelta, un recordar, un volver a ser, un volver al ser.
La segunda sección de Ladera este se llama ‘Hacia el
comienzo’. El título corresponde a las creencias y preocupaciones que
acabo de enunciar. Lo mismo sucede con los poemas. En estos poemas la
vida anterior, en el sentido que Baudelaire daba a esta expresión,
regresa. Es decir, es la vida del comienzo. Pero quizá “vida anterior”
es una expresión imperfecta como lo es “la vida futura”. Ambas
expresiones son hijas del tiempo lineal, sucesivo, en que el ayer está
antes del hoy y el hoy antes del mañana. En el tiempo del amor como en
el tiempo de la poesía, por supuesto, y también y sobre todo, en el
tiempo de los contemplativos, participamos en una verdadera conjunción.
Ayer, hoy y mañana se resuelven en una presencia. Durante un instante o
un siglo esta experiencia nos hace ver o vislumbrar, en el cambio la
identidad y la permanencia en el transcurrir. No me extenderé en esta
paradoja porque creo que es realmente indecible, indemostrable. Es un
desafío al lenguaje y a la razón. Solo el arte y la poesía, en contadas
ocasiones pueden expresarlo, pero todos nosotros, sin excepción, aunque
casi siempre hemos olvidado esa experiencia, que generalmente se sitúa
en la infancia y en la adolescencia, hemos vivido por un instante esta
conjunción de los tiempos. Y aquí vale la pena subrayar que se trata de
una concepción y una experiencia que contradicen la concepción central
de la época moderna. Desde hace tres siglos, primero los pueblos de
Occidente y ahora el planeta entero creen en la historia como un avance
continuo, salvo unos cuantos grupos marginales dispersos aquí y allá
(por ejemplo, núcleos de supervivientes de los llamados “primitivos” y
grupos de civilizados disidentes decepcionados de los espejismos de las
sociedades modernas), la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos
adora el futuro. Para casi todos nosotros no es el pasado sino el futuro
el que será mejor. En esto coinciden tirios y troyanos, capitalistas y
comunistas. El culto al progreso es la creencia básica del hombre
moderno. Esta creencia no sé si llamarla “subreligión” o “superstición”
se opone a una de las tendencias centrales del hombre, tal como la
revelan la poesía, el amor y la contemplación. Se ha definido al hombre
como un animal o un ser que fabrica útiles, Homo faber.
Se le ha definido como un animal racional, como un animal político, o
bien, como un producto de la historia cuya conciencia está determinada
por las fuerzas sociales de producción. Las definiciones son muchas y
casi todas ellas son probablemente ciertas. Ninguna de ellas es además
incompatible con la idea del progreso. Pero el hombre, también, es un
ser que desea y, porque desea, es un ser que imagina. Su imaginar es el
presentir. Es un presentir que es un recordar, que es una exploración de
lo desconocido que es, asimismo, una búsqueda del origen. Pues bien,
como ser de deseos, como ser que desea, como ser que fabrica imágenes de
su deseo que son un presentir, que son también un recordar, el hombre
no es un sujeto de progreso sino de regreso. No quiere ir más allá, sino
quiere volver hacia sí mismo. Por eso, frente al culto público al
progreso ha existido, desde el periodo romántico, el culto secreto, casi
clandestino, y contra la corriente, a la poesía. Una de las
heterodoxias del mundo moderno, desde hace dos siglos, ha sido la
poesía. La poesía y el arte sucesivamente expulsados y, después,
hipócritamente consagrados por los poderes sociales.
Otra de las transgresiones de las sociedades modernas ha sido el
amor. Ambos, amor y poesía son experiencias no productivas, son
antiproductivas, y han sido y son negaciones del mundo moderno. Apenas
necesito aclarar que yo llamo “amor” nada tiene que ver con la
revolución erótica o con la revolución sexual. Yo no estoy en contra de
la libertad sexual, pero el amor es otra cosa. El amor no es ni una
higiene ni una política. Es amor es un destino, una vocación, una
pasión, como quieran llamarlo ustedes, pero no una pedagogía. Pero todo
ha cambiado. En los últimos años hemos oído muchas voces de alarma que
nos anuncian catástrofes inminentes y universales. Unos denuncian el
excesivo crecimiento de la especie humana y sus previsibles
consecuencias, dictaduras, hambres, guerras; otros nos advierten que los
recursos naturales son limitados como se ve ya en la crisis de los
energéticos; otros más hablan de la contaminación del aire y del agua,
del calentamiento excesivo de la atmósfera o de la amenaza atómica. Lo
más notable es que todos estos vaticinios pesimistas vienen de las
universidades y los institutos que hace apenas unos años, todavía, eran
las fortalezas intelectuales de la creencia en un progreso basado en los
avances de la ciencia y la técnica. Hoy la creencia en el progreso
continuo e infinito se bambolea. No digo que sea falsa, digo que se
bambolea. Sus sacerdotes, los científicos y los técnicos han dejado de
creer en esta divinidad abstracta inventada por los filósofos del siglo
XVIII y del XIX. “Pero si dejamos de creer en el progreso, ¿en qué vamos
a creer?”, se preguntan muchos. Aquí los poetas, en el sentido más
amplio de la palabra poeta, es decir, los hacedores de formas y de
imágenes, desde los novelistas y escritores de imaginación hasta los
pintores y los músicos, tienen algo que decir. Fueron los guardianes de
un culto clandestino y marginal. Ahora pueden ofrecer una respuesta al
progreso, el regreso. (…)
Extracto de la conferencia dictada por Octavio Paz
en el Colegio Nacional de México el 18 de marzo de 1975. Forma parte
del volumen que la editorial Atalanta publicará en España con el título
de Octavio Paz. Itinerario poético.
OCTAVIO PAZ. El escritor absoluto
OCTAVIO PAZ. El escritor absoluto
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