El escritor José Ovejero termina la segunda etapa de su periplo por América Latina por la presentación de su novela La invención del amor. Hoy escribe desde Colombia
Bogotá nocturna./José Ovejero./elpais.com |
Llego a Bogotá, la última etapa de esta
segunda tanda de viajes. Dos días sin apenas tiempo libre. En lugar de
acostumbrarme a esta manera de viajar, cada vez me resulta más frustrante.
Bromeo con un empleado de la editorial que no he tocado aún suelo colombiano:
paso mi tiempo en el coche, en el hotel, en algún restaurante. Pero caminar sin
rumbo por las calles, mi forma preferida de visitar una ciudad, es un lujo que
no queda a mi alcance.
De mi última visita a Bogotá, hace más de
diez años, recuerdo una ciudad más atemorizada, mucho más preocupada por la
violencia política y también por la común. Sin embargo, son llamativas las
medidas de seguridad en el edificio de Caracol Radio –donde estalló un coche
bomba hace casi justo tres años-: detector de metales, escaneado de bolsos,
fotografía, huella dactilar... Y en el edificio de Tiempo un perro adiestrado
husmea los vehículos que entran, en busca de explosivos.
En un taller de la ciudad se reparan
exhostos; en otro, bómperes. Y luego hablamos de la pujanza del español.
Mario Jursich, director de una de las
mejores revistas culturales en lengua española, el malpensante, tiene la amabilidad
de conversar conmigo sobre mi trabajo en el Gimnasio Moderno de Bogotá; esa
escuela privada se creó en 1914 con un credo humanista, liberal y progresista y ha educado a la élite intelectual y política
bogotana, incluidos dos presidentes. Me sorprende que una escuela tan liberal,
que se apoyó en la pedagogía Montessori, esté abierta sólo a los varones y que
uno de los edificios que más destacan en ella sea el de la capilla.
De esta visita también me llevo libros de
dos escritores jóvenes, aunque no lo serían hoy de estar vivos. Andrés Caicedo,paradigma de una juventud culta, inquieta, inconforme, autodestructiva, autor de ¡Que viva la música!, una novela de
culto que ha influido en numerosos autores incluso décadas después, tendría hoy
más de sesenta años. Pero solo cumplió veinticinco: el mismo día que recibió
ejemplares de su primera novela publicada se suicidó con una dosis masiva de
Secobarbital. Había escrito que cumplir más de veinticinco años era una
insensatez.
Y me pregunto quién sería hoy, cómo
escribiría, cómo pensaría. Qué habrían dejado los años y las nuevas
publicaciones de aquel joven “fuera de foco, desincronizado, limítrofe”, como
escribió sobre él Alberto Fuguet. ¿Se habría conformado con la vida, con sus
limitaciones? ¿Habría aprendido y aceptado que para sobrevivir hay que tolerar
compromisos? ¿Habría creado grandes obras de madurez? Probablemente estas
preguntas no tienen sentido. Caicedo fue quien fue y escribió lo que escribió
precisamente porque no era capaz de ello.
También me llevo Opio en las nubes, la única novela que publicó en vida RafaelChaparro Madiedo, quien fue influido por Caicedo y como él murió joven, a los
treinta y dos años, pero de una enfermedad. Su novela también sigue siendo
joven, y no solo por las referencias a las drogas y al rock, que estaban igualmente
presentes en ¡Que viva la música!. Es una cuestión de estilo, de atmósfera, de
urgencia en la narración. Hay novelas que envejecen deprisa, a las que el
tiempo les pone arrugas sin que sepamos por qué. Y otras que nos miran
insultantemente descaradas, que mantienen la esencia de una juventud intemporal
a la que muchos aspiran y pocos logran: Un ardiente verano, de von Keyserling; Buenos días, tristeza, de Sagan; Diablo Guardián, de Velasco, y las dos
novelas mencionadas, todas ellas conservan ese desgarro que nace de las ansias
de vivir combinadas con la imposibilidad de hacerlo como se quisiera: del deseo
de actuar y de la comprensión de su sinsentido.
Se acabó. Me voy de Bogotá. Volveremos a
encontrarnos en el Festival
de la Palabra en San Juan de Puerto Rico, en octubre. Uno de los festivales
literarios más impresionantes a los que he asistido. Y allí tendré tiempo para
pasear, salir, ver. Eso: un lujo.
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