El caso Snowden hizo despegar las ventas de la novela de George Orwell. Artistas como Salman Rushdie y Feliza Bursztyn también han sido señalados de traición a la patria. ¿Son fronteras irreconciliables?
Traidor. Dependiendo de quien reciba el epíteto, la palabra puede ser
incluso un cumplido. Quizá así lo tomó Aleksandr Solzhenitsyn —escritor
ruso, Premio Nobel de Literatura en 1970— cuando en 1969 fue expulsado
de la Unión de Escritores Soviéticos. Lo expulsaron, en esencia, porque
había denunciado que la censura oficial no le había permitido publicar
algunas de sus obras. Quizá Solzhenitsyn concluyó lo mismo —que
traicionar es sólo la expresión de quien ve en el traidor a aquel que no
conviene con sus propias ideas— el día en que fue acusado de traición a
la patria, en 1974, y desterrado.
En breve, Solzhenitsyn se había
convertido en una figura de prestigio por retratar la vida de los
campos de concentración que el gobierno comunista había creado en
Siberia. Era traidor por contar lo que veía, del modo en que sentía que
debía contarlo. Era traidor, en resumen, por sostener sus propios
ideales. Pero el Estado se presentaba, vigilante, ante su obra; como en
1984, de George Orwell, el Gran Hermano —las autoridades rusas, los
oficiales de a pie, el agente que acudía a las isbas en busca de orden—
mantenía a raya las ideas.
“Los artistas que demandan mayores
libertades en estos países (China, Rusia o Siria) dan una lucha real
—dijo el crítico Carlos Granés en una columna de El Espectador. Allá el
arte parece conservar ese poder que ha perdido en Occidente, en donde la
irreverencia, el escándalo y la provocación, en lugar de entrañar
peligro, reportan notoriedad y dinero”. En el peligro fue que
Solzhenitsyn escribió su obra; una de las mujeres que tenía parte del
manuscrito del Archipielago Gulag fue torturada y luego se suicidó. En
el peligro crearon sus obras Stefan Zweig y Czeslaw Milosz, Salman
Rushdie y Federico García Lorca, Feliz Bursztyn y Ai Weiwei, Baruch
Spinoza y José María Vargas Vila, todos acusados en algún momento de
traicionar a la política, a la moral o la religión.
“No se habita
un país —escribió Emil Cioran en Ese maldito yo— , se habita una lengua.
Una patria es eso y nada más”. Hoy, a Edward Snowden lo acusan de
traicionar a la patria por revelar documentos de Estado. Sucedió igual
con algunos medios en Colombia, entre ellos El Espectador y CM&, que
hicieron públicas una serie de estrategias en el conflicto entre este
país y Nicaragua. “Las filtraciones son traición a la patria”, dijo la
canciller María Ángela Holguín. Vale preguntar, entonces, ¿qué es la
patria? ¿De qué se compone? ¿Cómo se la traiciona sin, al mismo tiempo,
negar los ideales propios?
En últimas, está en juego la liberta de
divulgar: retratar los campos de concentración o revelar las
interceptaciones y el espionaje de EE.UU. en América Latina son parte
del mismo tablero. La lucha está allí, entre el deseo de informar y el
deseo de callar a cualquier costo. En el poema Alta traición, de José
Emilio Pacheco, se vislumbra ese conflicto eterno: “No amo mi patria.
/Su fulgor abstracto/ es inasible. /Pero (aunque suene mal) /daría la
vida/ por diez lugares suyos, /cierta gente (...) /varias figuras de su
historia, /montañas /-y tres o cuatro ríos”.
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