Lo primero que cuenta es la escritura de Marguerite Duras, la experiencia tatuada en signos, tatuada también sobre el rostro de la anciana que aparece en el vestíbulo de un lugar público, a quien un hombre dice que ahora gusta más así, devastado
Jane March y Tony Leung Ka Fai, protagonistas de la versión cinematográfica de El amante, de Marguerite Duras, dirigida por Jean-Jacques Annaud./elpais.com |
Primera escena del libro El amante (1984). Está el silencio de una frase, un silencio que
nos hace pensar en la quietud desesperante de un barco que recorre un brazo del
Mékong, ella está parada, apenas tiene quince años, y el joven chino, que la
observa desde algún lugar sin que ella se dé cuenta. A ella se la ve respirar
con todo su cuerpo el aire denso del trópico de lo que es el actual Vietnam, es
la imagen más novelesca de país del sur del Asia, casi indisociable de la
escritora que lo convirtió en una línea de vida, en un mito de infancia, en ese
Lugar inicial de los primeros años, los tiempos de la familia, del encuentro
con un extranjero, del descubrimiento del cuerpo y del advenimiento del
lenguaje literario. Recuerdo con nitidez una entrevista a Alain Robbet-Grillet
en su casa de Neuilly en la que admitía, que ella, Duras, había impuesto el
silencio a su escritura. Aquel barco que atraviesa el río como si la atravesase
toda ella. El
tono rotundo y sentencioso de su frase, su falta de sintaxis, o
más bien su propia sintaxis, como si su cuerpo fuese el testimonio de esa vida
allá, tanto como su rostro a los ochenta y cinco años, cuando recibe el premio
Goncourt. Yo recuerdo también haber deseado estar en Vietnam solo por esta
autora, por ver esos espacios vastos, de un verde enceguecedor. Hay una imagen
que es recurrente en mi memoria, aquella en que la joven hace el amor en la
buhardilla del amante chino, sus gestos, sus caricias, los rumores de la
ciudad, la soledad y la lejanía de esos recuerdos representando el absoluto de
la imagen, esa sensación de una experiencia pasada, divinizada en la prosa,
portentosa.
Ella escribe con cierta soberbia: La ambigüedad de la imagen, está en el sombrero de esa colona francesa,
en su manera de distinguirse, es esa experiencia infinita, siempre a punto
de terminar. En 1954 Vietnam dejará de ser una colonia francesa
y luego vendrán los años de la guerra con los Estados Unidos.
Saigón, Cholem, Sadec, nombres que se asocian al río Mékong, espacios de ficción y de verdad, que esta novela mantiene con alfileres en la memoria, la madre con su caminata de cangrejo en medio de esas tierras pantanosas que no valen nada, su ruina, la descomposición de una familia y sus aires aristocráticos, su amor bastardo por el amante chino, y de nuevo esa madre que ama al hermano mayor, el más perverso, de un amor desenfrenado, absurdo… Y después, ¿cómo olvidar a ese hermano menor del que la autora hablará en otros libros? Una tarde estoy sentada en la casa de una familia francesa que también ha vivido en Saigón, que me hablaba de tigres de bengala, de las joyas de las mujeres ricas de la colonia, antes de que les preguntase si el mundo de Duras era así, tan rotundo, de una exuberancia tan intensa, sin obtener respuesta. Pregunto si había tanta seda entre ellas, qué otras prendas usaban, cómo eran los arrozales, la población local, de alguna manera quería ver a la madre de Duras, reconocerla. Pienso de nuevo en estas imágenes del libro imponiéndose al nuevo país como si fuese un grabado de tinta china, en relieve, fino, elegante.
Patricia de Souza es autora de la novela, El último cuerpo de Úrsula (reeditada por Excodra, 2013)
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