Poesía de la A a la Z
El poeta Horacio Benavides, quien fue el ganador del Premio Nacional de Literatura que otorga el Ministerio de Cultura. Perfil de un hombre muy tímido
Horacio Benavides, Premio Nacional de Literatura - Poesía 2013./revistaarcadia.com |
El poeta habla sobre su infancia
Creo que lo fundamental de mi vida estuvo en la infancia. Es más, creo
que mi obra gira en torno a ella, eso lo vine a descubrir hace poco.
Todo empezó en el sur del Cauca, sobre la cordillera Central, en el
municipio de Bolívar. Allí tenía mi padre su finca, y allí nacimos sus
hijos. La casa era grande, alta, hecha de tapia. Ya mi padre había
abandonado la arriería para dedicarse a cultivar café. Estábamos
rodeados de árboles y cañadas; a lo lejos, desde nuestra colina, se veía
el pueblo, los cerros altos, los pequeños y abundantes ríos del macizo
colombiano. Esa era nuestra tierra, la de nuestros antepasados, todos
arraigados por siglos al suroeste. Lo que viví en esas montañas, mi
relación con los animales, las tradiciones que observé, las historias
que escuché, fueron moldeando mi vocación por la palabra.
Recuerdo cuando a los cuatro años vi por primera vez un muerto. Una
mañana, en la colina del frente, levantaron una bandera blanca sobre una
casa, señal de que alguien había fallecido. Mi madre la vio y fue a
bus-carme a la habitación para que la acompañara. Llegamos a la casita
de bareque y, como el día era soleado, vimos todo oscuro cuando nos
asomamos a la puerta. Nos quedamos allí un momento y lentamente el
interior empezó a clarear: vi a dos señoras. Una de ellas tenía el
muerto en su regazo, y había una gran olla a su lado. Lo estaba bañando.
Entonces pregunté: “¿Por qué lo bañan?”, y la respuesta de mi madre
fue: “Porque debe presentarse limpio ante el Señor”. Luego lo secaron,
lo vistieron con ropa nueva, y lo acostaron en el ataúd. Una de ellas
puso un cabo de vela a su lado, y yo volví a pre-guntar: “¿Para qué la
vela?”, y mi madre dijo: “Porque tiene que pasar regiones oscuras”. Al
final hicieron un atado con cintas y lo dejaron en el cajón. “¿Para qué
las cintas?”, pregunté. “El muerto debe cruzar abismos”, volvió a
responderme ella. Regresamos a casa, y desde entonces pienso en esas
misteriosas palabras que describían la muerte. Lo indio y lo cristiano,
la muerte como un camino, la travesía a otro lugar.
Otro día estábamos en casa y se escucharon tambores y flautas, música
festiva en el filo de la montaña. Salimos a ver, y nos encontramos con
una procesión y una chirimía: iban a enterrar un niño. Pero no cargaban
el cadáver en un ataúd, sino que lo habían puesto sobre unas tablas
cubiertas con tela y lo llevaban en andas. La imagen no se me olvida: el
niño pálido, rodeado de flores, avanzando entre la música. Esas
costumbres me hacen pensar en Bolívar no como un rincón apartado del
mundo, sino como un centro. Años más tarde encontré en un ensayo de
Lezama, gran conocedor de la tradición popular cubana, un entierro de un
niño en idénticas circunstancias.
Baja el niño
la escala
leve como su sombra
Mira el espejo
donde los sauces
velan su cara
Oye cantar
la ausencia
sobre el ciprés
El río lo espera
la nave azul
su vela blanca
(De Sombra de agua, 1994).
la escala
leve como su sombra
Mira el espejo
donde los sauces
velan su cara
Oye cantar
la ausencia
sobre el ciprés
El río lo espera
la nave azul
su vela blanca
(De Sombra de agua, 1994).
Las noches eran el tiempo de las historias. Mi padre
tenía una lámpara que colgaba en la puerta cuando se ponía el sol. En
los corredores los trabajadores fumaban y contaban cuentos de miedo: la
muerte era un jinete que galopaba por los caminos. Adelante iba un
pájaro chillando, anunciándola. Quien lo oía debía tirarse al monte si
quería salvarse. A las ocho apagaban la lámpara, entrábamos a los
cuartos, soplaban las velas, y se hacía una completa oscuridad. Era el
tiempo de las brujas, aleteaban como grandes pájaros, las escuchaba
aterrizar en el techo. Al día siguiente, si uno amanecía con un moradito
en el brazo o en la pierna, mi mamá decía: “Anoche lo mordió una
bruja”. Eran noches inmensas, negras como pozos, y lo invitaban a uno a
imaginar otros mundos.
De la mano de mi madre aprendí lo esencial. Fue una mujer inteligente, intuitiva. A los tres años me llevó al pueblo a pasar mi primera noche fuera de la finca. Dormí en casa de una amiga suya, y al despertarme ocurrió algo extraño: descubrí que no cantaban los pájaros. Fue un instante doloroso, me sentí vacío porque no los escuchaba. Había vivido esos tres años en medio de los pájaros y los había ignorado. Pero ante su ausencia me di cuenta de la importancia que tenían para mí. Fue así como entendí, pasado el tiempo, que perder es necesario para el hombre, y no me refiero a perder en el sentido de la competencia, sino a aceptar el hecho de que las cosas pasan y aparecen otras. Es como si mi madre me hubiera llevado al pueblo a enseñarme: “Para llegar a tener algo, usted tiene que saber perder”.
De la mano de mi madre aprendí lo esencial. Fue una mujer inteligente, intuitiva. A los tres años me llevó al pueblo a pasar mi primera noche fuera de la finca. Dormí en casa de una amiga suya, y al despertarme ocurrió algo extraño: descubrí que no cantaban los pájaros. Fue un instante doloroso, me sentí vacío porque no los escuchaba. Había vivido esos tres años en medio de los pájaros y los había ignorado. Pero ante su ausencia me di cuenta de la importancia que tenían para mí. Fue así como entendí, pasado el tiempo, que perder es necesario para el hombre, y no me refiero a perder en el sentido de la competencia, sino a aceptar el hecho de que las cosas pasan y aparecen otras. Es como si mi madre me hubiera llevado al pueblo a enseñarme: “Para llegar a tener algo, usted tiene que saber perder”.
Desde los primeros años empezó mi observación de los
animales. A algunas de esas observaciones les encontré sentido más
tarde. Hay, por ejemplo, un poema que se llama “El cerdo”. Siendo niño
vi que los cerdos, cuando iba a llover, cuando estaba tronando,
comenzaban a danzar, a inquietarse, a moverse rítmicamente en el corral.
“Se alegran con el agua”, pensaba. Años después le encontré sentido a
esa danza: lo bajo –el cerdo en el lodo– celebra el agua que cae del
cielo. Escribí el poema, y ahora sé que los griegos, antes de los dioses
olímpicos, creían en una diosa cerda, la Diosa Blanca. ¿Por qué una
cerda como diosa? Es probable que hayan hecho la observación que
describo: veían cómo un animal, desde el lodo, también puede rezar,
unirse al arriba.
También me gustaba contemplar los caballos. Era una
costumbre darles sal en la mano, y en esos momentos uno sentía su
respiración, suave y fina. El caballo tiene esa suavidad, pero también
puede ser brutal, en la fuerza de su galope, por ejemplo.
Sufrí mucho cuando empecé a estudiar en el pueblo, pues
me alejaba de los animales y yo estaba apegado a ellos. Me angustiaba
irme; volver era una alegría, era el regreso a lo que consideraba mío.
Por eso sé que el caso del desarraigo de los campesinos colombianos es
una pena dolorosa: tener que dejar toda una vida que ha crecido en medio
de sus tierras es algo traumático y de lo que no se sabe casi. Muchos
colombianos no tienen idea de qué tan terrible es el drama del
destierro.
Tarde sabrás
que eran imprescindibles
la silla la mesa tu perro
la flor que no veías
que el mundo era tu espejo
que ido
te marcharías con él
y te dejarías solo
boca arriba
mudo
(De La aldea desvelada, 1998)
que eran imprescindibles
la silla la mesa tu perro
la flor que no veías
que el mundo era tu espejo
que ido
te marcharías con él
y te dejarías solo
boca arriba
mudo
(De La aldea desvelada, 1998)
Fue mi madre quien más me aportó en relación con el
lenguaje. Ella sabía encontrar la esencia de las palabras, algo extraño
teniendo en cuenta que fue una mujer que no hizo sino hasta tercero de
primaria. Me contaba que una vez, a sus once años, viajó a San Juan, un
pueblo en los límites con el Huila donde tenía familia. Mi abuela era
indígena paez y en ese lugar vivía un tío. Estando allí, fue a la plaza
de mercado, y de pronto un hombre borracho se levantó de su silla y dijo
en voz alta: “Estos dicen que son ricos porque tienen fincas. ¡Rico yo:
todo lo que ven mis ojos es mío!”. Ecos de Whitman en un pueblo perdido
del Cauca. Me parece un milagro que una niña campesina, que jamás había
escuchado la palabra poesía, encontrara belleza en esas palabras.
Conocí a mi abuelo materno, David Zúñiga, pero no conocí
a mi abuelo paterno, Zenón Benavides. Hay un poema en La aldea
desvelada que habla de este último, y que podría atribuírselo a mi
madre. Él era indio, y mi madre contaba: “Solía encontrarme a Zenón
Benavides en el camino; siempre me saludaba con sus maneras risueñas,
tranquilas, y se quedaba un rato conversando conmigo. Pero un día tenía
la sonrisa triste. No me dijo directamente que se iba a morir, sino que
dijo: ‘Sé que esta vez me toca, Fidelina’, y se alejó por el camino en
su mula. Al poco tiempo murió”. Eran muy precisos esos recuerdos de mi
madre, grababa lo que la impactaba y luego lo narraba a sus hijos.
Hay una experiencia dolorosa que tiene que ver con su padre. David
Zúñiga trabajó toda su vida. Era un mestizo blanco, ojiverde,
barbicolorado, afanoso por tener las tierras que llegó a tener. Había en
él una fuerza extraña, se levantaba a las tres de la mañana y
despertaba a sus hijos para que recogieran el café a esa hora, sin ver
nada, al tacto. Estaba casado con María Santos, una paez que murió
joven. Mi madre me contó que un día la abuela se sintió enferma y en
silencio se acostó a morir. Literalmente, se acostó a morir. Alguien le
fue a decir a David que ella estaba mal, y él regresó malhumorado, se
paró en el umbral y con voz dura preguntó: “¿Qué quiere, María Santos,
no ve que estoy trabajando?”. Y ella en su agonía le contestó: “No
pierda su tiempo, David Zúñiga, siga trabajando…”. Es conmovedor. Mi
madre me repetía esa anécdota, me la contaba una y otra vez.
Pero no quiero ser injusto ignorando la huella que dejó
David Zúñiga en mi vida. Él fue quien me inició en la poesía. Sucedió
cuando mi mamá iba a dar a luz a una de mis hermanitas. Ya la comadrona
estaba en casa, y él se alejó conmigo para que las mujeres quedaran en
su intimidad. Recuerdo que me propuso que lo acompañara a ver su
caballo, y me condujo a un potrero cercano. Yo estaba muy pequeño, tenía
aproximadamente cuatro años. De pronto él se detuvo en el camino y
dijo: “Gallinazo buen amigo / mi caballo se ha perdido / ayúdamelo a
buscar / si es que no te lo has comido”. Esa simple copla me hizo soñar:
veía campos verdes, colinas, y al final el caballo derribado, manchado
de tierra. Él nunca pensó que aquello fuera un poema, ni quería
enseñarme nada, simplemente recordó esa copla y me la dijo. Se lo
agradezco porque me enseñó algo bello. Tal vez no sea una copla
maravillosa, pero fue la primera vez que sentí la música de las
palabras.
Por Bolívar pasaba el camino indígena previo a la
llegada de los españoles. Era el camino que comunicaba a las culturas
que habitaban lo que hoy llamamos Perú, Ecuador y el sur de Colombia.
Debido a eso, en este sur muchos lugares tienen nombres quechuas. Mi
aldea, por ejemplo, se llama Chalguayaco, que quiere decir “río de los
peces pequeños”.
Luego, por esos mismos caminos, se extendió la
Conquista. Pasó Belalcázar con sus soldados hacia el norte, y mucho más
tarde el Libertador rumbo al sur. Los españoles llegaron y dejaron su
lengua. En esos pueblos todavía hay palabras del castellano antiguo.
Allí los campesinos dicen “vide” para decir “vi”; “truje”, en lugar de
“traje”; “haiga”, en vez de “haya”, y es paradójico, porque esas formas
son vistas en el resto del país como una deformación de ignorantes,
siendo español vernáculo. En algunos pueblos, para decir “despertar”
dicen “recordar”, como en la primera copla de Jorge Manrique: “Recuerde
el alma dormida (…)”. Creo que en esa mezcla de lenguas se origina la
sabiduría de los campesinos y el valor que muchos le dan a la palabra.
Solo va el hombre
solo en su mula
la luna pone en camino
a los dos jinetes
una mula es de silencio
la otra de casco sonoro
un jinete va por el puente
el otro por el río
los dos se encontrarán
cuando entren en lo oscuro
(De La aldea desvelada, 1998)
solo en su mula
la luna pone en camino
a los dos jinetes
una mula es de silencio
la otra de casco sonoro
un jinete va por el puente
el otro por el río
los dos se encontrarán
cuando entren en lo oscuro
(De La aldea desvelada, 1998)
He tardado en referirme a mi padre. Era muy callado, no
hablaba de sus cosas, no contaba sus experiencias, era hermético. Como a
los diez años tuve que hacer un viaje con él. Era preciso atravesar una
cordillera a caballo, él en el suyo y yo en el mío. Fueron diez horas
de camino, y en todo ese tiempo no nos cruzamos palabra; pero no era
indiferencia, sino que él iba en su silencio y yo en el mío. Llevábamos
el fiambre que mi madre nos había preparado, y nos lo comimos bajo un
árbol; recuerdo, como si fuera hoy, el arroz blanco, la carne y las
papas. Comimos, y él no me dijo nada; volvimos a cabalgar, y no moduló
palabra en todo ese tiempo.
Hablaba poco, pero hacía sus cosas. Tuvo una gran
capacidad para organizar sus fincas, que eran varias, aunque pequeñas.
Tenía una que parecía una obra de arte, en ella sembró un bosque de
eucaliptos. Aquí el café, los naranjos, más allá las piñas, los
plátanos, un potrero bordeado por una quebrada, como en una pintura. Fue
un campesino atípico: era ateo, en ese sur donde todos eran católicos.
Tal vez por eso nunca tuve ese miedo a la iglesia que nos infundían en
el colegio, ni temores por la otra vida y el castigo. El viejo iba al
pueblo, generalmente los miércoles y sábados, a conversar con sus amigos
liberales y a hacer el mercado. Al volver traía el pan, la carne y El
Espectador, que era un periódico liberal, amplio, valioso para el país.
También viene de él mi inclinación política por la
izquierda, por la búsqueda de una mejor vida para todos. Él vivía
pensando en eso. En los primeros años de la década de los cincuenta
–este es un recuerdo muy vago– llegaron a la casa dos refugiados del
Tolima que huían de los “Pájaros”, y mi padre los refugió. Uno se
llamaba Ernesto y el otro Emilio: eran de origen paisa. Se quedaron
varios meses en nuestra casa. Años más tarde uno de ellos volvió, y
después no volvimos a tener noticias suyas.
Mi padre también me inició en la literatura, aunque no
se dio cuenta. Tenía un baúl con llave donde guardaba sus escrituras, un
revólver y sus libros personales. Los sacaba, los leía, y los volvía a
guardar. Yo tendría diez años cuando un día se fue y dejó las llaves en
la cerradura. Entonces me acerqué en silencio y lo abrí. El primer libro
con el que me encontré fue una novela de Vargas Vila, que saqué y leí
al escondido, temblando de la emoción. Era increíble y fascinante leer
en esa época sobre los amores de un cura con una muchacha. Él tenía casi
toda la obra de Vargas Vila en ese baúl, y era quizás lo único de
literatura que leía.
Como migas de pan en el bosque
Días de una hermosura desconocida
levantados con palabras
¿cómo puedes ahora nombrar las cosas
con palabras tan frías?
Escucho en mi sueño caer
el árbol de tu voz
Yo que al sólo pronunciar tu nombre
enfrentaba con alegría caminos atroces
entré en el bosque
confiando en tus palabras
y no las encuentro para volver
(De Sin razón florecer, 2001)
Días de una hermosura desconocida
levantados con palabras
¿cómo puedes ahora nombrar las cosas
con palabras tan frías?
Escucho en mi sueño caer
el árbol de tu voz
Yo que al sólo pronunciar tu nombre
enfrentaba con alegría caminos atroces
entré en el bosque
confiando en tus palabras
y no las encuentro para volver
(De Sin razón florecer, 2001)
La experiencia con que termina mi infancia fue el
descubrimiento del amor. A los siete años sentí su aleteo por primera
vez. Ella estudiaba en la escuela que quedaba frente a la mía. Apenas la
vi me causó un impacto muy fuerte. A los once di un paso adelante: como
no era capaz de decirle lo que sentía por ella, le escribí una carta
que le mandé con mi hermana. Al poco tiempo contestó que me
correspondía, que si quería nos encontráramos. Con ella tuve una sola
cita. Si ya me daba miedo decirle que la quería, me daba más miedo
encontrármela, pero igual le propuse vernos en una tienda. Había una
banca, yo llegué primero, ella llegó luego, se sentó a mi lado, y por
supuesto no me salían las palabras. Recuerdo que le acaricié el cabello
en un gesto amoroso, se acabó el tiempo y ella se fue. Después nos vimos
fugazmente, pero nunca más en un encuentro como ese. Al poco tiempo me
envió una carta que decía: “Esto se ha terminado”. Y ahí sufrí mi
segunda muerte. Sin embargo, aprendí una cosa: que el ser amado produce
miedo. Pensaba entonces que esto me sucedía porque era tímido, luego
descubrí que es una experiencia de casi todos. Todo ángel es terrible,
dice Rilke.
Ahí concluye mi infancia, y aún sigo dando vueltas en
ese espacio. Me doy cuenta de que todo lo que después he trabajado con
las palabras ya estaba en esa época. Eso me diferenció de los amigos que
empezaron a escribir en mis tiempos, no porque yo quisiera ser
diferente, sino porque no era capaz de hacerlo de otra manera. Ese es el
primer ciclo, del que se nutre mi trabajo. Luego llegaron el otro amor,
los libros, la poesía, el trabajo, pero es otra etapa, y en ella no
podría definir los momentos claves.
*
A Cali vinimos todos. Tal vez mi papá se cansó de
trabajar tan duro, de hacer préstamos a la Caja Agraria para lo del
café, de cosechar, luego volver a prestar, y mantenerse en un trabajo
eterno. Seguramente pensó que la ciudad nos daría una vida mejor. Pero
no fue así. Él trajo algún dinero que al comienzo nos permitió vivir más
o menos bien, pero la plata se fue acabando, y bueno… esa es otra
historia que prefiero no recordar.
El poeta se queja de su suerte
Sé que han hecho de mi vida historia
De mi vida
que huyendo del tiempo
se refugió en la poesía
Sé que han disertado
en minuciosos ensayos
sobre lo que puse en el papel
mas yo me desconozco
(De Sin razón florecer, 2001)
Sé que han hecho de mi vida historia
De mi vida
que huyendo del tiempo
se refugió en la poesía
Sé que han disertado
en minuciosos ensayos
sobre lo que puse en el papel
mas yo me desconozco
(De Sin razón florecer, 2001)
Una conversación con María del Socorro, la esposa del poeta
—A Horacio no le gusta recordar en público, para él
recordar es algo íntimo y prefiere hacerlo en silencio. Con nuestros dos
hijos siempre soy yo quien habla, quien pone el tema. A mí me encanta
preguntar, saber del pasado, y he querido que él nos lo cuente. Recuerdo
un momento especial, hace cinco años en Popayán, cuando escuché por
primera vez a Horacio hablar de sí mismo en un recital: hizo referencia a
su encuentro con la poesía, a su mamá y a sus antepasados. El auditorio
estaba conmovido porque él tiene una manera muy bonita de hablar, nada
fingida. Desde entonces ha compartido poco a poco las anécdotas de su
vida con otros, esa apertura vino con el paso de los años, con la
experiencia y la necesidad de que otras generaciones y otras personas
sientan que el pasado es fundamental y que la voz campesina es muy
importante. Sin embargo, siempre ha sido muy discreto y no comparte sus
experiencias o preocupaciones más íntimas con otros.
—¿Cómo se conocieron?
—Conocí a Horacio cuando yo tenía diecisiete años, en la década de los setenta. Ambos vivíamos en el barrio Villa Colombia. Una vez pasé por su casa, la puerta es-taba abierta y lo vi pintando unos cuadros que me impresionaron. Seguí derecho hacia la tienda, pero quedé impactada. Comencé a fantasear con la idea de que sería mi amigo y me enseñaría a pintar. Una amiga mía lo conocía y me contó que era profesor, que trabajaba en Santa Isabel de Hungría, y entonces le confesé a ella que me gustaba. Supongo que la atracción se debía a que esa casa era para mí un misterio: la gente que vivía en ella era callada, reservada. Me acerqué entonces por medio de mi amiga, me lo presentó y yo le pedí que me hiciera unos dibujos; él me los hizo. Me empezó a gustar de una manera extraña, porque me seducía lo enigmático, lo lejano, lo que en mi casa me prohibían completamente. Cuando conversé con él me encantó su voz, su mesura. Me parecía que su cuarto era rarísimo. Era el primero después de la sala. Tenía una vidriera repleta de libros. No era un cuarto común y corriente. Se notaba que en él vivía alguien distinto a lo que yo conocía. A mi familia nunca le habría parecido correcto que él, ocho años mayor que yo, pudiera ser mi amigo, mucho menos mi novio; además su familia no se parecía a la nuestra, estaba en otra búsqueda. Quizás yo actuaba con la rebeldía de la juventud, pero gracias a eso llegué a él.
”Luego de esos encuentros iniciales él empezó a pasar siempre por mi casa y así comenzó el gran amor. Era una relación distinta a la que mantenían mis compañeras con sus novios. A ellas se les declaraban rápidamente, se iban a bailar, pero a mí no me dejaban porque mi familia era muy conservadora, así que las cosas avanzaron muy despacio. Al principio nos encontrábamos para conversar frente a mi casa, bajo un árbol de carbonero muy bonito. Un día me entregó la primera carta, y recuerdo que por mucho tiempo no hice más que tocarme la mano. Era la felicidad porque él me había rozado.
—¿Cómo se conocieron?
—Conocí a Horacio cuando yo tenía diecisiete años, en la década de los setenta. Ambos vivíamos en el barrio Villa Colombia. Una vez pasé por su casa, la puerta es-taba abierta y lo vi pintando unos cuadros que me impresionaron. Seguí derecho hacia la tienda, pero quedé impactada. Comencé a fantasear con la idea de que sería mi amigo y me enseñaría a pintar. Una amiga mía lo conocía y me contó que era profesor, que trabajaba en Santa Isabel de Hungría, y entonces le confesé a ella que me gustaba. Supongo que la atracción se debía a que esa casa era para mí un misterio: la gente que vivía en ella era callada, reservada. Me acerqué entonces por medio de mi amiga, me lo presentó y yo le pedí que me hiciera unos dibujos; él me los hizo. Me empezó a gustar de una manera extraña, porque me seducía lo enigmático, lo lejano, lo que en mi casa me prohibían completamente. Cuando conversé con él me encantó su voz, su mesura. Me parecía que su cuarto era rarísimo. Era el primero después de la sala. Tenía una vidriera repleta de libros. No era un cuarto común y corriente. Se notaba que en él vivía alguien distinto a lo que yo conocía. A mi familia nunca le habría parecido correcto que él, ocho años mayor que yo, pudiera ser mi amigo, mucho menos mi novio; además su familia no se parecía a la nuestra, estaba en otra búsqueda. Quizás yo actuaba con la rebeldía de la juventud, pero gracias a eso llegué a él.
”Luego de esos encuentros iniciales él empezó a pasar siempre por mi casa y así comenzó el gran amor. Era una relación distinta a la que mantenían mis compañeras con sus novios. A ellas se les declaraban rápidamente, se iban a bailar, pero a mí no me dejaban porque mi familia era muy conservadora, así que las cosas avanzaron muy despacio. Al principio nos encontrábamos para conversar frente a mi casa, bajo un árbol de carbonero muy bonito. Un día me entregó la primera carta, y recuerdo que por mucho tiempo no hice más que tocarme la mano. Era la felicidad porque él me había rozado.
Agua
Agua de la mañana
agua cercana
que nadie ve
Agua de la fuente
que siempre dice
lo que se olvida
Agua de la cisterna
sombra del agua
para tu sed
(De Sombra de agua, 1994)
Agua de la mañana
agua cercana
que nadie ve
Agua de la fuente
que siempre dice
lo que se olvida
Agua de la cisterna
sombra del agua
para tu sed
(De Sombra de agua, 1994)
”Mi mamá empezó a preguntarle a todos en la cuadra sobre esa familia,
los Benavides, y una vecina que vivía al frente le dijo que él era
comunista, que era ateo, que era profesor y que además pintaba. Eso era
lo peor que le podían decir a ella. A pesar de eso no nos distanciamos.
Él empezó a acompañarme a tomar el bus al colegio. Yo estaba en quinto
de bachillerato, y desde ese momento comenzamos una conversación que ha
durado toda la vida, y es acerca de ser profesores. Yo amo ser maestra,
él también, y nos hemos acompañado todo el tiempo en esta carrera.
Hablábamos de los niños y de las maneras de enseñarles. Todavía hoy es
igual. Con Horacio converso mucho a partir de las cinco de la mañana. Me
levanto muy temprano y, mientras organizo mis cosas, le pregunto qué ha
soñado. Él siempre me cuenta sus sueños, y a mí me encanta escucharlo.
Conversamos ese rato mientras me preparo y salgo a coger el bus. Es una
rutina. También me guía y me da ideas para el trabajo. Desde la
madrugada ya estoy preguntándole: “¿Horacio, cómo te parece esta clase,
qué decís de esto, hago este examen así?”, y siempre tiene una palabra
para mí.
”En esa época también hablábamos de política, pero él nunca trataba el tema como si me estuviera adoctri-nando. Me decía que era necesaria una justicia social, un cambio, que la vida tenía que ser distinta, pero no me invitaba a sus grupos. En ese tiempo iba a uno formado por Estanislao Zuleta, quien lo marcó mucho. Leían El capital con los obreros. Él nunca quiso inmiscuirme en ese ambiente. Pero yo no sufría por eso, lo veía como algo ajeno a mí, algo que pertenecía a la intimidad de ese hombre que me amaba.
”Casi toda la primera parte de la relación fue por correspondencia o por notas en papelitos. Todavía guardo algunas de ellas y se las he mostrado a mis hijos porque me parecen muy hermosas. Yo no sé si él guarda las mías. Doris, mi amiga, era la mensajera. Ella iba a hacer tareas conmigo y cuando terminábamos yo le mandaba una nota a Horacio y ella me entregaba la que él me había enviado. Él las envolvía de una manera especial. Era el año 1973, y yo era experta leyendo su caligrafía. En esas cartas escribía sus reflexiones políticas, pero también re-flexiones sobre nuestro amor.
—¿Cómo la recibieron a usted en la casa de Horacio?
—Creo que ellos me recibieron con un poquito de resistencia, sobre todo los hermanos hombres. Eran de una izquierda más dura, digamos, en donde no era permitido enamorarse, tener una novia. Nunca perte-necieron a un partido, pero hacían parte de grupos de izquierda. Al comienzo no me recibieron muy bien por-que creyeron que yo era una burguesa, una niña tonta, que estaba enamorando a Horacio y que lo iba a sacar del camino. Sin embargo, la mamá de él me quería muchísimo. Ella le decía que yo no necesitaba nada para ser bella. Fidelina era muy cariñosa conmigo y con mis hijos, pero también distante. Él la adoraba. De alguna manera fue la mujer que puso en él toda su poesía.
—Horacio estudiaba pintura y, según sus profesores y amigos, tenía mucho futuro. ¿Por qué abandonó las artes plásticas y se dedicó a escribir?
—En 1974 Horacio dejó de pintar. Un cuadro que tenemos acá en la sala, que fue un regalo para mí, fue el último que hizo. Abandonó la pintura por varias circunstancias, en primer lugar porque lo sacaron de Bellas Artes debido a su posición política y a las actividades que organizaba, y también porque resultaba muy costoso comprar lienzos, óleos, y disponer de un espacio para trabajar diariamente. Además, según lo que él me estaba contando hace poco, por esos días le publicaron unos cuentos en un periódico, y la escritura ya era una forma de expresión de su sensibilidad.
”En esa época también hablábamos de política, pero él nunca trataba el tema como si me estuviera adoctri-nando. Me decía que era necesaria una justicia social, un cambio, que la vida tenía que ser distinta, pero no me invitaba a sus grupos. En ese tiempo iba a uno formado por Estanislao Zuleta, quien lo marcó mucho. Leían El capital con los obreros. Él nunca quiso inmiscuirme en ese ambiente. Pero yo no sufría por eso, lo veía como algo ajeno a mí, algo que pertenecía a la intimidad de ese hombre que me amaba.
”Casi toda la primera parte de la relación fue por correspondencia o por notas en papelitos. Todavía guardo algunas de ellas y se las he mostrado a mis hijos porque me parecen muy hermosas. Yo no sé si él guarda las mías. Doris, mi amiga, era la mensajera. Ella iba a hacer tareas conmigo y cuando terminábamos yo le mandaba una nota a Horacio y ella me entregaba la que él me había enviado. Él las envolvía de una manera especial. Era el año 1973, y yo era experta leyendo su caligrafía. En esas cartas escribía sus reflexiones políticas, pero también re-flexiones sobre nuestro amor.
—¿Cómo la recibieron a usted en la casa de Horacio?
—Creo que ellos me recibieron con un poquito de resistencia, sobre todo los hermanos hombres. Eran de una izquierda más dura, digamos, en donde no era permitido enamorarse, tener una novia. Nunca perte-necieron a un partido, pero hacían parte de grupos de izquierda. Al comienzo no me recibieron muy bien por-que creyeron que yo era una burguesa, una niña tonta, que estaba enamorando a Horacio y que lo iba a sacar del camino. Sin embargo, la mamá de él me quería muchísimo. Ella le decía que yo no necesitaba nada para ser bella. Fidelina era muy cariñosa conmigo y con mis hijos, pero también distante. Él la adoraba. De alguna manera fue la mujer que puso en él toda su poesía.
—Horacio estudiaba pintura y, según sus profesores y amigos, tenía mucho futuro. ¿Por qué abandonó las artes plásticas y se dedicó a escribir?
—En 1974 Horacio dejó de pintar. Un cuadro que tenemos acá en la sala, que fue un regalo para mí, fue el último que hizo. Abandonó la pintura por varias circunstancias, en primer lugar porque lo sacaron de Bellas Artes debido a su posición política y a las actividades que organizaba, y también porque resultaba muy costoso comprar lienzos, óleos, y disponer de un espacio para trabajar diariamente. Además, según lo que él me estaba contando hace poco, por esos días le publicaron unos cuentos en un periódico, y la escritura ya era una forma de expresión de su sensibilidad.
La casa
Siempre entramos en la casa
con los ojos cerrados
La casa nos toca de seda
nos viste de armadura
No hay teléfono
más extenso que el suyo
ni talle más pleno que su luz
De la cama subimos al aroma del tinto
del tinto por las ramas al mantel perdido
Una voz nos llama desde la sangre
es el árbol el que habla en el centro del patio
Tomamos entonces
el lento ascensor de la sombra
mientras la mano cae
en la forma pura del agua
Tan dulce nos oprime la casa
que la llevamos a cuestas
como la tortuga
(De Las cosas perdidas, 1986)
Siempre entramos en la casa
con los ojos cerrados
La casa nos toca de seda
nos viste de armadura
No hay teléfono
más extenso que el suyo
ni talle más pleno que su luz
De la cama subimos al aroma del tinto
del tinto por las ramas al mantel perdido
Una voz nos llama desde la sangre
es el árbol el que habla en el centro del patio
Tomamos entonces
el lento ascensor de la sombra
mientras la mano cae
en la forma pura del agua
Tan dulce nos oprime la casa
que la llevamos a cuestas
como la tortuga
(De Las cosas perdidas, 1986)
Horacio empezó a escribir su libro Orígenes antes del nacimiento de Pablo, nuestro hijo mayor. Las cosas perdidas,
el segundo, fue escrito en gran parte durante su descubrimiento de la
paternidad, y varios de los poemas que están allí tienen que ver con la
casa donde vivíamos, en el barrio Caldas, al sur de Cali. Esa casa tenía
por particularidad un patio en el centro, con una palmera, cruzado por
un corredor. Desde allí veía a Horacio completamente concentrado en su
escritura. Él ha querido muchísimo a sus hijos, y en esa casa cargaba a
Pablo y caminaba con él para hacerlo dormir. Creo que todo eso debió de
haber quedado en la mente y en el corazón de mi hijo, y por eso se
dedicó a la música. Con Eliseo fue igual. Es muy gracioso porque Horacio
dice que quien viva en esta casa dentro de unos cincuenta años va a
sentir los pasos que van y vienen por el corredor. Usted ve a Eliseo
cuando está pensando sus cosas, y camina sin parar de un extremo al
otro. Horacio es igual, y Pablo también, chasqueando sus dedos al ritmo
del compás, pensando en melodías.
—María, ¿Horacio cuándo dejó de trabajar en los colegios y comenzó el Taller Literario para niños con dificultades con el lenguaje?
—Horacio trabajó en el colegio donde matriculamos a Pablo, luego en otros, pero siempre tenía problemas con la norma, con los paradigmas pedagógicos, porque él cree mucho en la creatividad, en permitirle al otro ser libremente, y en esos colegios no esperaban eso de él.
Desde hace veinte años dejó de trabajar como docente, sin embargo ha hecho trabajos con la Secretaría de Cultura del Municipio, con la Biblioteca Departamental, con el Banco de la República, con Proartes. El Taller Literario, su proyecto personal, comenzó hace unos diecisiete años. Llegan a nuestra casa niños a quienes no les gusta leer, o que tienen dificultades con el lenguaje, y Horacio los hace enamorar de la palabra, los encamina. Ese trabajo con los niños es una de sus vocaciones más fuertes, inspira su escritura y lo mantiene alegre, es algo que él sería incapaz de abandonar.
”De todas maneras, aunque no trabaje como profesor de colegio, creo que muchas de las instituciones educativas de la ciudad se han nutrido de lo que Horacio hace, porque a través de los talleres y asesorías a maestros él ha propuesto formas muy atractivas para enseñar literatura a los niños: el trabajo sobre la mitología griega, la tradición popular, las adivinanzas y la poesía infantil se nutren de su experiencia. Yo llevé el poeta Li Po a mis estudiantes de tercero de primaria, porque me encanta, y me encanta porque Horacio me lo compartió. Luego, mis colegas empezaron a enseñarlo también, y a poner en práctica su forma de enseñar poesía en general. Eso es lo que nos ha unido siempre: el amor por enseñar. Nos ha mantenido toda la vida con un tema para hablar, para discutir y hasta para pelear. Nunca nos lo propusimos, pero eso es lo que nos ha movido y mantenido juntos.
—María, ¿Horacio cuándo dejó de trabajar en los colegios y comenzó el Taller Literario para niños con dificultades con el lenguaje?
—Horacio trabajó en el colegio donde matriculamos a Pablo, luego en otros, pero siempre tenía problemas con la norma, con los paradigmas pedagógicos, porque él cree mucho en la creatividad, en permitirle al otro ser libremente, y en esos colegios no esperaban eso de él.
Desde hace veinte años dejó de trabajar como docente, sin embargo ha hecho trabajos con la Secretaría de Cultura del Municipio, con la Biblioteca Departamental, con el Banco de la República, con Proartes. El Taller Literario, su proyecto personal, comenzó hace unos diecisiete años. Llegan a nuestra casa niños a quienes no les gusta leer, o que tienen dificultades con el lenguaje, y Horacio los hace enamorar de la palabra, los encamina. Ese trabajo con los niños es una de sus vocaciones más fuertes, inspira su escritura y lo mantiene alegre, es algo que él sería incapaz de abandonar.
”De todas maneras, aunque no trabaje como profesor de colegio, creo que muchas de las instituciones educativas de la ciudad se han nutrido de lo que Horacio hace, porque a través de los talleres y asesorías a maestros él ha propuesto formas muy atractivas para enseñar literatura a los niños: el trabajo sobre la mitología griega, la tradición popular, las adivinanzas y la poesía infantil se nutren de su experiencia. Yo llevé el poeta Li Po a mis estudiantes de tercero de primaria, porque me encanta, y me encanta porque Horacio me lo compartió. Luego, mis colegas empezaron a enseñarlo también, y a poner en práctica su forma de enseñar poesía en general. Eso es lo que nos ha unido siempre: el amor por enseñar. Nos ha mantenido toda la vida con un tema para hablar, para discutir y hasta para pelear. Nunca nos lo propusimos, pero eso es lo que nos ha movido y mantenido juntos.
Las palabras que no pude pronunciar
Querías
unas palabras para ti
Te contemplé
y haciendo un esfuerzo
logré tartamudear las que no eran
Ahora a solas
las digo en vano
Querías
unas palabras para ti
Te contemplé
y haciendo un esfuerzo
logré tartamudear las que no eran
Ahora a solas
las digo en vano
Cierro los ojos
y vuelvo a contemplar
la luz de cobre del crepúsculo
jugando en la orilla
de tus senos
Mis dedos sueñan
un camino de musgo
Mis labios rozan
el lomo del agua
(De Todo lugar para el desencuentro, 2005)
y vuelvo a contemplar
la luz de cobre del crepúsculo
jugando en la orilla
de tus senos
Mis dedos sueñan
un camino de musgo
Mis labios rozan
el lomo del agua
(De Todo lugar para el desencuentro, 2005)
—Hablemos sobre la escritura de los libros de Horacio. Usted es la testigo más cercana de ese proceso.
—Soy testigo, por ejemplo, de los momentos de depresión y de angustia por no encontrar la poesía. También él es muy reservado con eso. Cuando está escribiendo no quiere mostrar nada hasta que tiene el libro terminado. Ahora, en los últimos años me dice: “¡Uy, lo logré!”. O por ejemplo fui testigo del Libro de adivinanzas, que le vinieron como un chorro. Él estaba completamente inspirado en esos días. En cualquier caso, dice poco. Algunas veces yo miraba un poquito sus libretas, para curiosear, pero siempre me daba miedo. Yo miro a Horacio con muchísimo respeto, él ha sido muy respetuoso con mis cosas, y yo he tratado de ser igual, aunque soy curiosa, pero la distancia que él impone me detiene. Aun así me doy cuenta de que está escribiendo: se torna callado, introvertido.
—¿Cómo sobrelleva él esos momentos en que no escribe?
—Él trata de caminar, de cambiar de actividad, pero yo sé que no está bien, que está preocupado. Hace dos años estuvo muy triste porque no había podido cerrar el último libro. Se aleja de los amigos. Yo le digo que vaya a los recitales, que invitemos compañeros, para llenarle con un poquito de música la vida.
Ruido de cascos en la noche
recuas de mulas cargadas de oro
Tierra cruzada por caminos
que se hundieron al paso
de tantos caballos
tierra rencorosa que no perdona
Hombres insatisfechos
voraces
que se niegan a abandonarla
(De La aldea desvelada, 1998)
—Soy testigo, por ejemplo, de los momentos de depresión y de angustia por no encontrar la poesía. También él es muy reservado con eso. Cuando está escribiendo no quiere mostrar nada hasta que tiene el libro terminado. Ahora, en los últimos años me dice: “¡Uy, lo logré!”. O por ejemplo fui testigo del Libro de adivinanzas, que le vinieron como un chorro. Él estaba completamente inspirado en esos días. En cualquier caso, dice poco. Algunas veces yo miraba un poquito sus libretas, para curiosear, pero siempre me daba miedo. Yo miro a Horacio con muchísimo respeto, él ha sido muy respetuoso con mis cosas, y yo he tratado de ser igual, aunque soy curiosa, pero la distancia que él impone me detiene. Aun así me doy cuenta de que está escribiendo: se torna callado, introvertido.
—¿Cómo sobrelleva él esos momentos en que no escribe?
—Él trata de caminar, de cambiar de actividad, pero yo sé que no está bien, que está preocupado. Hace dos años estuvo muy triste porque no había podido cerrar el último libro. Se aleja de los amigos. Yo le digo que vaya a los recitales, que invitemos compañeros, para llenarle con un poquito de música la vida.
Ruido de cascos en la noche
recuas de mulas cargadas de oro
Tierra cruzada por caminos
que se hundieron al paso
de tantos caballos
tierra rencorosa que no perdona
Hombres insatisfechos
voraces
que se niegan a abandonarla
(De La aldea desvelada, 1998)
Habla el poeta, otra vez
—¿Nunca volvió a Bolívar?
—No, nunca volví.
—¿Y no le gustaría volver?
—No sé, me da miedo encontrar que todo lo que dejé no sea más que un sueño de niño, mejor que se quede ahí.
—¿Será?
—Hay una cosa que no te he dicho. Mi último libro es sobre muertos de la violencia. Es un libro al que le he dedicado mucho tiempo, escuchando, viviendo, padeciendo toda la tragedia del país, que he vivido personalmente. Antes no podía escribir sobre la violencia, pero llegó el momento en que me sentí preparado. Y para eso tuve que pasar por cosas tenaces.
”A un hermano mío lo mataron, lo asesinaron, como hacen aquí, de la manera más injusta. Javier era de todos nosotros el más buena gente, el más desprendido. No era un hombre de guerra, nunca cargó una aguja. Era un hombre de izquierda, vivía aquí cerca, en La Elvira, un corregimiento de Cali, trabajaba en la biblioteca –que ayudó a fundar–, era el presidente de la JAL, jugaba con los niños, tocaba guitarra, cantaba boleros, armaba parrandas con los vecinos, lo querían mucho, lo invitaban a los matrimonios, a las primeras comuniones. Y llegó un día del año 2000 en que alguien creyó que las personas que se vinculaban de esa manera con la comunidad eran un peligro, y mataron a varios. A él lo asesinaron en una carretera que va de aquí al mar, lo levantaron en el pueblo, y en una curva le pegaron un tiro en la cabeza. No se pudo investigar nada –eso no se investiga– y el crimen quedó impune. Esa historia, y todo lo que uno lee y oye sobre nuestra tragedia, me hace querer decir algo que valga la pena.
La mariposa de tu alma cruzando el abismo
En memoria de Javier Benavides
Una tarde de regreso a casa
escuchaste una música extraña
el crujir de mínimas armas
airados metales
En el barranco de tierra cuarteada
diste con un nido de alacranes
enloquecidos de vida
Barquero
hazle un puesto en tu nave
a este muchacho
que quizás olvidó su moneda
Piensa que no es poco
escuchar una música
jamás oída
(De Todo lugar para el desencuentro, 2005)
Una tarde de regreso a casa
escuchaste una música extraña
el crujir de mínimas armas
airados metales
En el barranco de tierra cuarteada
diste con un nido de alacranes
enloquecidos de vida
Barquero
hazle un puesto en tu nave
a este muchacho
que quizás olvidó su moneda
Piensa que no es poco
escuchar una música
jamás oída
(De Todo lugar para el desencuentro, 2005)
—¿Por qué cree que llega el tema de la violencia a su trabajo en este momento?
—La violencia de este país ha marcado toda mi vida. Uno no escribe lo que quiere sino lo que puede, y yo siempre he estado atento a lo que pasa aquí, con la necesidad de decir algo, sobre todo ahora que se quiere callar, que no quieren que se ahonde en el tema. Es fundamental que todos nos volvamos a decir, porque de lo contra-rio se seguirá repitiendo, y no quiero ser parte de eso.
—Ese decir del poeta lo asume usted como una res-ponsabilidad. ¿Responsabilidad con quién?
—Pues yo creo que con nosotros, con una cantidad de gente que ha padecido tanta muerte. Aquí no se quiere que las cosas se digan, pretenden que se sufra en silencio, para que lo que está continúe como está.
—¿Qué dice el poeta que no pueden decir los periodistas, los novelistas, los políticos? ¿Cuál es la singularidad de la voz poética?
—Yo creo que la poesía ilumina el meollo del asunto, porque escucha a las víctimas y siente su dolor y trata de convertirlo en palabras para que otros lo conozcan. Por mi parte, me interesa hablar con los campesinos, leo reportajes en periódicos y revistas, escucho historias en la calle, siempre tratando de conocer lo que sucede desde las voces de las víctimas. Recuerdo, por ejemplo, un campesino de la parte oriental del país, desterrado, cuando dijo sin ninguna pretensión: “Mi alma está presa en Barranco Minas, donde tengo mi finca”. Hombre, ¿no es doloroso? ¿No está ese hombre encarnado en las palabras que dice? Mi alma está presa, mi alma se quedó, ¿entonces quién soy? Ahí está la poesía, en la palabra justa y encarnada. Otro campesino que vivía a la ribera del río San Juan, hablando de los muertos que traía la corriente, los muertos que veía pasar por su pueblo, termina diciendo: “El mar les lavará la pena”. Eso lo dice un campesino sin pensarlo, sin enorgullecerse, sin juegos ni vanidad. En-tonces el poeta descubre esas palabras límite, comprende que dicen algo definitivo, quizás les agrega algo de sus ritmos, sin tergiversarlas, sin apropiárselas, con la inten-ción de enfocarlas mejor, y así resulta el poema. La poesía está en la voz de cualquiera que dice sus verdades.
"Un señor de la esquina en esta cuadra, que está muy anciano y ya no puede salir a caminar, que solamente se asolea en una silla al frente de la casa, le dijo hoy a mi hijo Eliseo: “Estoy aquí esperando al mensajero del rey”, por decir que estaba esperando la muerte. Uno como poeta tiene la posibilidad de explorar esa voz, de sostener ese destello, de sentir en uno ese aliento y darle forma con palabras.
"Siempre pienso en el día en que nos pregunten a los colombianos: “Y ante tanto dolor y tanta guerra, ¿ustedes qué han dicho?". Hay que decir. No nos podemos quedar callados. Hoy en día la poesía colombiana tiene dos problemas: ha perdido el ritmo, y le falta nombrar. En el ritmo hay mucha brevedad, es entrecortado, hay un exceso de economía. Y pienso que al nombrar hemos sido muy puristas, y nos cuesta decir las cosas por su nombre. Últimamente he sentido la necesidad de ensuciar mis poemas, de dejar ese purismo, de rescatar nuestros nombres, nuestro tono.
”Hay que observar el drama que estamos viviendo, que puede ser visto como una oportunidad para aprender, y luego disponerse a comunicarlo. Ahora hay mucho ensimismamiento. En toda poesía debe aparecer siempre el otro, el otro a través de la voz propia.
—¿Cierto que las que zumban son las abejasen torno a los caballos que comen caña?
—Sí hijo, son las abejas
—¿Cierto que uno es el caballo negroy la otra la potranca alazana?
—Así es, el uno es el caballo de paso de tu padrey la otra la potranca alazana de tu abuelo
—¿Cierto que es una mañana de soly los caballos cabecean mientras comen?
—Bien dices, hijo, los caballos están adormilados y cabecean por la resolana
(Cómo decirle que no se ve nada
y que las que zumban son las moscas
sobre nuestros cuerpos insepultos)
(De Conversación a oscuras, inédito.)
—Sí hijo, son las abejas
—¿Cierto que uno es el caballo negroy la otra la potranca alazana?
—Así es, el uno es el caballo de paso de tu padrey la otra la potranca alazana de tu abuelo
—¿Cierto que es una mañana de soly los caballos cabecean mientras comen?
—Bien dices, hijo, los caballos están adormilados y cabecean por la resolana
(Cómo decirle que no se ve nada
y que las que zumban son las moscas
sobre nuestros cuerpos insepultos)
(De Conversación a oscuras, inédito.)
Mis encuentros con Horacio Benavides se dieron en su
casa. Vive en San Cayetano, un barrio tradicional de Cali. El viento del
sur baja por la pendiente, se cuela por los techos, los patios, y
refresca las tardes del valle. El primer día llegué a las seis a su
casa. Antes de tocar la puerta esperé a que se calmara mi respiración,
luego de subir una loma de varias cuadras. Sin embargo, él me abrió. Sin
tocar me abrió. Es pequeño y delgado, de piel morena. Su mirada es
ágil, sutil, honda. Me sonrió discretamente y me invitó a pasar. Le
pregunté cómo hizo para saber que yo ya había llegado. Con naturalidad
me respondió que vio mi sombra moverse por la rendija de la puerta.
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