Hace cien años se publico póstumo el Diccionario de tópicos de Flaubert. Las frases hechas de los escritores constituyen todo un género
Una vieja máquina de escribir. /Craig Van Der Lende./elpais.com |
Parafraseando al duque de Alba, que dijo una vez que el abanico más
cursi era el de posibilidades, cabría decir que el lugar menos literario
de la literatura es el lugar común. De hecho, cualquiera que trabaje
con las palabras haría bien en tener a mano, tanto o más que el
Diccionario de la RAE, el Diccionario de tópicos de Flaubert,
ese prontuario gamberro que el escritor francés dejó sin terminar cuando
andaba engolfado en las andanzas de Bouvard y Pécuchet, y que vio la
luz entre 1911 y 1913, es decir, hace ya un siglo.
“La palabra humana”, escribió en Madame Bovary —o La señora Bovary
según la traducción—, “es como una especie de caldero roto con el que
tocamos una música para hacer bailar a los osos, cuando lo que nos
gustaría es conmover a las estrellas con su son”. No sabemos si el
puntilloso escritor de Ruán conmovió a las estrellas, pero es posible
que las hiciera reír con las entradas de un glosario que —primo hermano
del aún más punzante Diccionario del diablo de Ambrose Bierce—
lo mismo habla de los arquitectos —“siempre se olvidan de poner las
escaleras”— que de la imaginación —“cuando uno no la tiene, criticarla
en los demás”— o de los periódicos —“no poder pasar sin ellos, pero
denigrarlos”—. Gustave Flaubert, que fue uno de los campeones mundiales
de la literatura epistolar, murió en 1880 antes de rematar su
diccionario y también antes de que floreciera un género nacido al calor
de los periódicos: la entrevista. Hay quien dice que su versión oral era
la más brillante de algunos clásicos (Oscar Wilde, Sócrates,
Jesucristo), y con las mismas se podría decir que la versión mate de
algunos contemporáneos hay que buscarla en sus declaraciones. La idea de
que el primero que comparó a una mujer con una flor fue un genio y el
segundo, un ingenuo sigue vigente. Tanto que ya es casi un tópico.
Como es normal entre gente sofisticada, muchos lugares comunes
literarios conservan su barniz de prestigio y su parte de verdad por lo
mismo que en la noche electoral todos cantan victoria y en la
pretemporada todos los futbolistas fichan por el mejor equipo del mundo.
Ya se sabe, el fútbol es así y unas veces se gana y otras se pierde. El
repertorio de los escritores es menos previsible que el de políticos y
deportistas, pero no siempre menos tópico, hasta el punto de que se
podría redactar un flaubertiano libro de antiestilo para novelistas en
promoción durante la rentrée que empieza la semana que viene. Estos podrían ser algunos ejemplos:
—La patria de un escritor es su infancia. No, mejor, su lengua.
—Me recuerdo siempre escribiendo.
—No leo a mis contemporáneos. Solo releo. Por cierto, las traducciones son muy malas.
—Escribo los libros que me gustaría leer.
—Veo poco riesgo hoy, poca originalidad.
—Cuando escribes te conviertes en otro. Llegado a un punto, los personajes se te rebelan.
—Me encantan Sant Jordi y la Feria del Libro, el contacto con los lectores. Escribir es un oficio tan solitario…
—Tengo mis pequeños ritos a la hora de escribir. (Versión larga:
trabajar de ocho a tres de espaldas a la ventana, con la puerta cerrada,
en cuadernos que compro en Londres y vestido con el pantalón de un
pijama de felpa).
—Cuando escribo una novela no leo. No quiero que me influya nada.
—Cuando termino un libro me siento vacío.
—Yo hago novela negra pero trascendiendo el género. Aunque el género
es muy digno, no digo que no: siempre ha sido un gran reducto para la
crítica social. Y un gran reducto para las ventas, dicho sea de paso,
pero, ojo, yo la escribo trascendiendo el género. De hecho, si algún día
gano el premio Planeta será trascendiendo el premio Planeta.
—Hablando de trascender: no me interesa el realismo sino trascender
la realidad. Odio el realismo español, sobre todo el realismo madrileño.
En una novela, una lata de sopa Campbell es literatura; una de fabada
Litoral, vulgar costumbrismo.
—Ya no quedan maestros.
—La novela ha muerto. (Versión larga: puedes atribuirlo a que me hago
viejo, a que me da pereza, a que me cuesta meterme en una ficción, a
que me chirrían los diálogos, a que estoy ya en la edad de las sopitas,
el buen vino, las biografías y los libros de historia... pero la novela
ha muerto).
—¿Te he dicho que escribo poesía? Pero me la guardo para mí.
—Yo respeto a la crítica, pero el crítico que reseño mi última novela
no la entendió. (Interviene el jefe de prensa: “No la leyó”. Interviene
el editor: “Nos tiene manía”).
Todos los tópicos, ya dijimos, tienen algo de verdad, incluso el
último, que responde a otro tópico con doble fondo de base real: solo
hay algo que a un escritor le guste más que estar en la lista de libros
más vendidos, estar en una lista negra. Pero en fin, no seamos
intransigentes, escribir es un oficio muy solitario y bastante tiene un
novelista con evitar que se le rebelen los personajes. Tampoco hay que
pedirle a todo el mundo que tenga el genio y el ingenio de Ramón Gaya,
al que una vez sometieron a uno de esos cuestionarios sobre curiosidades
en los que uno cuenta que iba a ver una de Bergman y terminó en una
porno. O que se encontró a su padre en la sesión de las cuatro cuando el
padre debería estar en el trabajo y el hijo, en clase. Pregunta: “¿Algo
extraordinario que le ocurriese en un cine?”. Ramón Gaya: “Que me
gustase la película”.
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