8.8.13

Visita al mundo de la novela negra

Este género descubre vicios y virtudes de los humanos. Presentamos algunos de sus autores y dos obras recientes de éxito: Perdida  y La verdad sobre el caso de Harry Quebert

La autora estadounidense Gillian Flynn, galardonada con el premio Edgar de novela negra.

El desconocido Joël Dicker se ha convertido en el autor revelación de la temporada./elespectador.com

La novela negra ha sido relegada, por ciertos mecanismos extraños de la literatura, a los estratos menores de ese arte. Ningún escritor de este género ha sido premiado con las grandes glorias de la literatura y las obras por momentos se deshacen en los anaqueles del mero entretenimiento. La novela negra, dicen algunos, resuelve misteriosas muertes y se centra en investigar cómo y quién mató a cierto personaje. Pero esa definición, por lo demás, parece demasiado reducida.
La resolución de los crímenes, y también quizá sus métodos, comenzaron en la literatura gracias a las aventuras de Sherlock Holmes, el detective creado por el escocés Arthur Conan Doyle. La primera novela sobre este personaje, A Study in Scarlet, es de 1887 e inaugura una serie que terminaría en 1927. Conan Doyle, además de crear un personaje que sometía los crímenes a la lógica, sin tocar una sola arma, y que poseía un alto conocimiento del alma humana, fundó también una empresa editorial: las series novelescas con un mismo personaje.
Sin embargo, hay un referente anterior a Sherlock Holmes: el intelectual Auguste Dupin, que apareció por primera vez en Los asesinatos de la rue Morgue de 1841. Imaginado por el estadounidense Edgar Allan Poe, Dupin era un hombre al parecer adinerado y con tiempo para pensar en los crímenes como un pasatiempo. Poseía una altísima capacidad lógica y encontraba la respuesta apenas con las descripciones que hacían los testigos, en ocasiones sin siquiera acudir a la escena del crimen. Dupin tenía todas las posibles respuestas mentales, y bien podía uno imaginarlo con el monóculo y un buen trago encontrando las explicaciones que la policía (un ente siempre incapaz, demasiado básico para entender la naturaleza de los hechos) no lograba hallar.
Y el cambio comenzó a gestarse casi 50 años después. El cambio en las estructuras sociales, la constante creación de industria, la urbanización de las ciudades hicieron su parte en esa metamorfosis. La definición, por lo tanto, mutó: la novela negra era aquella que se especializaba en revelar el mundo del crimen, la corrupción, en últimas, de la condición humana. Uno de los vehículos para los escritores de este género fue la revista Black Mask, fundada en 1920. El género se endureció: ya aquellos investigadores no eran la lumbre de la intelectualidad. Utilizaban los puños, seducían a las mujeres indicadas, no ahorraban improperios para conseguir lo que querían. Ya no eran Auguste Dupin o Sherlock Holmes, sino Sam Spade y Philip Marlowe, personajes de fuerza y pistola en mano. La inteligencia no estaba en la lógica, sino en el camino para encontrar la verdad.
Y los cambios han seguido: entre los años setenta y ochenta, el italiano Leonardo Sciascia hizo lo suyo con relatos como Una historia sencilla y El Consejo de Egipto. Quizá bajo la inspiración de Conan Doyle, el sueco Henning Mankell ha creado al investigador Kurt Wallander y una serie literaria con ese personaje. De ese país también es Stieg Larsson, fallecido en 2004 y autor de la vendida trilogía Millennium.
Estos relatos siempre se han caracterizado por un criterio comercial: son muy vendidos y seguidos por el público lector. A este grupo también pertenecen las novelas Perdida , de Gillian Flynn, y La verdad sobre el caso Harry Quebert, de Jöel Dicker. ¿Qué descubren estas novelas, más allá de que sean las más vendidas en el mercado literario de numerosos países?
“El infierno son los otros”
La tragedia de Nick y Amy es haberse conocido. Resulta evidente que ninguno sabía muy bien quién era el otro. Se casaron y aun así siguieron sin averiguarlo, apenas interpretando una vida que no era la propia: actores naturales en el papel del amor. Todo en tono de farsa.
Como farsa, esta obra está desprovista de comedia, aunque no por eso provoca menos sonrisas. Una risa leve y nerviosa, más atada a la angustia que al humor,  aflora mientras la trama revela lo  humano de un relato contado por dos personajes quebrados : marido y mujer. Amy lo dice en algún momento: “Soy mucho más feliz ahora que estoy muerta”. La tragedia de Nick y Amy es haberse conocido.
Bajo una determinada perspectiva Perdida es una novela de amor, que narra los desencuentros de una pareja, los desacuerdos que se van gestando en el incómodo silencio de la convivencia, en el improbable equilibrio de una rutina que se rompe cuando ella desaparece y él llama a la Policía.
Partiendo de ahí, Gillian Flynn construye un elaborado juego de apariencias, una trama que, más allá de las sorpresas (aunque hay bastante de eso), gira alrededor de la imagen. La autora propone un relato en el que la opinión acerca del otro es clave e inútil, una novela que se construye sobre lo volátil y manipulable de la percepción.
Un abogado toca esta arista. “Los medios han saturado el entorno legal. Desde que tenemos internet, Facebook, Youtube… los jurados imparciales han pasado a la historia. Ninguno llega al banquillo sin haberse formado una opinión. El ochenta, noventa por ciento de un caso queda decidido antes de haber entrado en el juzgado. (…) Desde que tenemos internet y 24 horas al día de televisión por cable, todo el mundo es su tribunal”. ¿Suena conocido?
Flynn erige su trabajo sobre el espejismo de la perfección, encarnada por una mujer rubia, hermosa, inteligente y sensible, y un hombre atractivo y trabajador, entregado al fácil placer de un amor cobijado por un fondo fiduciario. Farsa, de nuevo.
Ella, Amy, escribe: “A los norteamericanos les gusta lo fácil, y sentir aprecio por las embarazadas es muy fácil; son como patitos o conejitos o perros. Aun así, me desconcierta que estos ensimismados y santurrones barriles obtengan un trato tan especial. Como si fuera difícil abrirse de piernas y dejar que un hombre eyacule entre ellas”.
Flynn parece ocultar los caminos que conducen hacia la resolución del enigma. Pero su gran fortaleza no reside en desentrañarlo (escondiendo los mecanismos), sino en la proposición de una sordidez que se antoja infinita. Lo encantador es ver el abismo al que se asoman Nick y Amy cuando se examinan. Sus personajes son tan humanos como monstruosos. Verosímiles y repulsivos, Amy y Nick viven la tragedia de reconocerse mutuamente. Ya se ha dicho: “El infierno son los otros”.
Lecciones para noquear a un lector
La literatura no place al lector: siempre busca incomodarlo. De modo que la literatura se parece más a un puñetazo que a una caricia, porque desestabiliza todo lo que el lector cree saber. Ésa es quizá una de las lecciones más visibles luego de leer La verdad sobre el caso Harry Quebert, de Jöel Dicker. Nacido en Suiza en 1985, Dicker está en los primeros lugares de ventas desde hace varios meses por cuenta de esta obra que, más allá de los ejemplares vendidos y de que sea calificada como thriller, está entretejida de la manera en que un mago lo haría: aquí hay una pista, una certeza, y de repente ya no existe. Todo intento por descubrir la verdad resulta en fracaso.
La verdad… relata el misterioso asesinato de Nora Kellergan, una niña de quince años que desapareció en 1975 y cuyo cuerpo fue encontrado treinta años después. Marcus Goldman, un escritor de éxito con su primer libro pero que no encuentra la fórmula para escribir el segundo, decide investigar la muerte. Uno de los supuestos involucrados es uno de sus profesores más queridos, su amigo Harry Quebert, quien sostuvo un romance con la menor en la época en que desapareció, cuando él tenía 34 años. En 663 páginas, Goldman va de pista en pista, en compañía del sargento Gahalowood, para comprobar la inocencia de su amigo.
La novela, dividida en tres partes, resulta mucho más que una trama policíaca. Cada tanto, Dicker encuentra un espacio para hablar sobre la escritura y la literatura, como ritos de paso entre capítulo y capítulo. Las lecciones que da Quebert a Goldman son formas de enfrentar el inmenso caos: “Nadie sabe que es escritor. Son los demás los que se lo dicen”, “Vivimos en una sociedad de empleados de oficina resignados y, para salir de esa trampa, hay que luchar a la vez contra uno mismo y contra el mundo entero”, “Escribir y boxear se parecen tanto... Uno se pone en guardia, decide lanzarse a la batalla, levanta los puños y se enfrenta al adversario”, “La enfermedad del escritor, Marcus, no es la de no poder escribir más: es la de no querer escribir más y ser incapaz de dejarlo”.
Esos consejos mínimos, que juegan como aforismos, unen los fragmentos de la novela. Dicker se sale del cliché e incluso juega con él: sucede así, por ejemplo, con el editor de Goldman, Barnaski, de poco criterio literario y pleno de criterio mercantil; con Elijah Stern, un viejo rico que encontró en el dinero una forma de resarcir sus errores de juventud. No son personajes planos, como los que uno se toparía en un thriller cualquiera. La verdad... ve en sus personajes —como antes lo hacía Raymond Chandler— el modo de explicar las relaciones entre los seres humanos: es una historia de amor, de odio, de fraternidad, de cartas cruzadas, todo ello atravesado por la muerte.
La forma más adecuada que encontró Dicker para tejer dicho entramado fue la mentira: el lector sigue a Goldman por las pistas, pero la verdad parece cada vez más lejos. El lector es engañado, refutado, y sólo al final conoce la versión real luego de una lucha cuerpo a cuerpo con las versiones de los personajes. Todos tienen una visión de la vida, una pequeña parte de ella. Goldman se encargará —como  buen escritor— de hallar las conexiones entre ellos. Dicker contaba, en entrevista con El País de España, que reescribió la novela cinco veces. Sí, quizá la respuesta  ya estaba allí, antes de escribirla. Pese a que el final resulta demasiado redondo —el lector se entera de todo,  como un típico thriller—, el camino hacia ese destino es lo más interesante: no sólo va descubriendo al asesino, sino también los secretos de sus personajes. Todos tienen parte y son culpables de algún modo. En un mundo diminuto, de repente, se reúnen todos los vicios y las virtudes.
La habilidad para recorrer una historia que pasó 30 años atrás, le permite a Dicker jugar con los tiempos de sus personajes, saltando a 1975 y volviendo a 2008, el momento en que Goldman investiga. Ese juego deja ver a los personajes en toda su dimensión: antes jóvenes, soñadores, y luego decepcionados , atrapados. El asesinato de Nola Kellergan sugiere mucho más que la muerte, entonces: es el centro  de la tristeza de un pueblo que ha masticado su propia felicidad y luego la ha escupido. Dicker somete estas escenas y diálogos a un lenguaje efectivo,  de pocos adjetivos; las descripciones de ambiente  sólo son necesarias cuando los personajes dependen de ellas: las gaviotas que circundan la casa de Goose Cove, la playa donde corre Goldman.
La verdad sobre el caso Harry Quebert es una derrota continua. La destrucción de toda verdad. Sin embargo, no es tan grave: “Aprenda a amar sus derrotas, Marcus, pues son las que le construirán. Son sus derrotas las que darán sabor a sus victorias”.

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