Este género descubre vicios y virtudes de los humanos. Presentamos algunos de sus autores y dos obras recientes de éxito: Perdida y La verdad sobre el caso de Harry Quebert
La autora estadounidense Gillian Flynn, galardonada con el premio Edgar de novela negra. |
El desconocido Joël Dicker se ha convertido en el autor revelación de la temporada./elespectador.com |
La novela negra ha sido relegada, por
ciertos mecanismos extraños de la literatura, a los estratos menores de
ese arte. Ningún escritor de este género ha sido premiado con las
grandes glorias de la literatura y las obras por momentos se deshacen
en los anaqueles del mero entretenimiento. La novela negra, dicen
algunos, resuelve misteriosas muertes y se centra en investigar cómo y
quién mató a cierto personaje. Pero esa definición, por lo demás,
parece demasiado reducida.
La resolución de los crímenes, y
también quizá sus métodos, comenzaron en la literatura gracias a las
aventuras de Sherlock Holmes, el detective creado por el escocés Arthur
Conan Doyle. La primera novela sobre este personaje, A Study in Scarlet,
es de 1887 e inaugura una serie que terminaría en 1927. Conan Doyle,
además de crear un personaje que sometía los crímenes a la lógica, sin
tocar una sola arma, y que poseía un alto conocimiento del alma humana,
fundó también una empresa editorial: las series novelescas con un mismo
personaje.
Sin embargo, hay un referente anterior a Sherlock
Holmes: el intelectual Auguste Dupin, que apareció por primera vez en
Los asesinatos de la rue Morgue de 1841. Imaginado por el estadounidense
Edgar Allan Poe, Dupin era un hombre al parecer adinerado y con tiempo
para pensar en los crímenes como un pasatiempo. Poseía una altísima
capacidad lógica y encontraba la respuesta apenas con las descripciones
que hacían los testigos, en ocasiones sin siquiera acudir a la escena
del crimen. Dupin tenía todas las posibles respuestas mentales, y bien
podía uno imaginarlo con el monóculo y un buen trago encontrando las
explicaciones que la policía (un ente siempre incapaz, demasiado básico
para entender la naturaleza de los hechos) no lograba hallar.
Y el
cambio comenzó a gestarse casi 50 años después. El cambio en las
estructuras sociales, la constante creación de industria, la
urbanización de las ciudades hicieron su parte en esa metamorfosis. La
definición, por lo tanto, mutó: la novela negra era aquella que se
especializaba en revelar el mundo del crimen, la corrupción, en últimas,
de la condición humana. Uno de los vehículos para los escritores de
este género fue la revista Black Mask, fundada en 1920. El género se
endureció: ya aquellos investigadores no eran la lumbre de la
intelectualidad. Utilizaban los puños, seducían a las mujeres indicadas,
no ahorraban improperios para conseguir lo que querían. Ya no eran
Auguste Dupin o Sherlock Holmes, sino Sam Spade y Philip Marlowe,
personajes de fuerza y pistola en mano. La inteligencia no estaba en la
lógica, sino en el camino para encontrar la verdad.
Y los cambios
han seguido: entre los años setenta y ochenta, el italiano Leonardo
Sciascia hizo lo suyo con relatos como Una historia sencilla y El
Consejo de Egipto. Quizá bajo la inspiración de Conan Doyle, el sueco
Henning Mankell ha creado al investigador Kurt Wallander y una serie
literaria con ese personaje. De ese país también es Stieg Larsson,
fallecido en 2004 y autor de la vendida trilogía Millennium.
Estos
relatos siempre se han caracterizado por un criterio comercial: son muy
vendidos y seguidos por el público lector. A este grupo también
pertenecen las novelas Perdida , de Gillian Flynn, y La verdad sobre el
caso Harry Quebert, de Jöel Dicker. ¿Qué descubren estas novelas, más
allá de que sean las más vendidas en el mercado literario de numerosos
países?
“El infierno son los otros”
La tragedia de Nick y Amy es haberse conocido. Resulta evidente que ninguno sabía muy bien quién era el otro. Se casaron y aun así siguieron sin averiguarlo, apenas interpretando una vida que no era la propia: actores naturales en el papel del amor. Todo en tono de farsa.
La tragedia de Nick y Amy es haberse conocido. Resulta evidente que ninguno sabía muy bien quién era el otro. Se casaron y aun así siguieron sin averiguarlo, apenas interpretando una vida que no era la propia: actores naturales en el papel del amor. Todo en tono de farsa.
Como
farsa, esta obra está desprovista de comedia, aunque no por eso provoca
menos sonrisas. Una risa leve y nerviosa, más atada a la angustia que al
humor, aflora mientras la trama revela lo humano de un relato contado
por dos personajes quebrados : marido y mujer. Amy lo dice en algún
momento: “Soy mucho más feliz ahora que estoy muerta”. La tragedia de
Nick y Amy es haberse conocido.
Bajo una determinada perspectiva Perdida es una novela de amor, que narra los desencuentros de una pareja, los desacuerdos que se van gestando en el incómodo silencio de la convivencia, en el improbable equilibrio de una rutina que se rompe cuando ella desaparece y él llama a la Policía.
Bajo una determinada perspectiva Perdida es una novela de amor, que narra los desencuentros de una pareja, los desacuerdos que se van gestando en el incómodo silencio de la convivencia, en el improbable equilibrio de una rutina que se rompe cuando ella desaparece y él llama a la Policía.
Partiendo de ahí,
Gillian Flynn construye un elaborado juego de apariencias, una trama
que, más allá de las sorpresas (aunque hay bastante de eso), gira
alrededor de la imagen. La autora propone un relato en el que la opinión
acerca del otro es clave e inútil, una novela que se construye sobre lo
volátil y manipulable de la percepción.
Un abogado toca esta
arista. “Los medios han saturado el entorno legal. Desde que tenemos
internet, Facebook, Youtube… los jurados imparciales han pasado a la
historia. Ninguno llega al banquillo sin haberse formado una opinión. El
ochenta, noventa por ciento de un caso queda decidido antes de haber
entrado en el juzgado. (…) Desde que tenemos internet y 24 horas al día
de televisión por cable, todo el mundo es su tribunal”. ¿Suena conocido?
Flynn
erige su trabajo sobre el espejismo de la perfección, encarnada por una
mujer rubia, hermosa, inteligente y sensible, y un hombre atractivo y
trabajador, entregado al fácil placer de un amor cobijado por un fondo
fiduciario. Farsa, de nuevo.
Ella, Amy, escribe: “A los
norteamericanos les gusta lo fácil, y sentir aprecio por las embarazadas
es muy fácil; son como patitos o conejitos o perros. Aun así, me
desconcierta que estos ensimismados y santurrones barriles obtengan un
trato tan especial. Como si fuera difícil abrirse de piernas y dejar que
un hombre eyacule entre ellas”.
Flynn parece ocultar los caminos
que conducen hacia la resolución del enigma. Pero su gran fortaleza no
reside en desentrañarlo (escondiendo los mecanismos), sino en la
proposición de una sordidez que se antoja infinita. Lo encantador es ver
el abismo al que se asoman Nick y Amy cuando se examinan. Sus
personajes son tan humanos como monstruosos. Verosímiles y repulsivos,
Amy y Nick viven la tragedia de reconocerse mutuamente. Ya se ha dicho:
“El infierno son los otros”.
Lecciones para noquear a un lector
La literatura no place al lector: siempre busca incomodarlo. De modo que la literatura se parece más a un puñetazo que a una caricia, porque desestabiliza todo lo que el lector cree saber. Ésa es quizá una de las lecciones más visibles luego de leer La verdad sobre el caso Harry Quebert, de Jöel Dicker. Nacido en Suiza en 1985, Dicker está en los primeros lugares de ventas desde hace varios meses por cuenta de esta obra que, más allá de los ejemplares vendidos y de que sea calificada como thriller, está entretejida de la manera en que un mago lo haría: aquí hay una pista, una certeza, y de repente ya no existe. Todo intento por descubrir la verdad resulta en fracaso.
Lecciones para noquear a un lector
La literatura no place al lector: siempre busca incomodarlo. De modo que la literatura se parece más a un puñetazo que a una caricia, porque desestabiliza todo lo que el lector cree saber. Ésa es quizá una de las lecciones más visibles luego de leer La verdad sobre el caso Harry Quebert, de Jöel Dicker. Nacido en Suiza en 1985, Dicker está en los primeros lugares de ventas desde hace varios meses por cuenta de esta obra que, más allá de los ejemplares vendidos y de que sea calificada como thriller, está entretejida de la manera en que un mago lo haría: aquí hay una pista, una certeza, y de repente ya no existe. Todo intento por descubrir la verdad resulta en fracaso.
La verdad…
relata el misterioso asesinato de Nora Kellergan, una niña de quince
años que desapareció en 1975 y cuyo cuerpo fue encontrado treinta años
después. Marcus Goldman, un escritor de éxito con su primer libro pero
que no encuentra la fórmula para escribir el segundo, decide investigar
la muerte. Uno de los supuestos involucrados es uno de sus profesores
más queridos, su amigo Harry Quebert, quien sostuvo un romance con la
menor en la época en que desapareció, cuando él tenía 34 años. En 663
páginas, Goldman va de pista en pista, en compañía del sargento
Gahalowood, para comprobar la inocencia de su amigo.
La novela,
dividida en tres partes, resulta mucho más que una trama policíaca. Cada
tanto, Dicker encuentra un espacio para hablar sobre la escritura y la
literatura, como ritos de paso entre capítulo y capítulo. Las lecciones
que da Quebert a Goldman son formas de enfrentar el inmenso caos: “Nadie
sabe que es escritor. Son los demás los que se lo dicen”, “Vivimos en
una sociedad de empleados de oficina resignados y, para salir de esa
trampa, hay que luchar a la vez contra uno mismo y contra el mundo
entero”, “Escribir y boxear se parecen tanto... Uno se pone en guardia,
decide lanzarse a la batalla, levanta los puños y se enfrenta al
adversario”, “La enfermedad del escritor, Marcus, no es la de no poder
escribir más: es la de no querer escribir más y ser incapaz de dejarlo”.
Esos
consejos mínimos, que juegan como aforismos, unen los fragmentos de la
novela. Dicker se sale del cliché e incluso juega con él: sucede así,
por ejemplo, con el editor de Goldman, Barnaski, de poco criterio
literario y pleno de criterio mercantil; con Elijah Stern, un viejo rico
que encontró en el dinero una forma de resarcir sus errores de
juventud. No son personajes planos, como los que uno se toparía en un
thriller cualquiera. La verdad... ve en sus personajes —como antes lo
hacía Raymond Chandler— el modo de explicar las relaciones entre los
seres humanos: es una historia de amor, de odio, de fraternidad, de
cartas cruzadas, todo ello atravesado por la muerte.
La forma más
adecuada que encontró Dicker para tejer dicho entramado fue la mentira:
el lector sigue a Goldman por las pistas, pero la verdad parece cada vez
más lejos. El lector es engañado, refutado, y sólo al final conoce la
versión real luego de una lucha cuerpo a cuerpo con las versiones de los
personajes. Todos tienen una visión de la vida, una pequeña parte de
ella. Goldman se encargará —como buen escritor— de hallar las
conexiones entre ellos. Dicker contaba, en entrevista con El País de España, que reescribió la novela cinco veces. Sí, quizá la respuesta ya
estaba allí, antes de escribirla. Pese a que el final resulta demasiado
redondo —el lector se entera de todo, como un típico thriller—, el
camino hacia ese destino es lo más interesante: no sólo va descubriendo
al asesino, sino también los secretos de sus personajes. Todos tienen
parte y son culpables de algún modo. En un mundo diminuto, de repente,
se reúnen todos los vicios y las virtudes.
La habilidad para
recorrer una historia que pasó 30 años atrás, le permite a Dicker jugar
con los tiempos de sus personajes, saltando a 1975 y volviendo a 2008,
el momento en que Goldman investiga. Ese juego deja ver a los personajes
en toda su dimensión: antes jóvenes, soñadores, y luego decepcionados ,
atrapados. El asesinato de Nola Kellergan sugiere mucho más que la
muerte, entonces: es el centro de la tristeza de un pueblo que ha
masticado su propia felicidad y luego la ha escupido. Dicker somete
estas escenas y diálogos a un lenguaje efectivo, de pocos adjetivos;
las descripciones de ambiente sólo son necesarias cuando los personajes
dependen de ellas: las gaviotas que circundan la casa de Goose Cove, la
playa donde corre Goldman.
La verdad sobre el caso Harry Quebert
es una derrota continua. La destrucción de toda verdad. Sin embargo, no
es tan grave: “Aprenda a amar sus derrotas, Marcus, pues son las que le
construirán. Son sus derrotas las que darán sabor a sus victorias”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario