Durante los años noventa viajé en tren por toda Cuba en busca de libros que después vendía en dólares a turistas en la Plaza de Armas. Llevaba un bolso gigantesco de esos que en La Habana llamamos gusano, por la forma alargada que recuerda al animal, y la procedencia: vienen cargados de pacotilla desde Miami. El mío lo había heredado del último viaje de mi padre
Biblioteca no tan fantasma como recuerda el autor, en plena Plaza de Armas, en La Habana./penultimosdias.com |
—Te dejo esto que me trajeron de Miami, me dijo como si se tratara de
legar un patrimonio, mientras se secaba el resbaloso sudor de su
frente; no me hace falta para un viaje de ida sin regreso.
Las costuras del gusano heredado resistían (bajo el fogaje,
las lluvias, los empujones y la suciedad de los trenes), el peso de
diccionarios, enciclopedias, atlas, y todo tipo de libros que yo
compraba en provincia, muy baratos, a familias desesperadas por comer, o
por pagarse alguna visa, o una buena balsa que les permitiera fugarse
allende los mares, como mi padre.
Me doy cuenta ahora, caminando por la calle Obispo, que mi memoria
asocia los libros que tuve en Cuba con aquellos viajes de supervivencia
en tren, y no con la nostalgia infantil de la evasión imaginaria hacia
otros mundos. Por supuesto que existió esa época (cuando a los doce años
mi padrastro Joaquín me construyó mi primera biblioteca) de lecturas de
Julio Verne y Agatha Christie, pero los perniles de jamón y los quesos
comprados de contrabando gracias a los libros hallados en provincia,
tienen más consistencia en mi recuerdo que las tiernas imágenes
juveniles.
Y fue con los dólares de la Plaza de Armas que me pagué mi viaje real
a París. Un soleado día de primavera Eusebio Leal, el Historiador
oficial de una ciudad en ruinas, y cuya parte colonial él ha
reconstruido para los turistas con el dinero de la UNESCO, aceptó
comprarme las Ordenanzas Reales de Castilla de 1779,
recopiladas por un tal Alonso Díaz de Montalvo, y que yo había comprado
en 5 dólares a un vendedor de maní de Santa Clara. El conocido Eusebio
me ofreció 350 dólares: el dinero que faltaba para completar los gastos
de mi partida a Francia.
En aquellos años de Período Especial salía de viaje varias veces al mes de la estación de trenes de La Habana. Además del gusano llevaba conmigo una lista de títulos de libros preciosos (por venderse caros) que con el tiempo aprendería de memoria: El libro de los ingenios, La Isla de Cuba Pintoresca (en los cuales aparecen grabados y litografías de los franceses Laplante y Miahlé), La guía de forasteros de la siempre fiel isla de Cuba, desde la primera de 1781 hasta cualquiera del siglo XIX, la Historia de Cuba de Pezuela, el Libro del Capitolio, Los instrumentos de la música afrocubana
de Fernando Ortiz, y mapas o colecciones que tuvieran pájaros o plantas
ilustrados con láminas de época, entre otros muchos, sin contar, claro,
la posibilidad de tropezarme un día de suerte con algún incunable.
Como se puede suponer, no sólo trocaba por comida libros que por el peso y las correas del gusano
marcaban de moratones mis hombros sudorosos, sino que, además, al
leerlos, no me ayudaban a evadirme hacia otras geografías. Eran libros
que ilustraban para coleccionistas, curiosos o revendedores, la misma
pintoresca isla que yo creía a la vez detestar y conocer de memoria.
La biblioteca se convirtió en mi fantasma. Las portadas de sus libros
invisibles me despertaban como las picadas de mosquitos en medio de las
madrugadas asfixiantes y sin electricidad. Me distraían durante el
pedaleo bajo el sol de mi bicicleta china Forever en la que hacía todos
los días el trayecto de ida y vuelta de Marianao a La Habana Vieja. Dar
con la biblioteca y los títulos que se jactaban poseer los más prósperos
libreros de la Plaza de Armas, me salvaría para siempre del hambre.
Hallar en cualquier sitio de la isla maldecida una biblioteca ideal
que yo en otras circunstancias me juraba no habría elegido; incitaba la
urgencia y el delirio de mis ajetreos cotidianos. El desasosiego, el
tema de conversación con mi familia y mis amigos, la desesperación al
entrar en las casas de donde me llamaban para que fuera a comprar los
libros empolvados de olvido en los estantes; se debían a la imagen de
aquella biblioteca fugitiva, como un espectro, que debía esperarme en
algún sitio de la isla.
Tiene que haber sido por venganza la razón por la cual me deleitaba
entonces con la lectura de páginas mordaces dedicadas a condenar, a
lamentarse, o a reírse de las miserias humanas de nuestro espíritu
nacional como en las Memorias sobre la vagancia en Cuba de Saco, Cuba y su evolución colonial (1907) de Francisco Figueras, Entre cubanos de Fernando Ortiz, Indagación del choteo de Jorge Mañach, u otros más recientes como Antes que anochezca de Reinaldo Arenas o el Mea Cuba
de Guillermo Cabrera Infante. Leyendo estos libros aprendía más de la
cultura y la historia de Cuba. Al menos de sus demonios. Pero eso lo
puse en su lugar más tarde. Se trataba más bien de un acto de exorcismo:
en aquella época el regocijo consistía en compartir con esos letrados
desaparecidos o exilados, la desgracia de haber nacido todos en la misma
isla.
El calor obligaba a saltar al tren con ligereza de ropa: en short,
camiseta y sandalias, y en la mano una botella de limonada congelada
que fungía como acuático reloj de un viaje de 10 y 12 horas: a medida
que se derretía el hielo me alejaba de La Habana. Leía el único libro
que llevaba para ganar espacio y fuerzas en el viaje de vuelta que
exigía duplicar las dosis de paciencia estoica. Porque retornaba con el
vientre del gusano abarrotado, en el mismo tren oxidado de la
ida, con asientos que de tan desnudos de cojines eran ya de madera, y
con los cristales de las ventanillas rotos quizás por la asfixia de los
viajeros o de los animales que estos escondían en sus equipajes.
El regreso en tren a La Habana era de esta manera la ruidosa travesía
de un zoológico ambulante. Cacareaban gallinas, patos y gallos, rugían
los cerdos amarrados a los asientos, y el hedor de pescados, mariscos,
carnes y quesos a punto de podrirse, atraían a moscas que disputaban a
otros insectos el espacio aéreo irrespirable de los vagones, donde no
había instalaciones de agua potable, y el hedor de los excrementos de
los baños se confundía con el de los animales.
Es temprano y La Moderna Poesía aún no ha abierto. Camino por el
centro de Obispo, como dejaron para la tradición escritores como Jorge
Mañach y Lezama Lima. Están ya instalados los vendedores de artesanías,
de ropa barata, y de comida: pizzas, sándwiches de no sé qué, brebajes
de colores diversos que deben ser refrescos, etc. Un olor a aceite
quemado se respira en el aire que a esas horas todavía no lleva de un
lado a otro el polvo negruzco del humo de los carros. Algunos
improvisados camareros se abalanzan sobre mí y me proponen direcciones y
menús para un restaurante en dólares cada vez más barato que el otro.
Me apresuro a llegar a la Plaza de Armas que ya exhibe los anaqueles de
libros castigados por el sol.
Me asombra que ante mis ojos todo parezca fijo en el tiempo desde aquella mañana en que vendí las Ordenanzas Reales, pero, a la vez, nadie parece saber quién soy en esta plaza.
Me hago el turista y hojeo los libros de los estantes. “Todavía
tienen aquí esto”, se me escapa a manera de asombro o de pregunta, al
ver un ejemplar de Cuba a pluma y lápiz de Samuel Hazard. El
librero viene a exponer argumentos para tratar de vendérmelo, y le
replico que sí, que gracias, que lo conozco, que trabajé aquí mismo hace
mucho tiempo, antes de irme de Cuba, y busco, además, a un colega suyo
llamado Ricardo. Traigo una lista para él de libros que quiero comprar.
Los libros que se muestran a la venta son todavía los mismos: los que
compran despistados turistas de paso; los del Che Guevara, discursos de
Castro, los de José Martí, historias del tabaco… Los buenos se negocian
aparte, me dice un muchacho. Aunque no. Veo también, achicharrados por
el sol, los libros de escritores exilados. A la vista de todos.
Pregunto por ese detalle y me dicen que no, que no hay problemas en
vender eso aquí, que si quiero llevarme alguno…son baratos.
Compro en 15 cuc un afiche de la película Soy Cuba ilustrado
por René Portocarrero. Y dudo entre la consternación y el entusiasmo al
ver tantas ediciones nuevas de Virgilio Piñera. Sé que puedo comprarlas
en pesos cubanos en otros sitios, y me limito a hojear las cartas hasta
entonces inéditas del otrora escritor proscrito, ahora homenajeado por
su centenario.
En mi recorrido veo pasar el tiempo de mi ausencia en los rostros de
algunos libreros que, seguramente por la misma causa, no reconocen al
antiguo colega de vista. Al final sí. Insisto con algunos, les explico
quién soy. ¿El que venía con libros desde Santa Clara y se fue con una
francesa? Y hacemos la lista de los que se escaparon como yo: Armando
Añel y Vázquez Portal están en Miami, les respondo.
Como Ricardo no aparece vuelvo sobre mis pasos para visitar dos
librerías de Obispo: la Fayad Jamís y La Moderna Poesía. En ambas veo de
todo, pero de escritores nacionales, casi nada existe del extranjero.
En la Fayad Jamís abundan los libros premiados en concursos. Compro
algunos por instinto porque no los conozco. Como era de esperar, al
pagarlos en la caja, veo el contraste entre la abundancia de títulos y
lo irrisorio de los precios.
En La Moderna Poesía es un poco distinto: los libros están separados y
casi todos son en dólares. Veo una gran cantidad de los escritos por
connotados burócratas locales y, algún que otro de amigos que se
quedaron, me da mucha alegría, e imagino, al estar sus libros en los
anaqueles de área dólar, que son ahora famosos. Termino por comprar un
libro sobre la fauna de Cuba, y lo tacho de la lista que le llevaba a
Ricardo.
Cruzo la calle y me voy al lugar donde compré una vez, con los 7
dólares que me quedaban, un ensayo sobre el vagabundeo del Rimbaud
traficante de armas por los desiertos de Abisinia. Ya no es una
librería, es una tienda de boberías para turistas. Pero le tomo a G. una
sombrilla ilustrada con cuadros de Sosa Bravo para proteger su piel del
sol tropical.
Desde que vi que el apartamento que alquilamos G. y yo estaba muy
cerca de la Biblioteca Nacional, se despertó mi viejo instinto de
bibliotecario. Consultaré allí algunos libros que no podré comprar, le
dije. La biblioteca está cerrada al público desde hace años, me dice un
señor que debe ser el portero; lleva una camisa a cuadros y habla con un
cigarro encendido en la boca. Para modernizarla, me explica con ese
entusiasmo que los optimistas allí siempre ubican en el futuro. Ni eso
funciona aquí y se quedará siglos cerrada hasta que se pudran los libros
viejos esos, me comenta una señora vendedora de pizzas de la estación
de ómnibus, con ese nihilismo agresivo que conozco, y que caracteriza a
los pesimistas en Cuba.
Donde más libros compro es en provincia. Libros cubanos, claro. La
biblioteca cubana ahora vuelve ser un fantasma, pero al revés. El deseo
de poseerla invierte sus motivos. Ya las hambres de mi estómago están
satisfechas, y el pasaporte francés en el bolsillo es la prueba de que
me he ido. Pero la ausencia me ha hecho añorar los mismos libros que
antes vendía, y ahora quiero verlos en mi incompleta biblioteca cubana
de París.
No hay libros ya en casa de mi madre. No veo mi biblioteca, le
comento mientras tomamos café dándonos sillón. En un ángulo de mi cuarto
he visto una pequeña pila que por sus títulos no me interesan.
—Vendí los que quedaban un día que no había qué comer, me responde.
Los otros (me recuerda) los mandaste a pedir poco a poco con franceses
que venían de parte tuya, chico.
En la librería de mi infancia, la Pepe Medina, del Parque Vidal de
Santa Clara, se produce un hallazgo inesperado: dos libros publicados en
Cuba hablan de mí.
En el prólogo a la edición de Letras Cubanas de la novela Los baños de canela
de mi amigo Juan Arcocha, Mirta Yañez me da las gracias por haber
facilitado esa publicación pocos días antes la muerte de su autor. En
otro Enrique Ubieta, uno de los blogueros oficiales del gobierno,
critica un supuesto elogio mío a la frivolidad que aparece en mi post Notas sobre la libertad y la esclavitud aceptada.
En el primer caso sólo hice cumplir la voluntad final de un amigo, en
el segundo tratar de explicarle a mi razón el momento justo en que
decidí largarme del lugar donde nací, para buscar la libertad del gesto
de una muchacha argentina al encender un Malboro en el hotel Riviera.
Y están abiertas las bibliotecas de Santa Clara y Cienfuegos. Quiero
llevar a G. a la de Santa Clara con la emoción melodramática del sitio
donde pasé años de mi adolescencia. Pero no me dejan instalar mi
ordenador portátil. Le digo al portero que lo tengo precisamente para
trabajar en bibliotecas. Le pido ver a la directora. No se encuentra, me
responde. Y salgo del lugar apenas unos minutos después de haber
llegado.
En la de Cienfuegos quiero que sea diferente. He dirigido aquí la
sala de literatura antes que el acoso de la policía política me hiciera
huir a La Habana. La casa donde G. y yo alquilamos una habitación se
encuentra a unas cuadras de la biblioteca. Entro. Me preguntan en la
puerta. Explico. La recepcionista no me conoce, claro. Cuando uno está
de vuelta las visiones se cruzan, se alternan, al mirar, los ciegos y
los tuertos, y los diálogos de sordos se multiplican como ecos
incomprensibles para un testigo.
Poco a poco voy recorriendo los pasillos, me detengo a mirar las
colecciones, subo las amplias escaleras de mármol de lo que fuera un día
el espléndido liceo de la ciudad. Creo ver entrar menos luz por los
vitrales. No hay lectores en las salas de arriba. Al fin aparecen los
empleados que ya no se ven obligados a llevar un ridículo uniforme como
antes. Después de unos minutos me reconocen los que sobreviven. Otros,
como yo, se han ido, los menos no han venido a trabajar ese día. Les
dejo un ejemplar del poemario escrito durante mis años de exilio, y les
prometo, aunque sé que miento, que pasaré mañana a verlos una vez más
antes de irme.
—¿Qué lleva usted en su equipaje?, me pregunta en el aeropuerto José Martí el aduanero, al tiempo que tantea el gusano que me llevo a Francia.
(Tal y como estaba previsto G. se ha ido de vuelta una semana antes
con mi ordenador, el cuaderno de apuntes, y nuestras maletas. Heme aquí
entonces saliendo de Cuba con un viejo gusano encontrado en un rincón de casa de mi madre).
—Son libros, sólo libros, soy profesor, le respondo al empleado que me mira con asombro.
—¿Libros?, pregunta, cuando en realidad no debía hacerlo, porque ya tiene abierto el gusano y los libros se desparraman a su vista.
—Yo sólo he leído un libro en mi vida, El diablo cojuelo, me confiesa, con una sonrisa que creo orgullosa.
—Es un libro clásico ése, le digo disimulando el nerviosismo que me
produce el tener algún problema para irme. Y le comento para ganar
tiempo y pensando en la novela homónima de Alain-René Lesage, que los
franceses copiaron ese libro e hicieron uno parecido, antes de
preguntarle algo absurdo: ¿Y le gustó el libro?
Tuteándome, al ver que soy cubano, en vez de responderme qué piensa
del travieso Diablo, me hace a su vez una pregunta que no viene al caso:
¿Y dónde vives tú ahora?
Le respondo.
—¿En París? Como las cigüeñas… dice sin terminar la frase… Como las
cigüeñas, repite, mirando, creo, hacia el techo, desde el que supongo
que el fantasma de un Diablo Cojuelo se divierte haciendo temblar mis
piernas ante la demora de este control para mí infinito.
Ya en el avión me impongo no mirar abajo la lenta desaparición de la
silueta de la isla en el mar. Y me sorprende el entusiasmo con que
empiezo a imaginar la forma que tendrá en casa, con los libros que G. y
yo compramos en Cuba, mi biblioteca de libros cubanos.
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