Cuando su amigo Ian McEwan lo visitó en el hospital, Christopher Hitchens había convertido su habitación en una sala de lectura
Los escritores Ian McEwan, Christopher Hitchens y Martin Amis./elpais.com |
¿Quién te crees que eres? Christopher Hitchens solía decir que esa es
la pregunta que tarde o temprano le tocará oír a todo el que se aparte
de la opinión dominante, por lo que recomendaba responder con otra
pregunta: ¿Quién quiere saberlo? Erudito en el fondo y brillante en la
forma, con ese punto de falsa ingenuidad y chulería auténtica que
salpimenta el mejor ensayismo, Hitchens era uno de los grandes
escritores anglosajones de no ficción de las últimas décadas. Para
comprender lo que significaba para las letras inglesas bastaría recordar
que cuando murió —el 15 de diciembre de 2011, a los 62 años— el conservador The Times le dedicó un editorial en el que comparaba su influencia en Washington con la de Tocqueville mientras el progresista The Guardian
le reservó la fotografía de portada —a cuatro columnas— y seis páginas
interiores. Todo un gesto en una tradición que suele despedir a sus
ilustres con una impecable pero solitaria necrológica.
En aquella ocasión, la foto acompañaba un emocionante artículo de Ian McEwan en el que el autor de Expiación
recordaba la última visita a su amigo en un hospital de Houston. La
mera descripción del modo en que Hitchens había colonizado la aséptica
habitación en la que se trataba de un cáncer de esófago es el mejor
retrato de un lector omnívoro que alardeaba de escribir mil palabras
“publicables” al día y que dedicó libros demoledores a personajes
éticamente dudosos como la Madre Teresa de Calcuta. Pese a lo jocoso del
título -La postura del misionero-, la prueba de la seriedad de ese trabajo
es que durante el proceso de beatificación de la monja albanesa el gran
provocador fue convocado por el Vaticano en calidad de abogado del
diablo.
Si el ensayo Dios no es bueno —un alegato contra las
religiones— lo convirtió en eso que llaman figura mediática, sus
memorias le garantizan un lugar en la historia de la literatura. Hitch-22
es, de hecho, una de esas obras a las que cuadra perfectamente la
vehemente recomendación de Lichtenberg: quien tenga dos pantalones que
venda uno y compre ese libro. Vale también para las faldas y hay
traducción al castellano, en Debate, a cargo de Daniel Gascón.
Cuando McEwan llegó a Houston, su amigo recibía regularmente morfina
contra el dolor pero se aplicaba en redactar la reseña de una nueva
biografía de Chesterton. Cuando vio que el recién llegado llevaba en la
maleta el último ensayo de Peter Acroyd
se lo pidió prestado y dedicó unos minutos a glosar con pasión su obra
completa. Al terminar dijo “hola”. En aquella habitación no se hablaba
de salud sino de política y de literatura. Hitchens la había
transformado en una mezcla de despacho y sala de lectura en la que su
memoria inagotable pasaba de los versos de Philip Larkin a los de James
Fenton y de estos a las relaciones entre Alemania y Turquía a raíz de
una reciente relectura de La montaña mágica.
Desde que tuvo noticia de su enfermedad, Hitchens escribió sobre ella en su columna de Vanity Fair. De allí salió más tarde el libro Mortalidad
(también en Debate), lúcido y crudo pero atravesado por el mismo
sentido del humor que el resto de su obra: “¿Viviré para leer —si no
escribir— las necrológicas de viejos villanos como Henry Kissinger y
Joseph Ratzinger?”, se pregunta. Cuando el tratamiento le hace perder
seis kilos apostilla: “Por fin delgado”. La fama de Hitchens se disparó
con la publicación de Dios no es bueno, de ahí que dedicara un
capítulo a la capacidad curativa de la fe cuando supo que el 20 de
septiembre había sido designado Día Universal de Oración por Hitchens.
Ese capítulo es un ejemplo de agudeza y escepticismo. También de respeto
por aquellos que habían convocado la jornada, entre los que había
religiosos con los que había debatido ferozmente desplegando una batería
de argumentos científicos y filosóficos que matizaban otro que le hizo
célebre: “Lo que se afirma sin pruebas puede refutarse sin pruebas”.
La irreductibilidad de Hitchens respecto a la religión es comprensible si se piensa que uno de los motores de su gran best seller
fue la rabia ante la tibia actitud de muchos teólogos e intelectuales
tras la fetua del ayatolá Jomeini contra su amigo Salman Rushdie, al que
llegó a alojar en secreto en su casa durante los años de mayor amenaza.
Rushdie fue uno de los participantes en el homenaje póstumo que se
celebró en Nueva York en abril del año pasado. Allí le acompañó una
veintena de amigos y admiradores de Hitchens entre los que estaban Tom
Stoppard, Sean Penn, Anna Wintour, Martin Amis y, por supuesto, McEwan.
Los dos últimos le han dedicado sus novelas más recientes: Lionel Asbo y Sweet Tooth.
No es la primera vez. Hitchens estaba especialmente orgulloso de ello,
por eso en sus memorias recogió con sorna una frase sin precio: “Los
amigos son la disculpa que nos ofrece dios por habernos dado a nuestros
parientes”.
Hablando de parientes elegidos, Mortalidad se cierra con un
precioso postfacio de Carol Blue, la esposa de Hitchens, cuyo carácter
se resume bien en la anécdota que Martin Amis cuenta en Experiencia,
su propio libro de memorias (otro por el que merece la pena sacrificar
un pantalón). El día que iba a presentarle a su padre, el escritor
Kingsley Amis, Blue le pidió consejo sobre cómo actuar ante alguien con
fama de conservador tronante. Martin respondió con un consejo triple:
“No digas nada que suene a izquierdista”. Ella estuvo de acuerdo. Más
tarde: “No digas demasiado de nada”. Lo mismo. Finalmente: “Mejor no
digas nada de nada”. De acuerdo igual. Hechas las presentaciones, Carol
Blue se lanzó a ponderar por extenso la alta tasa de alfabetización de
Cuba. Eran tal para cual.
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