Un reducido grupo de ilustrados fundó la Academia en 1713. Buscaban dotar a la lengua española de un diccionario que estuviese a la altura de otros idiomas
Dibujo de Juan Comba publicado en La ilustración Española y Americana sobre la inauguración de la actual sede de la RAE el 1 de abril de 1894./elpais.com |
Al principio fue el honor. Al marqués de Villena, y sus siete amigos
de tertulia, les escocía que la decadencia política contaminase el reino
de las palabras. Invariablemente en cada sesión que celebraban en el
palacio de la madrileña plaza de las Descalzas acababan asomados al
vacío: España carecía de un diccionario digno de su lengua. Lo tenían
Francia, Italia, Inglaterra y Portugal. Pero el país que había esparcido
su idioma por todo un continente en los siglos anteriores no tenía un
inventario que ayudase a distinguir el grano de la paja, una obra que
fijase el retrato-robot de una lengua que venía de días de gloria (el
XVII) y que corría el riesgo de despeñarse hacia la insulsez o el
deterioro si nadie la documentaba.
Lo inusual es que llevaron su idea a la práctica. Y el 3 de agosto de
1713, en su tertulia del palacio de Villena, los ocho amigos,
reforzados con tres integrantes nuevos, levantaron un acta pragmática
—en ella establecen las tareas que han de acometer y cómo han de hacerlo
para redactar el Diccionario de autoridades— que se considera el acta
fundacional de la Real Academia Española.
Hoy se cumplen 300 años de aquella sesión quijotesca. ¿O no rozaba lo
imposible el afán de aquellos 11 ilustrados sin especial formación
lingüística?
Lo hicieron. Una proeza en tan solo 26 años, en palabras de Fernando Lázaro Carreter,
que dedicó su discurso de ingreso en la RAE en 1972 a la aventura
iniciada por Villena y compañía. “Este ‘tan solo’ alude al hecho de que
la Academia Francesa tardó 65 en desempeñar una tarea de alcance mucho
más limitado. Seis copiosos volúmenes, con un total de más de 4.000
páginas, en cuarto mayor, fueron el resultado de esa acción, una de las
más esforzadas de que pueda ufanarse la cultura española”, elogió el
filólogo que permaneció al frente de la RAE seis años.
Su publicación con 42.000 palabras fue, en opinión del actual
director, José Manuel Blecua, “el momento de más éxito” de la Academia,
que en menos de un siglo materializa obras notables: el Diccionario de
autoridades (llamado así por los ejemplos que acompañan a los vocablos),
la Ortografía, la Gramática y el Diccionario chico (el de autoridades
sin autoridades). “El actual es heredero directo de aquel de 1780”,
señala el secretario actual, Darío Villanueva. En 2014 se publicará la
versión vigésimo tercera. Villanueva lo ve “el final de un ciclo”,
teniendo en cuenta la dependencia de la inmediatez que ha propiciado la
cultura tecnológica.
Nada que se cuestionaran aquellos fundadores que aún debieron
aguardar un tiempo hasta su confirmación. El Consejo de Castilla bloqueó
la bendición del rey —la razón más benigna era la duda sobre su
capacidad para redactar el diccionario— hasta donde pudo, pero
finalmente Felipe V, el francés que había desembarcado en el trono
español tras una guerra larga, la autorizó mediante una cédula real el
tres de octubre de 1714. Cuando se aprueben los estatutos, la Academia
pasará a contar con 24 miembros.
“Los fundadores son un grupo de novatores, un título despectivo para
referirse a los reformistas que se dan cuenta de que España necesita
abrirse a Europa, superar la escolástica y tener una historia crítica”,
señala Víctor García de la Concha, que ultima una historia de la
institución que dirigió 12 años. “En muy poco tiempo”, prosigue, “aunque
a ellos les pareció mucho, estos hombres que no eran lexicógrafos ni
tenían archivos crean el diccionario”.
Contra viento y marea. Aunque alguno de los paladines de la lengua se
desplazase en mula. Darío Villanueva recuerda un acta de 1726 donde se
plasman las desgracias de Fernando del Bustillo: “Escribe que ha estado
50 días en la cama con dolores causados por gota, que no puede apoyar
los pies y que además se le ha muerto la mula y pide ayuda para comprar
otra que le permita ir a las reuniones de los jueves”.
De los tiempos en los que las sesiones se celebraban en los
domicilios de sus directores (el marqués de Villena y sus
descendendientes o José de Carvajal y Lancáster, hasta 1754 no lograron
un departamento cedido por Fernando VI en la Real Casa del Tesoro)
arrancan tradiciones perpetuadas hasta hoy: los plenos de los jueves, el
tratamiento de “excelentísima” o las votaciones secretas. En una de
ellas se eligió el emblema: el crisol con la leyenda “Limpia, fija y da
esplendor”. Un lema que no suscitó aplausos universales, aunque los
críticos tal vez se replegaron al descubrir que rivalizó con una abeja
volando sobre un campo de flores con la leyenda “Aprueba y reprueba”.
Lo que no se remonta a los orígenes son los discursos de ingreso.
“Comienzan en el XIX, cuando se hace casi una refundación con el afán de
acercarla a la sociedad. Hasta entonces los nuevos se incorporaban en
una sesión normal. A partir de 1847 se le quiere dar mayor solemnidad y
se organizan con un discurso público y uno de contestación”, señala Pedro Álvarez de Miranda, que dedicó el suyo en junio de 2011 a glosar los de otros.
Los hubo en verso (José Zorrilla y José García Nieto) y... no los
hubo por voluntad del electo: Miguel de Unamuno o Antonio Machado (“fue
elegido en 1921, hizo un intento para escribir el discurso pero no lo
concluyó, es difícil imaginarlo embutido en un frac”). Ninguno llegó a
la altura de Jacinto Benavente, cuya relación con la RAE frisó la
patología. “Decía que el ingreso de la Academia , en lugar de
proporcionar la inmortalidad, aceleraba la muerte. Se dirigió a la RAE
para indicar que no quería ingresar. Finalmente lo hicieron académico
honorario”, detalla Álvarez de Miranda. Un académico es para siempre.
Así lo constató el actor Fernando Fernán Gómez, cuando ofreció sin éxito
su sillón a Víctor García de la Concha después de que sus piernas
hubieran “ganado la batalla” hasta impedirle acudir a las sesiones.
Guste o no a quienes gobiernen el sillón es vitalicio. Pero la
institución ha penado por ello y no siempre ha logrado frenar las
embestidas. La académica Carmen Iglesias, comisaria de la exposición La lengua y la palabra. 300 años de la RAE,
que se inaugurará el 26 de septiembre, señala que “las verdaderas
intervenciones del poder político se dieron en regímenes autoritarios o
con dictadores”.
Ocurrió con Fernando VII, que ordenó expulsar a los afrancesados; con
Miguel Primo de Rivera, que impuso académicos regionales y trató de
vetar a Niceto Alcalá-Zamora, y con Franco, que en 1941 envió una lista
con los que no deben estar. “La RAE tuvo la dignidad de
resistir las presiones del régimen para cubrir las vacantes de los cinco
académicos exiliados”, indica Álvarez de Miranda. La entereza de la
institución se coronó con una histórica sesión, el 3 de mayo de 1976,
cuando Salvador de Madariaga, uno de esos desterrados, leyó su discurso
de ingreso cuarenta años después de su elección.
Donde la historia de la Academia desluce es en su relación con las
mujeres. Las académicas han entrado con cuentagotas (nueve, la última
electa es Aurora Egido) y solo a partir de 1978 con la poeta Carmen
Conde. “Es el reflejo de un fenómeno general de la sociedad, donde la
mujer se encuentra en una situación de discriminación”, esgrime Blecua.
Los deslices más sonados se cometieron con Emilia Pardo-Bazán, que se
postuló para entrar (lo propio de aquellos días del XIX) sin ningún
éxito, y con María Moliner,
que perdió la votación frente al filólogo Emilio Alarcos. “No me atrevo
a decir que fue una injusticia pero fue una lástima que no se hubieran
presentado por separado. Si no hubiera enfermado en sus últimos años
creo que sus valedores la habrían convencido para presentarse otra vez”,
aventura Álvarez de Miranda, que en descargo de la española recuerda
que la primera académica francesa fue Marguerite Yourcenar en 1981.
Mirando atrás, la Academia puede considerar su misión cumplida. Lleva
inventariando el español tres siglos. Incluso sorteó el riesgo de la
fragmentación idiomática en un contexto tan delicado como el de la
fragmentación política del XIX. Víctor García de la Concha recuerda que,
tras los procesos de independencia, se dio “un intento de ruptura de la
unidad de la lengua para definir el español de América frente al
español de España”. Él defiende que uno de los mayores servicios de la
RAE fue la habilidad para salvar aquella amenaza tendiendo la mano de
igual a igual a las jóvenes naciones con el nombramiento de académicos
correspondientes que luego fundaron sus respectivas instituciones,
germen de la actual política panhispánica de la casa. “Hay que
salvaguardar la lengua siempre como un espacio de diálogo”, proclama
García de la Concha. Durante un tiempo las palabras fueron el único
puente entre la vieja potencia y sus antiguas colonias.
Manuscritos, legados y cartas de amor
Bibliotecas donadas. La RAE ha recibido por herencia de algunos académicos colecciones de inmenso valor, como la de Antonio Rodríguez Moñino y María Brey,
que incluye grabados, incunables y manuscritos. El otro gran legado
bibliográfico que custodia la casa perteneció al poeta y director de la
RAE, Dámaso Alonso, y la novelista Eulalia Galvarriato, con un riquísimo fondo de poesía y filología. La más reciente es la donada por José Luis Borau.
Manuscritos. Algunas de las joyas de la literatura en español se guardan en la RAE, como el Libro de Buen Amor, de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita; El Buscón de Quevedo; un manuscrito de Gonzalo de Berceo o el Don Juan, de José Zorrilla.
Epistolarios. Hay misivas de Juan Valera, Dámaso Alonso... La colección más picante es la de Benito Pérez Galdós y Emilia Pardo-Bazán. La RAE custodia 38 cartas rebosantes del ardor que debió consumir a la brillante pareja, publicadas recientemente en Miquiño mío (Turner).
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