Un almuerzo que, cada mes, gira en torno a los libros y la gastronomía que vive en ellos
En la librería Casa Tomada, de Bogotá./elespectador.com |
Una reunión de amigos, de algunos buenos amigos que hasta hace unos
pocos meses no se conocían. Desconocidos que se reúnen para hablar de
libros, la vida, el universo y todo lo demás. No sólo se habla. También
se come. Se come muy bien, tanto como en el libro.
El libro, esta
vez, fue La montaña mágica, quizá la obra más reconocida de Thomas Mann,
una de las figuras indispensables de la literatura alemana. Y la cosa
resulta sencilla, pero diferente, seductora, incluso emocionante. Cada
mes hay una lectura programada. Un sábado se pone el mantel y todos
llegan para hablar del texto, pero también a comer los platos que pasan
por las mesas de la novela; una personificación gastronómica, si se
quiere. La sesión pasada fue Al faro, de Virginia Woolf.
—De verdad lo intenté con Al faro, pero no pude. Tampoco pude con La señora Dalloway.
—Entonces usted y yo tenemos una conversación pendiente.
“Sabemos
que ninguno padece nada, pero igual los vamos a consentir”. El chef
sonríe y regresa a la cocina. Primero llega la cerveza negra.
—¿Cuál será el papel de la locura en la creación del arte?
—Un
médico amigo me explicaba que la locura, en últimas, es un impedimento
para crear. Es una falla que desconcentra. Claro, todos hablan de un Van
Gogh loco, pero no fue en esos momentos en los que produjo sus mejores
cosas.
—¿Por qué tantos escritores y artistas terminan locos: será que la creatividad surge en medio de la locura?
“Pidieron
una botella de Gruaud Larose, que Hans Castorp devolvió para que la
pusieran a enfriar. La comida era excelente. Había crema de espárragos,
tomates rellenos, asados de toda suerte de guarniciones, un postre de
dulce particularmente bien preparado, tabla de quesos y fruta”. La
entrada, claro, crema de espárragos.
—Es un libro lleno de símbolos.
—Leí que el mismo Mann dijo que se necesitaban dos lecturas para entenderlo.
—Sí,
a mí me pasó en una parte que leí y no entendí muy bien. Releí y
tampoco. Me sentí muy confundida. Y al pasar de página Hans Castorp dice
“qué confusión”. Bueno, ahí ya no estaba tan perdida.
Primero
viene el almuerzo, una actividad que puede fácilmente tomarse más de un
par de horas. Sin premura, la conversación se forma con un cierto
descuido que resulta en algo amable y familiar: no es una actividad
académica, nadie está allí para desplegar credenciales ni una
inteligencia sobreactuada; no hay posturas, tan sólo improvisados amigos
con un gusto por la lectura y la comida. Hay conocimiento, por
supuesto, pero no petulancia.
Luego está el club de lectura como
tal, una charla guiada que se adentra con más detalle en la obra, su
discurso y sus significados. Una cosa no implica la otra: hay quienes
van sólo al almuerzo y otros que únicamente asisten a la charla.
“Cuidaba
de que tanto el desayuno como la comida comprendiesen un abundante
surtido de entremeses, con cangrejos, salmón, anguila, pechuga de ganso y
tomatón cátsup para el roast beef…”. Después de la sopa, como entremés,
hubo pastel de cangrejo y salmón ahumado. El plato fuerte fue asado
alemán (torre de ternera y pavo con queso emmental). Pastelitos de
requesón, el postre.
De mano en mano, los comensales rotan una
vieja y bella edición de La montaña mágica, una modesta reliquia de 1964
que ha pasado por varios lectores en la familia de la dueña. Algo
polvoriento y ligeramente desvencijado, el objeto parece encarnar la
definición de un clásico: un libro que permanece en el tiempo de la
literatura, así como en el de una misma familia.
—La mía es una edición más bien nueva.
—Sí, también tengo esa.
—¿Usted dónde compró la suya?
—La
primera vez que leí La montaña mágica fue en una edición que compré
hace 50 años. Y en el año 1965 tuve clases con un profesor que traducía
a Thomas Mann al español.
El chef regresa al comedor, un espacio
soleado y caliente, rodeado de libros (hay de Mann, por supuesto, pero
también cosas de Tolkien, de Juan José Millás, un bello volumen de
Árboles del mundo). Llega la champaña, poco antes del café. Todos de
pie. “Salud y que la tuberculosis no nos mate”.
Casi a las 4:00
p.m. comienzan a llegar los asistentes al club de lectura. “Bueno, vamos
para arriba, entonces. Se pasó rápido y eso que hoy estuvimos algo
callados”.
Librería Casa Tomada
Transversal 19bis 45D-23, barrio Palermo. Bogotá.
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