En un bus que pasa por el edificio donde se suicidó y va hasta el Valle de los Hongos, los amantes del escritor pueden reconstruir su mundo
Andrés Caicedo, autor de la celebrada novela adolescente, ¡Qué viva la música!./las2orillas.co |
Son
las 8 y 30 de la mañana y el bus ha llegado puntual al parque de las
banderas. 17 adoradores de la obra de Andrés Caicedo se van subiendo a
un colectivo que una vez al mes se convierte en una máquina del tiempo.
Durante las próximas diez horas recorrerán las mismas calles que
cuarenta años atrás caminaría en puntas de pie una rubia, rubísima, una
pandilla de hermanos-lobos, un adolescente pálido y miserable.
Un tipo bajito y moreno, con el rostro cuarteado de un acné consolidado por décadas de excesos, nos va hablando del Atravesado y sobre todo de Que viva la música.
Es Guillermo Lemos, el hermano de Clarisol, el discípulo aventajado, el
amante fugaz. Películas, libros y paraísos artificiales compartieron en
dos mil noches en vela. Allí está, sin que la operación a la que fue
sometido hace poco más de un mes hubiera hecho mella en su trajinado
cuerpo. Guillermito es antes que nada un sobreviviente, el último
vestigio de un naufragio.
Detrás de mí un uruguayo que dice ser escritor y que no para de
hablar de Onetti le toma fotos al cadáver que alguna vez fue el sitio
donde Andrés Caicedo pasaba sus películas. Me imagino que La Ruta de
Caicedo, esta iniciativa creada por Guillermito y Angela Rosa Giraldo,
una investigadora formada en la Universidad del Valle quien prepara su
tesis de maestría sobre cómo enseñar la obra de Andrés en los últimos
grados de bachillerato o primeros semestres de universidad, atraerá a
miles de caicedianos esparcidos por el mundo. “Nosotros estábamos
cansados de que vinieran a Cali, nos buscaran y me preguntaran donde fue
que pasaron los hechos de la novela, de los cuentos. Entonces mejor
organizarnos y hacer una ruta” Dice Guillermo quien por estos días está
de plácemes no sólo por haber superado una delicada cirugía sino porque
La ruta caicediana acaba de ganar la convocatoria Estímulos 2013, que
posicionará definitivamente a este recorrido como una de las atracciones
turísticas que tendrá Cali en los próximos años.
Un ansioso turista bogotano todo el tiempo alza la mano y le pregunta
a nuestro guía cuando se realizará la primera parada. Lemos le dice que
justo cuando lleguen al valle de los hongos en Jamundí podrá bajarse y
mirar el río donde alguna vez, hace muchos años ya, unos hippies
acidados robaron a un gringo y lo dejaron en bola. El pobre casi muere
de insolación. El sol de acá no respeta a nadie, ni siquiera a los
turistas. El rolito ya más tranquilo se acomodó en su silla, miró a su
novia, una rubia larga y bonita y le apretó la mano. Ya llegarás al
valle de los hongos hermano mío, te alejarás unos pasos y entre los
arbustos encenderás el primer joint del día. Con el humo en la cabeza
comenzarás a ver los fantasmas saliendo de la inmovilidad de los libros y
otra vez el parque Versalles y el panamericano se llenarán de
muchachitos con camisetas sicodélicas y acetatos debajo del brazo,
especulando sobre todas las fiestas de mañana.
Que viva la música como las grandes novelas contiene en la estrechez de sus páginas la desmesura de una ciudad. Allí está Cali como en el Ulises está Dublin o Crimen y Castigo contiene a San Petersburgo.
En la capital de Irlanda cientos de joycianos se reúnen cada 16 de
junio para conmemorar ese día de verano de 1906 en que Leopoldo Bloom
salió de su casa para ir a un entierro y después llegar al trabajo.
Durante un día los lectores del Ulises serán Stephen Dedalus o
Molly Bloom. La boca se manchará de la grasa de los riñoncitos asados
que comerán mientras hacen la ruta.
En San Petensburgo está la ruta de Raskolnikov. Te meten en un
cuartucho, de paredes estrechas con marcas de mugre y de sangre. En esas
paredes el joven estudiante estallaba sus piojos. Es verano, el
termómetro marca los 38 grados. La camiseta se te pega al cuerpo y en
cualquier momento aparecerá la fiebre. El guía te obliga a tomarte tres
tragos de vodka, uno detrás de otro y sales de allí, y cruzas la calle y
aunque las calles están limpias y hayan pasado 200 años, puedes sentir
gracias a la fiebre, al calor y al vodka, el olor a pescado podrido, el
bullicio del mercado, el mando del hacha. Las ganas de matar. Llegarás a
la fachada de un oscuro edificio, subirás las escaleras de madera y
escucharás el eco de tus propios pasos retumbando. Estarás ante una
puerta y tocarás tres veces el timbre. Una viejita te abrirá la puerta,
te dará la espalda y entonces le verás el cráneo.
En la ruta de Caicedo no sientes este agobio. Al contrario, si
cuentas con los elementos necesarios incluso podrás viajar en el tiempo.
Podrás meterte en uno de esos libros que cargan los turistas que hacen
conmigo, en sus tardes de desparche, el recorrido por la obra del
escritor caleño. Una señora que se ha sentado al lado mío me pregunta
con insistencia que si vamos a entrar al apartamento donde se mató.
“Terrible… tan jovencito ¿no? diga usted pobrecitos los papás que son
los que se quedan sufriendo”. Yo sonrío y con discreción le voy dando la
espalda y me pongo a mirar la calle. En el parque de las piedras me
parece ver a un grupo de muchachos buscando pelea. Me restriego los ojos
y ya no los veo. Debe ser que bajo este sol de justicia empiezan a
aparecer los espejismos.
El bus pasa por San Fernando. Al mediodía, hace cuarenta años esto
solía llenarse de estudiantes de la Universidad del Valle, de
drogadictos, desempleados, una que otra ama de casa en crisis o
raponeros. Lo único que tenían en común era su afición por el cine. Pepe
Metralla escribía con su habitual desafuero las reseñas de las
películas que pasaba allí. Una guía para el espectador. Unos las dejaban
olvidadas en sus sillas, otros se las comían mientras veían la
película, los de los últimos puestos las usaban para armar sus baretos y
solo unos cuantos buenos amigos las leían, las conservaron y muchos
años después las compilaron en un libro al que bautizaron como su
revista, la genial y fugaz Ojo al cine. Todo eso nos va contando
Guillermito, mientras el rolito calma su ansiedad dándole un beso a la
rubia que lo acompaña.
Al llegar al valle de los hongos efectivamente el rolito y su pareja
se perdieron detrás de unos árboles. Por momentos me llegaba el olor del
mango biche. Cali y Jamundí han cambiado hasta tal punto que si Caicedo
se despertara de su tumba convertido en un zombie no reconocería sus
calles. Lo que vemos son las ruinas del esplendor pasado, cuando Cali,
justo por la época de los Juegos Panamericanos, se despertó
culturalmente y muchachos que apenas pasaban de los veinte años sacaron
las cámaras a la calle y comenzaron a filmarla, a inmortalizarla.
Murieron y dejaron obra. Después vino el narcotráfico, la plata que todo
lo que corrompe y Cali no fue más capital de ningún cielo.
Volvemos a estar en el bus. El rolo parece haber recibido la dosis
que necesita, atosiga a su compañera con una estrafalaria historia
ocurrida en High Ashbury, por allá en los sesenta, “Cuando los sueños se
hacían realidad” Dice este aspirante a hippie. Cierro los ojos por un
momento y me quedo dormido. No soñé con nada.
El recorrido está a punto de terminar. Estamos en el cementerio,
frente a la tumba de Andrés. Alguien ha dejado unas flores. Hubo una
época a principios de los ochenta, donde nadie se acercaba a ese lugar.
Colombia, como buen país católico castiga a sus suicidas con el látigo
del olvido. La fama viene a sorprender a Andrés cuando ya está en la
adultez de su muerte. Está enterrado con otra persona, con un niño. Me
acordé de Thomas Bernhard y su tumba compartida con un matrimonio.
Pobrecitos, mejor pasar la eternidad solos que con una compañía. A la
larga después de cierto tiempo el otro siempre se convierte en una
carga. Mis compañeros de ruta comienzan a dispersarse. Guillermito nos
va entregando un CD con la banda sonora de Que viva la música, la
novela. Me empiezo a dar cuenta que la gran mayoría de los que hicieron
el recorrido eran extranjeros que seducidos por la obra de Andrés
Caicedo habían descubierto que Cali era mucho más que un punto en un
mapa.
Caía la tarde y el calor se disipaba. Me dieron ganas de tomarme una
cerveza. A lo lejos, saliendo del cementerio, vi a un grupo de
muchachos caminar en silencio. Uno de ellos, el que llevaba un radio
transistor donde se alcanzaban a escuchar los ecos de Moonlight Mile, se
estaba rezagando. Lo alcancé y le vi en el rostro la marca de una
infinita tristeza. Estaba pálido y miserable. Después miré para adelante
y ya no estaba el grupo, solo estaba ella, caminando en puntas de pies,
dejando que el viento jugará con su cabellera espesa y rubia. Rubísima.
A esa hora ya no hay espejismos.
Esta fue la última entrevista que dio Andrés Caicedo y forma parte del archivo de su vida y obra que reposa en la Biblioteca Luis Ángel Arango.
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