TANGIBLE. Un investigador examina una antigua Biblia cristiana en la Biblioteca Británica. foto.fuente Revista ÑEn un mundo de abstracción y virtualidad, Hans Gumbrecht y Werner Hamacher plantean regresar a una disciplina que parecía perdida: la filología
En los últimos años, dos notables pensadores alemanes se han despachado con sendas apologías de una disciplina que parece languidecer: la filología. En plena era de los medios masivos de infotainment y su culto del "tiempo real", Hans Gumbrecht y Werner Hamacher han alzado sucesivamente la voz para defender a una especie en evidente riesgo de extinción: el filólogo, que etimológicamente no es otra cosa que el "amante de la palabra". Ambos teóricos provienen del ámbito germánico, pero por cierto son muy cosmopolitas (el primero, de hecho, ya está oficialmente americanizado, y el otro es un oriundo de todas partes, o de ninguna), y plantean la situación en términos actuales y globales. Ambos, eruditos refinados e itinerantes, estarían hablando a favor de lo mismo... ¿O no?
Curiosamente para un polígrafo tan diverso como fecundo, la defensa que hace Gumbrecht tiene un cierto espíritu corporativo. El subtítulo de su libro reza, de hecho, "Dinámicas de una práctica académica del texto" (en inglés, Dynamics of Textual Scholarship), y por mucho que el autor se esfuerza en construir una imagen desacartonada y casi voluptuosa de la filología, al cabo la mantiene en su tradicional campo de acción. Pues no basta con imputar la vocación filológica a un deseo por tratar con la materialidad de los textos antiguos (la tesis general de Gumbrecht es que hoy más que nunca precisamos sentir la "presencia real" de las cosas, en contra del uso metafísico que hace George Steiner de la misma categoría). Al redefinir la oculta y genuina intencionalidad del filólogo, Gumbrecht extrae ricas consecuencias para ampliar los alcances del oficio, pero no lo recoloca en el horizonte cultural contemporáneo. Le suma aptitudes mentales y corporales, pero no lo saca de las universidades y las bibliotecas. Quizás por eso la obra pasó casi inadvertida. Al menos desde la Antigüedad clásica, el mundo ha necesitado imperiosamente de ciertas técnicas auxiliares –como la traducción y la restauración de textos– para establecer el mutuo entendimiento de las sociedades. Pero cuando alguien intenta devolverles autoridad y autonomía a dichas prácticas, de inmediato se lo ve como un aburrido ratón de biblioteca, o peor aun, como un intelectual fracasado. Pues en materia de humanidades, los éxtasis de los especialistas no suelen ser bienvenidos por el gran público, que puede considerar que los reparos ante una cierta edición de un libro son meros berrinches de tecnócratas y esnobs. Un libro es un libro, ¿para qué más? Si hasta ahora nadie ha demostrado concretamente en qué beneficio redunda leer a Homero, ¿para qué preocuparse si se adquiere una versión en prosa y no en verso de la Ilíada, y más aun, por quién la tradujo? Pese a su tono confesional y su carácter profesional (ya que no gremial), o tal vez justamente por eso, la propuesta de Gumbrecht irónicamente se perdió entre el millón de escritos de eso que los mandarines gustan llamar "cultura secundaria". Los libros son objetos accesibles y a los lectores sólo les interesa una persona involucrada: el autor. Todos los demás que contribuyen a que un cierto texto exista son técnicos auxiliares, y por ende han de quedarse en el anonimato. Los presuntos "poderes de la filología", que Gumbrecht procura reivindicar, parecen quedar impotentes ante un mundo que sólo valora los detalles cuando estos tienen aplicación práctica. ¿Tendrán un destino similar los recientes ensayos de Werner Hamacher?
Cierta actitud
En una lujosa edición reversible, al cuidado de Fabián Ludueña Romandini (investigador del Instituto Gino Germani), dos recientes textos del más sugestivo de los discípulos germánicos de Derrida también proponen recuperar la filología. Lo hacen con humor y con musicalidad, esos rasgos que asimismo están en Heidegger, mal que nos pese. Y es precisamente el Heidegger –ante todo el de Identidad y diferencia– el que flota por encima (o por detrás) de estas provocativas páginas, amén de los infaltables favoritos del autor, auténticos pre-textos para sus personalísimos textos: los románticos, Franz Kafka, Walter Benjamin, Paul Celan... Pero atención: aquí no se valida esa disciplina rigurosa que lleva a establecer textos y formular interpretaciones autorizadas. En cambio, lo que aquí se celebra es ante todo una cierta actitud, que Hamacher –apoyándose en Friedrich Schlegel– prefiere denominar un "afecto". Jugando con las etimologías, las ciencias son para él discursos sobre algo concreto y acotado (bio-logía, geo-logía, etc.), mientras que la filo-logía y la filo-sofía se definen como un amor por la palabra o la sabiduría. Más que lógos, o sea series de enunciados, son una phillía, es decir, una relación afectiva. Y amar implica arriesgarse, sin pensar en la retribución. Antes que en el eros platónico, Hamacher parece pensar en el deseo lacaniano para describir el temperamento filológico: apertura al mundo, inquietud permanente, objetivo siempre en fuga. Filológico sería querer preguntar sobre eso que permite preguntar, el lenguaje, sin esperar respuestas contundentes ni definitivas.
Regresar al universo de lo tangible
En la actualidad, recuperar la pasión filológica es una especie de reacción, y toda reacción corre el riesgo de obedecer a un talante conservador, y hasta retrógrado. Con sus respectivos alegatos, sin embargo, Gumbrecht y Hamacher quieren escapar a la nostalgia y rediseñan el perfil del filólogo como alguien que desea la tangibilidad de los bienes culturales en un mundo de abstracción y virtualidad, o como alguien que ama el lenguaje en su estado de gracia, antes de cristalizarse en gramáticas y diccionarios. Bajo el pesado polvo de los libros, los dos pensadores rescatan el deseo y el amor, y es sabido que sólo se redime lo que se sabe amenazado, y quizás perdido. Pero tal vez no sea preciso ir tan lejos como ellos para quebrar una modesta lanza por la filología. Con muy buen tino, el propio Hamacher cita a Nietzsche, el más heterodoxo de los filólogos, para recordarnos que la filología "enseña a leer bien, es decir, a leer despacio, de modo profundo, considerada y cuidadosamente, con pensamientos hondos, con puertas que quedan abiertas, con dedos y ojos delicados…".
Curiosamente para un polígrafo tan diverso como fecundo, la defensa que hace Gumbrecht tiene un cierto espíritu corporativo. El subtítulo de su libro reza, de hecho, "Dinámicas de una práctica académica del texto" (en inglés, Dynamics of Textual Scholarship), y por mucho que el autor se esfuerza en construir una imagen desacartonada y casi voluptuosa de la filología, al cabo la mantiene en su tradicional campo de acción. Pues no basta con imputar la vocación filológica a un deseo por tratar con la materialidad de los textos antiguos (la tesis general de Gumbrecht es que hoy más que nunca precisamos sentir la "presencia real" de las cosas, en contra del uso metafísico que hace George Steiner de la misma categoría). Al redefinir la oculta y genuina intencionalidad del filólogo, Gumbrecht extrae ricas consecuencias para ampliar los alcances del oficio, pero no lo recoloca en el horizonte cultural contemporáneo. Le suma aptitudes mentales y corporales, pero no lo saca de las universidades y las bibliotecas. Quizás por eso la obra pasó casi inadvertida. Al menos desde la Antigüedad clásica, el mundo ha necesitado imperiosamente de ciertas técnicas auxiliares –como la traducción y la restauración de textos– para establecer el mutuo entendimiento de las sociedades. Pero cuando alguien intenta devolverles autoridad y autonomía a dichas prácticas, de inmediato se lo ve como un aburrido ratón de biblioteca, o peor aun, como un intelectual fracasado. Pues en materia de humanidades, los éxtasis de los especialistas no suelen ser bienvenidos por el gran público, que puede considerar que los reparos ante una cierta edición de un libro son meros berrinches de tecnócratas y esnobs. Un libro es un libro, ¿para qué más? Si hasta ahora nadie ha demostrado concretamente en qué beneficio redunda leer a Homero, ¿para qué preocuparse si se adquiere una versión en prosa y no en verso de la Ilíada, y más aun, por quién la tradujo? Pese a su tono confesional y su carácter profesional (ya que no gremial), o tal vez justamente por eso, la propuesta de Gumbrecht irónicamente se perdió entre el millón de escritos de eso que los mandarines gustan llamar "cultura secundaria". Los libros son objetos accesibles y a los lectores sólo les interesa una persona involucrada: el autor. Todos los demás que contribuyen a que un cierto texto exista son técnicos auxiliares, y por ende han de quedarse en el anonimato. Los presuntos "poderes de la filología", que Gumbrecht procura reivindicar, parecen quedar impotentes ante un mundo que sólo valora los detalles cuando estos tienen aplicación práctica. ¿Tendrán un destino similar los recientes ensayos de Werner Hamacher?
Cierta actitud
En una lujosa edición reversible, al cuidado de Fabián Ludueña Romandini (investigador del Instituto Gino Germani), dos recientes textos del más sugestivo de los discípulos germánicos de Derrida también proponen recuperar la filología. Lo hacen con humor y con musicalidad, esos rasgos que asimismo están en Heidegger, mal que nos pese. Y es precisamente el Heidegger –ante todo el de Identidad y diferencia– el que flota por encima (o por detrás) de estas provocativas páginas, amén de los infaltables favoritos del autor, auténticos pre-textos para sus personalísimos textos: los románticos, Franz Kafka, Walter Benjamin, Paul Celan... Pero atención: aquí no se valida esa disciplina rigurosa que lleva a establecer textos y formular interpretaciones autorizadas. En cambio, lo que aquí se celebra es ante todo una cierta actitud, que Hamacher –apoyándose en Friedrich Schlegel– prefiere denominar un "afecto". Jugando con las etimologías, las ciencias son para él discursos sobre algo concreto y acotado (bio-logía, geo-logía, etc.), mientras que la filo-logía y la filo-sofía se definen como un amor por la palabra o la sabiduría. Más que lógos, o sea series de enunciados, son una phillía, es decir, una relación afectiva. Y amar implica arriesgarse, sin pensar en la retribución. Antes que en el eros platónico, Hamacher parece pensar en el deseo lacaniano para describir el temperamento filológico: apertura al mundo, inquietud permanente, objetivo siempre en fuga. Filológico sería querer preguntar sobre eso que permite preguntar, el lenguaje, sin esperar respuestas contundentes ni definitivas.
Regresar al universo de lo tangible
En la actualidad, recuperar la pasión filológica es una especie de reacción, y toda reacción corre el riesgo de obedecer a un talante conservador, y hasta retrógrado. Con sus respectivos alegatos, sin embargo, Gumbrecht y Hamacher quieren escapar a la nostalgia y rediseñan el perfil del filólogo como alguien que desea la tangibilidad de los bienes culturales en un mundo de abstracción y virtualidad, o como alguien que ama el lenguaje en su estado de gracia, antes de cristalizarse en gramáticas y diccionarios. Bajo el pesado polvo de los libros, los dos pensadores rescatan el deseo y el amor, y es sabido que sólo se redime lo que se sabe amenazado, y quizás perdido. Pero tal vez no sea preciso ir tan lejos como ellos para quebrar una modesta lanza por la filología. Con muy buen tino, el propio Hamacher cita a Nietzsche, el más heterodoxo de los filólogos, para recordarnos que la filología "enseña a leer bien, es decir, a leer despacio, de modo profundo, considerada y cuidadosamente, con pensamientos hondos, con puertas que quedan abiertas, con dedos y ojos delicados…".
No hay comentarios:
Publicar un comentario