Charles Dickens
El velo negro
Sus pensamientos luego cayeron sobre la visita que hacía todos los años para Navidad a su tierra y a sus amistades e imaginaba que sería muy grato volver a verlas y en la alegría que sentiría Rosa si él pudiera decirle que, al fin, había encontrado un paciente y esperaba encontrar más, y regresar dentro de unos meses para casarse con ella. Empezó a hacer cálculos sobre cuándo aparecería este primer paciente o si, por especial designio de la Providencia, estaría destinado a no tener ninguno. Volvió a pensar en Rosa y le dio sueño y la soñó, hasta que el dulce sonido de su voz resonó en sus oídos y su mano, delicada y suave, se apoyó sobre su espalda.
En efecto, una mano se había apoyado sobre su espalda, pero no era suave ni delicada; su propietario era un muchacho corpulento, el cual por un chelín semanal y la comida había sido empleado en la parroquia para repartir medicinas. Como no había demanda de medicamentos ni necesidad de recados, acostumbraba ocupar sus horas ociosas -unas catorce por día- en substraer pastillas de menta, tomarlas y dormirse.
-¡Una señora, señor, una señora! -exclamó el muchacho, sacudiendo a su amo.
-¿Qué señora? -exclamó nuestro amigo, medio dormido-. ¿Qué señora? ¿Dónde?
-¡Aquí! -repitió el muchacho, señalando la puerta de cristales que conducía al gabinete del cirujano, con una expresión de alarma que podría atribuirse a la insólita aparición de un cliente.
El cirujano miró y se estremeció también a causa del aspecto de la inesperada visita. Se trataba de una mujer de singular estatura, vestida de riguroso luto y que estaba tan cerca de la puerta que su cara casi tocaba el cristal. La parte superior de su figura se hallaba cuidadosamente envuelta en un chal negro, y llevaba la cara cubierta con un velo negro y espeso. Estaba de pie, erguida; su figura se mostraba en toda su altura, y aunque el cirujano sintió que unos ojos bajo el velo se fijaban en él, ella no se movía para nada ni mostraba darse cuenta de que la estaban observando.
-¿Viene para una consulta? -preguntó el cirujano titubeando y entreabriendo la puerta. No por eso se alteró la posición de la figura, que seguía siempre inmóvil.
Ella inclinó la cabeza en señal de afirmación.
-Pase, por favor -dijo el cirujano.
La figura dio un paso; luego, volviéndose hacia donde estaba el muchacho, el cual sintió un profundo horror, pareció dudar.
-Márchate, Tom -dijo al muchacho, cuyos ojos grandes y redondos habían permanecido abiertos durante la breve entrevista-. Corre la cortina y cierra la puerta.
El muchacho corrió una cortina verde sobre el cristal de la puerta, se retiró al gabinete, cerró la puerta e inmediatamente miró por la cerradura. El cirujano acercó una silla al fuego e invitó a su visitante a que se sentase. La figura misteriosa se adelantó hacia la silla, y cuando el fuego iluminó su traje negro el cirujano observó que estaba manchado de barro y empapado de agua.
-¿Se ha mojado mucho? -le preguntó.
-Sí -respondió ella con una voz baja y profunda.
-¿Se siente mal? -inquirió el cirujano, compasivamente, ya que su acento era el de una persona que sufre.
-Sí, bastante. No del cuerpo, pero sí moralmente. Aunque no es por mí que he venido. Si yo estuviese enferma no andaría a estas horas y en una noche como esta, y, si dentro de veinticuatro horas me ocurriese lo que me ocurre, Dios sabe con qué alegría guardaría cama y desearía morirme. Es para otro que solicito su ayuda, señor. Puede que esté loca al rogarle por él. Pero una noche tras otra, durante horas terribles velando y llorando, este pensamiento se ha ido apoderando de mí; y aunque me doy cuenta de lo inútil que es para él toda asistencia humana, ¡el solo pensamiento de que puede morirse me hiela la sangre!
Había tal desesperación en la expresión de esta mujer que el joven cirujano, poco curtido en las miserias de la vida, en esas miserias que suelen ofrecerse a los médicos, se impresionó profundamente.
-Si la persona que usted dice -exclamó, levantándose- se halla en la situación desesperada que usted describe, no hay que perder un momento. ¿Por qué no consultó usted antes al médico?
-Porque hubiera sido inútil y todavía lo es -repuso la mujer, cruzando las manos.
El cirujano contempló por un momento su velo negro, como para cerciorarse de la expresión de sus facciones; pero era tan espeso que le fue imposible saberlo.
-Se encuentra usted enferma -dijo amablemente-. La fiebre, que le ha hecho soportar, sin darse cuenta, la fatiga que evidentemente sufre usted, arde ahora dentro. Llévese esa copa a los labios -prosiguió, ofreciéndole un vaso de agua- y luego explíqueme, con cuanta calma le sea posible, cuál es la dolencia que aqueja al paciente, y cuánto tiempo hace que está enfermo. Cuando conozca los detalles para que mi visita le sea útil, iré inmediatamente con usted.
La desconocida llevó el vaso a sus labios sin levantar el velo; sin embargo, lo dejó sin haberlo probado y rompió en llanto.
-Sé -dijo sollozando- que lo que digo parece un delirio febril. Ya me lo han dicho, aunque sin la amabilidad de usted. No soy una mujer joven; y, se dice, que cuando la vida se dirige hacia su final, la escasa vida que nos queda nos es más querida que todos los tiempos anteriores, ligados al recuerdo de viejos amigos, muertos hace años, de jóvenes, niños quizá, que han desaparecido y la han olvidado a una por completo, como si una estuviese muerta. No puedo vivir ya muchos años; así es que, bajo este aspecto, tiene que resultarme la vida más querida; aunque la abandonaría sin un suspiro y hasta con alegría si lo que ahora le cuento fuese falso. Mañana por la mañana, aquel de quien hablo se hallará fuera de todo socorro; y, a pesar de ello, esta noche, aunque se encuentre en un terrible peligro, usted no puede visitarle ni servirle de ninguna manera.
-No quisiera aumentar sus penas -dijo el cirujano tras una pausa-. No deseo comentar lo que me acaba de decir ni quiero dar la impresión de que deseo investigar lo que usted oculta con tanta ansiedad. Pero hay en su relato una inconsistencia que no puedo conciliar. La persona está muriéndose esta noche, pero usted dice que no puedo verla. En cambio, usted teme que mañana sea inútil, sin embargo ¡quiere que entonces lo vea! Si él le es tan querido como las palabras y la actitud de usted me indican, ¿por qué no intentar salvar su vida sin tardanza antes de que el avance de su enfermedad haga la intención impracticable?
-¡Dios me asista! -exclamó la mujer, llorando-. ¿Cómo puedo esperar que un extraño crea lo increíble? Entonces, ¿usted se niega a verlo mañana, señor? -añadió levantándose vivamente.
-Yo no digo que me niegue -replicó el cirujano-. Pero le advierto que, de persistir en tan extraordinaria demora, incurrirá en una terrible responsabilidad si el individuo se muere.
-La responsabilidad será siempre grave -replicó la desconocida en tono amargo-. Cualquier responsabilidad que sobre mí recaiga, la acepto y estoy pronta a responder de ella.
-Como yo no incurro en ninguna -agregó el cirujano-, accedo a la petición de usted. Veré al paciente mañana, si usted me deja sus señas. ¿A qué hora se le puede visitar?
-A las nueve -replicó la desconocida.
-Usted excusará mi insistencia en este asunto -dijo el cirujano-. Pero ¿está él a su cuidado?
-No, señor.
-Entonces, si le doy instrucciones para el tratamiento durante esta noche, ¿podría usted cumplirlas?
La mujer lloró amargamente y replicó:
-No; no podría.
Como no había esperanzas de obtener más informes con la entrevista y deseoso, por otra parte, de no herir los sentimientos de la mujer, que ya se habían convertido en irreprimibles y penosísimos de contemplar, el cirujano repitió su promesa de acudir a la mañana. Su visitante, después de darle la dirección, abandonó la casa de la misma forma misteriosa que había entrado.
Es de suponer que tan extraordinaria visita produjo una gran impresión en el cirujano, y que este meditó por largo tiempo, aunque con escaso provecho, sobre todas las circunstancias del caso. Como casi todo el mundo, había leído y oído hablar a menudo de casos raros, en los que el presentimiento de la muerte a una hora determinada había sido concebido. Por un momento se inclinó a pensar que el caso era uno de estos; pero entonces se le ocurrió que todas las anécdotas de esta clase que había oído se referían a personas que fueron asaltadas por un presentimiento de su propia muerte. Esta mujer, sin embargo, habló de un hombre; y no era posible suponer que un mero sueño le hubiese inducido a hablar de aquel próximo fallecimiento en una forma tan terrible y con la seguridad con que se había expresado.
¿Sería acaso que el hombre tenía que ser asesinado a la mañana siguiente, y que la mujer, cómplice de él y ligada a él por un secreto, se arrepentía y, aunque imposibilitada para impedir cualquier atentado contra la víctima, se había decidido a prevenir su muerte, si era posible, haciendo intervenir a tiempo al médico? La idea de que tales cosas ocurrieran a dos millas de la ciudad le parecía absurda. Ahora bien, su primera impresión, esto es, de que la mente de la mujer se hallaba desordenada, acudía otra vez; y como era el único modo de resolver el problema, se aferró a la idea de que aquella mujer estaba loca. Ciertas dudas acerca de este punto, no obstante, le asaltaron durante una pesada noche sin sueño, en el transcurso de la cual, y a despecho de todos sus esfuerzos, no pudo expulsar de su imaginación perturbada aquel velo negro.
La parte más lejana de Walworth, aun hoy, es un sitio aislado y miserable. Pero hace treinta y cinco años era casi en su totalidad un descampado habitado por gente diseminada y de carácter dudoso, cuya pobreza les prohibía aspirar a un mejor vecindario, o bien cuyas ocupaciones y maneras de vivir hacían esta soledad deseable. Muchas de las casas que allí se construyeron no lo fueron sino en años posteriores; y la mayoría de las que entonces existían, esparcidas aquí y allá, eran del más tosco y miserable aspecto.
La apariencia de los lugares por donde el joven cirujano pasó a la mañana siguiente, no levantaron su ánimo ni disiparon su ansiedad. Saliendo del camino, tenía que cruzar por el yermo fangoso, por irregulares callejuelas. Algún infortunado árbol y algún hoyo de agua estancada, sucio de lodo por la lluvia, orillaban el camino. Y a intervalos, un raquítico jardín, con algunos tableros viejos sacados de alguna casa de verano, y una vieja empalizada arreglada con estacas robadas de los setos vecinos, daban testimonio de la pobreza de sus habitantes y de los escasos escrúpulos que tenían para apropiarse de lo ajeno. En ocasiones, una mujer de aspecto enfermizo aparecía a la puerta de una sucia casa, para vaciar el contenido de algún utensilio de cocina en la alcantarilla de enfrente, o para gritarle a una muchacha en chancletas que había proyectado escaparse, con paso vacilante, con un niño pálido, casi tan grande como ella. Pero apenas si se movía nada por aquellos alrededores. Y todo el panorama ofrecía un aspecto solitario y tenebroso, de acuerdo con los objetos que hemos descrito.
Después de afanarse a través del barro; de realizar varias pesquisas acerca del lugar que se le había indicado, recibiendo otras tantas respuestas contradictorias, el joven llegó al fin a la casa. Era baja, de aspecto desolado. Una vieja cortina amarilla ocultaba una puerta de cristales al final de unos peldaños, y los postigos estaban entornados. La casa se hallaba separada de las demás y, como estaba en un rincón de una corta callejuela, no se veía otra por los alrededores.
Si decimos que el cirujano dudaba y que anduvo unos pasos más allá de la casa antes de dominarse y levantar el llamador de la puerta, no diremos nada que tenga que provocar la sonrisa en el rostro del lector más audaz. La policía de Londres, por aquel tiempo, era un cuerpo muy diferente del de hoy día; la situación aislada de los suburbios, cuando la fiebre de la construcción y las mejoras urbanas no habían empezado a unirlos a la ciudad y sus alrededores, convertían a varios de ellos, y a este en particular, en un sitio de refugio para los individuos más depravados.
Aun las calles de la parte más alegre de Londres se hallaban entonces mal iluminadas. Los lugares como el que describimos estaban abandonados a la luna y las estrellas. Las probabilidades de descubrir a los personajes desesperados, o de seguirles el rastro hasta sus madrigueras, eran así muy escasas y, por tanto, sus audacias crecían; y la conciencia de una impunidad cada vez se hacía mayor por la experiencia cotidiana. Añádanse a estas consideraciones que el joven cirujano había pasado algún tiempo en los hospitales de Londres; y, si bien ni un Burke ni un Bishop habían alcanzado todavía su gran notoriedad, sabía, por propia observación, cuán fácilmente las atrocidades pueden ser cometidas. Sea como fuere, cualquiera que fuese la reflexión que le hiciera dudar, lo cierto es que dudó; pero siendo un hombre joven, de espíritu fuerte y de gran valor personal, sólo titubeó un instante. Volvió atrás y llamó con suavidad a la puerta.
Enseguida se oyó un susurro, como si una persona, al final del pasillo, conversase con alguien del rellano de la escalera, más arriba. Después se oyó el ruido de dos pesadas botas y la cadena de la puerta fue levantada con suavidad. Allí vio a un hombre alto, de mala facha, con el pelo negro y una cara tan pálida y desencajada como la de un muerto; se presentó, diciendo en voz baja:
-Entre, señor.
El cirujano lo hizo así, y el hombre, después de haber colocado otra vez la cadena, le condujo hasta una pequeña sala interior, al final del pasillo.
-¿He llegado a tiempo?
-Demasiado temprano -replicó el hombre.
El cirujano miró a su alrededor, con un gesto de asombro.
-Si quiere usted entrar aquí -dijo el hombre que, evidentemente, se había dado cuenta de la situación-, no tardará ni siquiera cinco minutos, se lo aseguro.
El cirujano entró en la habitación; el hombre cerró la puerta y lo dejó solo. Era un cuarto pequeño, sin otros muebles que dos sillas de pino y una mesa del mismo material. Un débil fuego ardía en el brasero; fuego inútil para la humedad de las paredes. La ventana, rota y con parches en muchos sitios, daba a una pequeña habitación con suelo de tierra y casi toda cubierta de agua. No se oían ruidos, ni dentro ni fuera. El joven doctor tomó asiento cerca del fuego, en espera del resultado de su primera visita profesional.
No habían transcurrido muchos minutos cuando percibió el ruido de un coche que se aproximaba y poco después se detenía. Abrieron la puerta de la calle, oyó luego una conversación en voz baja, acompañada de un ruido confuso de pisadas por el corredor y las escaleras, como si dos o tres hombres llevasen algún cuerpo pesado al piso de arriba. El crujir de los escalones, momentos después, indicó que los recién llegados, habiendo acabado su tarea, cualquiera que fuese, abandonaban la casa. La puerta se cerró de nuevo y volvió a reinar el silencio.
Pasaron otros cinco minutos y ya el cirujano se disponía a explorar la casa en busca de alguien, cuando se abrió la puerta del cuarto y su visitante de la pasada noche, vestida exactamente como en aquella ocasión, con el velo bajado como entonces, le invitó por señas a que le siguiera. Su gran estatura, añadida a la circunstancia de no pronunciar una palabra, hizo que por un momento pasara por su imaginación la idea de que podría tratarse de un hombre disfrazado de mujer. Sin embargo, los histéricos sollozos que salían de debajo del velo y su actitud de pena, hacían desechar esta sospecha; y él la siguió sin vacilar.
La mujer subió la escalera y se detuvo en la puerta de la habitación para dejarle entrar primero. Apenas si estaba amueblada con una vieja arca de pino, unas pocas sillas y un armazón de cama con dosel, sin colgaduras, cubierta con una colcha remendada. La luz mortecina que dejaba pasar la cortina que él había visto desde fuera, hacía que los objetos de la habitación se distinguieran confusamente, hasta el punto de no poder percibir aquello sobre lo cual sus ojos reposaron al principio. En esto, la mujer se adelantó y se puso de rodillas al lado de la cama.
Tendida sobre esta, muy acurrucada en una sábana cubierta con unas mantas, una forma humana yacía sobre el lecho, rígida e inmóvil. La cabeza y la cara se hallaban descubiertas, excepto una venda que le pasaba por la cabeza y por debajo de la barbilla. Tenía los ojos cerrados. El brazo izquierdo estaba extendido pesadamente sobre la cama. La mujer le tomó una mano. El cirujano, rápido, apartó a la mujer y tomó esta mano.
-¡Dios mío! -exclamó, dejándola caer involuntariamente-. ¡Este hombre está muerto!
La mujer se puso en pie vivamente y estrechó sus manos.
-¡Oh, señor, no diga eso! -exclamó con un estallido de pasión cercano a la locura-. ¡Oh, señor, no diga eso; no podría soportarlo! Algunos han podido volver a la vida cuando los daban por muerto. ¡No le deje, señor, sin hacer un esfuerzo para salvarlo! En estos instantes la vida huye de él. ¡Inténtelo, señor, por todos los santos del cielo! -y hablando así frotaba la frente y el pecho de aquel cuerpo sin vida; y enseguida golpeaba con frenesí las frías manos que, al dejar de retenerlas, volvieron a caer, indiferentes y pesadas, sobre la colcha.
-Esto no servirá de nada, buena mujer -dijo el cirujano suavemente, mientras le apartaba la mano del pecho de aquel hombre-. ¡Descorra la cortina!
-¿Por qué? -preguntó la mujer, levantándose con sobresalto.
-¡Descorra la cortina! -repitió el cirujano con voz agitada.
-Oscurecí la habitación expresamente -dijo la mujer, poniéndose delante, mientras él se levantaba para hacerlo-. ¡Oh, señor, tenga compasión de mí! Si no tiene remedio; si está realmente muerto, ¡no exponga su cuerpo a otros ojos que los míos!
-Este hombre no ha muerto de muerte natural -observó el cirujano-. Es preciso ver su cuerpo.
Y con vivo ademán, tanto que la mujer apenas se dio cuenta de que se había alejado, abrió la cortina de par en par, y, a plena luz, regresó al lado de la cama.
-Ha habido violencia -dijo, señalando al cuerpo y examinando atentamente el rostro de la mujer, cuyo velo negro, por primera vez, se hallaba subido. En la excitación anterior se había quitado la cofia y el velo y ahora se encontraba delante de él, de pie, mirándole fijamente. Sus facciones eran las de una mujer de unos cincuenta años, y demostraban haber sido guapa. Penas y lágrimas habían dejado en ella un rastro que los años, por sí solos, no hubieran podido dejar. Tenía la cara muy pálida. Y el temblor nervioso de sus labios y el fuego de su mirada demostraban que todas sus fuerzas físicas y morales se hallaban anonadadas bajo un cúmulo de miserias.
-Aquí ha habido violencia -repitió el cirujano, evitando aquella mirada.
-¡Sí, violencia! -repitió la mujer.
-Ha sido asesinado.
-Pongo a Dios por testigo de que lo ha sido -exclamó la mujer con convicción-. ¡Cruel, inhumanamente asesinado!
-¿Por quién? -dijo el cirujano, aferrando por los brazos a la mujer.
-Mire las señales de sus carniceros y luego pregúnteme -replicó ella.
El cirujano volvió el rostro hacia la cama y se inclinó sobre el cuerpo que ahora yacía iluminado por la luz de la ventana. El cuello estaba hinchado, con una señal rojiza a su alrededor. Como un relámpago, se le presentó la verdad.
-¡Es uno de los hombres que han sido ahorcados esta mañana! -exclamó volviéndose con un estremecimiento.
-¡Es él! -replicó la mujer con una mirada extraviada e inexpresiva.
-¿Quién era?
-Mi hijo -añadió la mujer, cayendo a sus pies sin sentido.
Era verdad. Un cómplice, tan culpable como él mismo, había sido absuelto, mientras a él lo condenaron y ejecutaron. Referir las circunstancias del caso, ya lejano, es innecesario y podría lastimar a personas que aún viven. Era una historia como las que ocurren a diario. La mujer era una viuda sin relaciones ni dinero, que se había privado de todo para dárselo a su hijo. Este, despreciando los ruegos de su madre, y sin acordarse de los sacrificios que ella había hecho por él, se había hundido en la disipación y el crimen. El resultado era este; la muerte, por la mano del verdugo, y para su madre la vergüenza y una locura incurable.
Durante varios años, el joven cirujano visitó diariamente a la pobre loca. Y no sólo para calmarla con su presencia, sino para velar, con mano generosa, por su comodidad y sustento. En el destello fugaz de su memoria que precedió a la muerte de la desdichada, un ruego por el bienestar y dicha de su protector salió de los labios de la pobre criatura desamparada. La oración voló al cielo, donde fue oída y la limosna que él dio le ha sido mil veces devuelta; pero entre los honores y las satisfacciones que merecidamente ha tenido no conserva recuerdo más grato a su corazón que el de la historia de la mujer del velo negro.
Charles John Huffam Dickens (Portsmouth, Inglaterra, 7 de febrero de 1812 – Gads Hill Place, Inglaterra, 9 de junio de 1870) fue un famoso novelista inglés, uno de los más conocidos de la literatura universal, y el principal de la era victoriana. Fue maestro del género narrativo, al que imprimió ciertas dosis de humor e ironía, practicando a la vez una aguda crítica social. En su obra destacan las descripciones de gente y lugares, tanto reales como imaginarios. Utilizó en ocasiones el seudónimo Boz.
Críticas posteriores, tales como las de George Gissing y G. K. Chesterton, defendieron y aclamaron su dominio de la lengua inglesa como inigualable, sus personajes como inolvidables, y en gran medida su profunda sensibilidad social. No obstante, también recibió críticas de sus mejores lectores —George Henry Lewes, Henry James y Virginia Woolf, entre ellos— los cuales achacaron ciertos defectos a sus obras, como el sentimentalismo efusivo, acontecimientos irreales y personajes grotescos.1
Dickens nació el 7 de febrero de 1812, en el distrito de Landport, perteneciente a la ciudad de Portsmouth, hijo de John Dickens (1786–1851), oficinista de la Pagaduría de la Armada en el arsenal del puerto de Portsmouth, y de su esposa Elizabeth Barrow (1789–1863). En 1814, la familia se trasladó a Londres, Somerset House, en el número diez de Norfolk Street. Cuando el futuro escritor tenía cinco años, la familia se mudó a Chatham, Kent. Su madre era de clase media y su padre siempre arrastraba deudas, debido a su excesiva inclinación al despilfarro. Charles no recibió ninguna educación hasta la edad de nueve años, hecho que posteriormente le reprocharían sus críticos, al considerar su formación en exceso autodidacta. Con esta edad, después de acudir a una escuela en Rome Lane, estudió cultura en la escuela de William Gile, un graduado en Oxford. Pasaba el tiempo fuera de su casa, leyendo vorazmente. Mostró una particular afición por las novelas picarescas, como Las aventuras de Roderick Random y Las aventuras de Peregrine Pickle de Tobias Smollett, y Tom Jones de Henry Fielding. Éste sería su escritor favorito. También leía con fruición novelas de aventuras como Robinson Crusoe y Don Quijote de la Mancha. En 1823, vivía con su familia en Londres, en el número 16 de Bayham Street, Camden Town, que era entonces uno de los suburbios más pobres de la ciudad. Aunque sus primeros años parecen haber sido una época idílica, él se describía como un «niño muy pequeño y no especialmente cuidado». También hablaría de su extremo patetismo y de su memoria fotográfica de personas y eventos, que le ayudaron a trasladar la realidad a la ficción.3
Su vida cambió profundamente cuando su padre fue denunciado por impago de sus deudas y encarcelado en la prisión de deudores de Marshalsea. La mayor parte de la familia se trasladó a vivir con el Sr. Dickens a la cárcel, posibilidad establecida entonces por la ley, que permitía a la familia del moroso compartir su celda. Charles fue acogido en una casa de Little College Street, regentada por la Señora Roylance y acudía los domingos a visitar a su padre en la prisión.
A los doce años, se consideró que el futuro novelista tenía la edad suficiente para comenzar a trabajar, y así comenzó su vida laboral, en jornadas diarias de diez horas en Warren's boot-blacking factory, una fábrica de betún para calzado, ubicada cerca de la actual estación ferroviaria Charing Cross de Londres. Durante este periodo su vida transcurrió pegando etiquetas en los botes de shoes polish (betún para calzado); ganaba seis chelines semanales. Con este dinero, tenía que pagar su hospedaje y ayudaba a la familia, la mayoría de la cual vivía con su padre, que permanecía encarcelado.
Después de algunos meses, su familia pudo salir de la prisión de Marshalsea, pero su situación económica no mejoró hasta pasado un tiempo, cuando al morir la abuela materna de Charles, su padre recibió una herencia de 250 libras. Su madre no retiró a Charles de forma inmediata de la compañía, que era propiedad de unos parientes de ella. Dickens nunca olvidaría el empeño de su madre de obligarle a permanecer en la fábrica. Estas vivencias marcarían su vida como escritor: dedicaría gran parte de su obra a denunciar las condiciones deplorables bajo las cuales sobrevivían las clases proletarias. En su novela David Copperfield, juzgada como la más autobiográfica, escribió: «Yo no recibía ningún consejo, ningún apoyo, ningún estimulante, ningún consuelo, ninguna asistencia de ningún tipo, de nadie que me pudiera recordar. ¡Cuánto deseaba ir al cielo!».4
En mayo de 1827, Dickens empezó a trabajar como pasante en el bufete de los procuradores Ellis & Blackmore y después de un tiempo como taquígrafo judicial.
En 1828 comenzó a colaborar como reportero en el "Doctor´s Commons" y posteriormente ingresó en calidad de cronista parlamentario en el "True Sun". Por esta época se interesó por la escena teatral londinense, apuntándose a clases de interpretación, pero el día de la realización del casting, padeció gripe y no pudo asistir, apagándose así sus sueños de ser actor teatral.
En 1834 lo contrató el Morning Chronicle como periodista político, para informar sobre debates parlamentarios, y viajar a través del país a cubrir las campañas electorales. En 1836 sus artículos en forma de esbozos literarios que habían ido apareciendo en distintas publicaciones desde 1833, se publicaron formando el primer volumen de Sketches by Boz y que dio paso en marzo de ese mismo año a la publicación de las primeras entregas de "Los papeles póstumos del club Pickwick". Posteriormente continuó contribuyendo y editando diarios durante gran parte de su vida.
El 2 de abril de 1836 contrajo matrimonio con Catherine Thompson Hogarth (1816–1879) y estableció su residencia en Bloomsbury. Tuvieron diez hijos:Charles Culliford Boz Dickens (1837-1896), Mary Dickens (1838-1896), Kate Macready Dickens (1839-1929), Walter Landor Dickens (1841-1863), Francis Jeffrey Dickens (1844-1886), Alfred D'Orsay Tennyson Dickens (1845-1912), Sydney Smith Haldimand Dickens (1847-1872), Henry Fielding Dickens (1849-1933), Dora Annie Dickens (1850-1851) y Edward Bulwer Lytton Dickens (1852-1902).
En 1836 aceptó el trabajo de editor del Bentley's Miscellany, que mantendría hasta 1839, cuando discutió con el dueño. Otros dos periódicos de los que Dickens fue asiduo contribuyente fueron Household Words y All the Year Round. En 1842, viajó junto a su esposa a los Estados Unidos, hecho que describió brevemente en Notas de viaje americanas y que sirvió también como base de alguno de los episodios de Martin Chuzzlewit. Poco después empezó a mostrar interés en el Unitarismo cristiano, aunque él sería anglicano, al menos nominalmente, durante el resto de su vida. Los escritos de Dickens fueron sumamente populares en sus días y fueron leídos extensivamente. En 1856, su popularidad le permitió comprar Gad's Hill Place. Esta gran casa ubicada en Higham, Kent, tenía un especial significado para el escritor, ya que de niño había caminado por sus cercanías y había soñado con habitarla. El lugar fue también el lugar donde se desarrollan algunas escenas de la primera parte del Enrique IV de Shakespeare, conexión literaria que complacía a Dickens.
Vio publicada nueve entregas en 1836 y las once restantes en 1837, de The Posthumous Papers of the Pickwick Club («Los papeles póstumos del Club Pickwick»). Su siguiente obra fue Oliver Twist (1837–1838) un relato auténticamente autobiográfico y que se publicó por entregas durante dos meses. A esta obra siguieron Nicholas Nickleby (1838–1840) y La tienda de antigüedades (1840–1841) donde narra las desdichas de la pequeña Nelly, con pasajes inspirados en el reciente fallecimiento de su cuñada Mary Hogarth, de diecisiete años a quien Dickens adoraba. La obra tuvo un gran éxito en Inglaterra y América.
Gracias a las obras que iba publicando, Dickens ganó un gran prestigio. En 1841 fue nombrado hijo adoptivo por la ciudad de Edimburgo y viajó a Estados Unidos, donde fue rechazado por la sociedad de este país debido a las conferencias que impartía y a la novela, Notas de América contraria a la esclavitud y que Dickens había experimentado personalmente en su infancia. A pesar de ello se renconcilió con el público después de la publicación de Canción de Navidad en 1843.
Su novela Dombey and Son («Dombey e hijo»), 1846–1848, significó un cambio en su método de trabajo: pasó de la improvisación hacia la completa planificación, apoyándose para la escritura en la maestría que alcanzó en el manejo de los recursos novelísticos. Fundó en 1849 el semanario Household Words, donde difundió escritos de autores poco conocidos, y en el que publicó dos de sus más excelsas obras: Bleak House («Casa desolada»), 1852–1853, y Hard Times («Tiempos difíciles»), 1854.
Ya era considerado como el gran novelista de lo social. Sometido como estaba Dickens a una gran carga de trabajo destinada a satisfacer la demanda de sus lectores, no tardó en caer en una crisis. Le llevó a la ruptura con sus editores, tras exigirles una mayor remuneración; petición que fue denegada. Después de ello, Dickens inició una serie de viajes a Italia, publicando Imágenes italianas, Suiza y Francia, en donde conoció a Alejandro Dumas y a un joven Julio Verne, además de admirar la sociedad parisina. A su regreso a Inglaterra, obligado por nuevas necesidades económicas, extendió su actividad a otros campos: organizó representaciones teatrales, fundó el Daily News, hizo de actor y comenzó a dar conferencias, como las que daba sobre los derechos de autor, defensa de las prostitutas y condena de la pena de muerte, muy en boga en Londres como divertimento del pueblo.
Su gran best seller fue David Copperfield, del cual llegó a vender hasta 100.000 ejemplares en poco tiempo. Fue también el primer escritor en utilizar la palabra detective en sus novelas.
Alrededor de 1850 la salud de Dickens había empeorado; este cambio fue agravado por la muerte de su padre, de una hija y de su hermana Fanny. Dickens se separó de su esposa en 1858. En la era victoriana, el divorcio era impensable, particularmente para personas famosas como él. No obstante, continuó manteniendo a ella y a la casa por los siguientes 20 años, hasta el día que ella falleció. Aunque inicialmente vivían felices juntos, Catherine no parecía compartir en lo más mínimo la desmedida energía que Dickens tenía. Su trabajo de vigilar a sus diez niños y la presión de vivir con un mundialmente famoso novelista ciertamente no ayudaba. Georgina, la hermana de Catherine se mudó para ayudarla, pero circulaban rumores de que Charles estaba involucrado románticamente con su cuñada. Una indicación de la crisis matrimonial ocurrió cuando, en 1855, él fue al encuentro de su primer amor, María Beadnell. María también estaba casada en estos tiempos, pero ella había cambiado muchísimo del recuerdo romántico que Dickens tenía de ella. A partir de entonces, el cambio del carácter de Charles Dickens fue tan notable que varios amigos suyos declararon no reconocer en él a la persona que habían conocido. A pesar de todo, Dickens continuó escribiendo y dando conferencias y se refugió en casa de su amigo Wilkie Collins (el creador del misterio). Llegaron a escribir relatos juntos y se recomendaban ideas para sus respectivas novelas. En 1859 publicó Historia de dos ciudades. En 1863 crea The Arts Club.
El 9 de junio de 1865, mientras regresaba de Francia para ver a Ellen Ternan, Dickens tuvo un accidente, el famoso choque ferroviario de Staplehurst, en el cual los siete primeros vagones del tren cayeron de un puente que estaba siendo reparado. El único vagón de primera clase que no cayó fue aquel donde se encontraba Dickens. El novelista pasó mucho tiempo atendiendo a los heridos y moribundos antes de que los rescatadores llegasen. Antes de partir se acordó del inconcluso manuscrito de Nuestro amigo mutuo, y regresó al vagón únicamente a recuperarlo. Típico de Dickens, él luego usaría esta terrible experiencia para escribir su corta historia de fantasmas El hombre-señal en la cual el protagonista tiene la premonición de un choque ferroviario.
Dickens se las arregló para evadirse de la investigación del choque, pues como ahora se sabe, él estaba viajando ese día con Ellen Ternan y su madre, lo cual podía causar un escándalo. Ellen, una actriz, había sido la compañera de Dickens desde que éste finalizó su matrimonio, y, como él la conoció en 1857, fue probablemente la última razón para su separación. Ella continuó siendo su compañera, más bien su señora, hasta el día de su muerte. Las dimensiones de la aventura fueron desconocidas hasta la publicación en 1939 de Dickens y su hija, un libro acerca de la relación intrafamiliar del autor con su hija Kate. Kate Dickens trabajó con Gladys Storey en el libro antes de su muerte, ocurrida en 1929, y afirmó que Dickens y Ternan tuvieron un hijo que murió en la infancia, aunque no existe ninguna evidencia concreta que corrobore sus afirmaciones.
Dickens, aunque ileso, nunca se recuperó totalmente del accidente de Staplehurst. Su prolífica pluma se dedicó a completar Nuestro amigo mutuo y a comenzar El misterio de Edwin Drood, que quedó inacabada en su último tercio, y cuyo desconocido final dio lugar hasta hoy a innumerables hipótesis.5 Mucho de su tiempo fue utilizado en lecturas públicas de sus más amadas novelas. Dickens estaba fascinado con el teatro como un escape del mundo real, y los teatros y el público teatral aparecen en Nicholas Nickleby. Los espectáculos itinerantes eran extremadamente populares, y el 2 de diciembre de 1867 Dickens dio su primera lectura pública en los Estados Unidos, en un teatro de Nueva York. El esfuerzo y la pasión que ponía en estas lecturas con voces individualizadas para sus personajes es algo que quizá también contribuyó a su muerte.
Volvió a escribir en el Old Year Magazine hasta su muerte. Poco después fue recibido por la reina Victoria I, la cual era gran lectora de sus obras.
En 1869 Dickens aceptó presidir el Birmingham and Midland Institute, convirtiéndose así en su decimosexto presidente.
Cinco años después del citado accidente, el 9 de junio de 1870, murió al día siguiente de sufrir una apoplejía, sin haber recuperado la consciencia. Contra su deseo de ser enterrado en la catedral de Rochester (la cercana a su domicilio), «de forma barata, sin ostentaciones y estrictamente privada», lo fue en la llamada «Esquina de los Poetas» de la Abadía de Westminster, si bien se procuró respetar su deseo de privacidad.6 Circuló a su muerte un epitafio impreso en el que se decía que «fue simpatizante del pobre, del miserable, y del oprimido; y con su muerte, el mundo ha perdido a uno de los más grandes escritores ingleses». Dickens estipuló que no se erigiera ningún monumento en su honor; su única estatua de tamaño natural data de 1981, fue realizada por Francis Edwin Elwell, y se encuentra localizada en Clark Park, Filadelfia, en los Estados Unidos. Su gran sueño fue el de ser libre y lo consiguió siendo escritor.
Su novela Oliver Twist ha sido llevada en numerosas ocasiones a la gran pantalla:
El estilo de Dickens es florido y poético, con un fuerte toque cómico. Sus sátiras sobre el esnobismo de la aristocracia británica —él llamaba a uno de sus personajes «El Refrigerador Noble»— son a menudo populares. Comparaciones de huérfanos con accionistas o comensales con muebles son algunas de sus más aclamadas ironías.
A Dickens lo han llamado un autor cuyos personajes son de los más memorables y creativos en la literatura inglesa--si no exclusivamente por sus peculiaridades insólitas, con certeza por sus nombres. No mentimos, entonces, al decir que personajes, como Ebenezer Scrooge, Fagin, Mrs. Gamp, Charles Darnay, Oliver Twist, Micawber, Pecksniff, Miss Havisham, Wackford Squeers y muchos otros, son tan bien conocidos, que se puede hasta creer que tienen una vida fuera de sus novelas y que sus historias continuarían con otros autores. A Dickens le encantaba el estilo del siglo XVIII, el romance gótico, incluso lo llegó a tomar a juego —Jane Austen's Northanger Abbey fue una muy conocida parodia— y mientras algunos son grotescos, sus excentricidades no suelen eclipsar sus historias. Uno de los personajes mejor dibujados dentro de sus novelas es la misma Londres. Desde los bares de las afueras de la ciudad hasta las orillas del Támesis, todos los aspectos de la capital británica son descritos por alguien que la amaba verdaderamente y que pasaba muchas horas caminando por sus calles.
La mayoría de las obras maestras de Dickens fueron escritas como entregas mensuales o semanales en periódicos como el Master Humphrey's Clock y el Household Words, siendo posteriormente reimpresas en libros. Estas entregas hacían las historias más baratas y accesibles. Los seguidores americanos, incluso esperaban en los puertos de Nueva York gritando sobre la multitud de un barco que arribaba «¿Está la pequeña Nell muerta?» Parte del gran talento de Dickens era incorporar su estilo por entregas con un coherente final de novela. Sus números mensuales fueron ilustrados por, entre otros, «Phiz» (seudónimo de Hablot Browne). Entre sus más famosos trabajos están Grandes esperanzas, David Copperfield, Oliver Twist, Historia de dos ciudades, Casa desolada, Nicholas Nickleby, Los papeles póstumos del club Pickwick, y Cuento de Navidad.
Su forma de concebir los personajes puede entenderse al analizar su relación con los ilustradores. Dickens trabajó muy cercanamente con los ilustradores, al comienzo les daba un prospecto del trabajo , asegurándose de que los personajes y los ambientes eran tal como él los imaginaba. Al leer la correspondencia entre el autor y el ilustrador, pueden ser mejor entendidas las intenciones de Dickens, lo que estaba oculto en su arte está plenamente explicado en estas cartas. Otra hecho que revelan las misivas es que los intereses del lector no siempre coincidían con lo del autor. Un gran ejemplo de esto aparece en la novela mensual Oliver Twist. En un episodio de la misma, Dickens metió a Oliver en un enredo de un robo. Esta entrega concluía cuando Oliver recibía un disparo. Los lectores estimaron que se verían forzados a esperar sólo un mes para saber cómo había salido el protagonista de ese disparo, pero Dickens no reveló lo que sucedió con el joven Olver en el siguiente número sino que los ansiosos lectores tuvieron que esperar dos meses para descubrir si el niño viviría. Esto muestra como el deseo de un lector involucrado —de saber que había sucedido— no coincide con la intención del autor, que era la de extender la intriga.
Otro efecto importante del estilo episódico fue la exposición a las opiniones de sus lectores. Como Dickens no escribía sus capítulos mucho antes de su publicación, podía comprobar la reacción pública y cambiar la historia dependiendo de esas mismas reacciones. Un ejemplo de este proceso puede ser visto en sus entregas semanales de la Vieja tienda de antigüedades, que es una historia de una persecución. En esta novela, Nell y su abuelo huyen del villano, Quilp. El progreso de la novela sigue el gradual éxito de la persecución. Mientras Dickens escribía y publicaba las entregas semanales, su buen amigo John Forster le señalaba a Dickens: «Sabes que tendrás que matarla, ¿verdad?». El porqué de este final, se puede explicar por un breve análisis de la diferencia entre la estructura de una comedia y la de una tragedia. En una comedia, la acción cubre una secuencia «tú crees que ellos van a perder, crees que perderán, ellos vencen». En una tragedia es: «Tú crees que ellos vencerán, crees que vencerán, ellos pierden». Como se ve, la conclusión dramática de la historia está implícita en la novela. Así, cuando Dickens escribió la novela en forma de tragedia, el infortunado desenlace era una conclusión ya sabida. Si él no hubiera deseado que su heroína perdiera, no debió completar la estructura dramática. Dickens admitió que su amigo Forster tenía razón y, en el final, la pequeña Nell fallece. Dickens también admitió que no deseaba matar a Nell, pero era un novelista y tenía que completar la estructura de la novela.
Las novelas de Dickens eran, entre otras cosas, trabajos de crítica social. Él era un fiero crítico de la pobreza y de la estratificación social de la sociedad victoriana. A través de sus trabajos, Dickens mantenía una empatía por el hombre común y un escepticismo por la familia burguesa. La segunda novela de Dickens, Oliver Twist (1839), fue responsable de la limpieza del actual arrabal de Londres que fue la base de la historia La isla de Jacob. Además, con el personaje de una trágica prostituta, Nancy, Dickens «humanizó» a tales mujeres para los lectores, mujeres que eran apreciadas como «desafortunadas», inmorales víctimas inherentes de la economía del sistema victoriano. La casa desolada y La pequeña Dorrit elaboraron extensas críticas hacia el aparato institucional victoriano: los interminables litigios de la corte de la Cancillería que destruyeron las vidas de las personas en La casa desolada y el ataque doble en La pequeña Dorrit con la patente ineficiencia y corrupción de las oficinas y con la irregular especulación de los mercados.
A menudo Dickens usaba idealizados personajes y escenas de alto toque sentimental contrastando con sus caricaturas y las terribles verdades sociales que revelaba. La larga escena de la muerte de la pequeña Nell en la Vieja tienda de antigüedades (1841) fue recibida como increíble y conmovedora por los lectores de su época, pero fue vista como ridículamente sentimental por Oscar Wilde. En 1903 Chesterton dijo, acerca del mismo tema, «No es la muerte de la pequeña Nell, sino la vida de la pequeña, lo que objeto».
En Oliver Twist, Dickens proporciona a los lectores un idealizado retrato de un joven irrealmente bueno, cuyos valores jamás son subvertidos por brutales orfanatos o forzadas intervenciones en una banda de pequeños carteristas. También sus posteriores novelas se centran en personajes idealizados (como Esther Summerson en Casa desolada y Amy Dorrit en La pequeña Dorrit) este idealismo sirve solo para destacar el fin de Dickens de conmover con su crítica social. La mayoría de sus novelas están relacionadas con el realismo social, enfocándose en mecanismos de control social que dirigen las vidas de las personas (por ejemplo en las redes industriales en Tiempos difíciles y códigos de clase hipócritas y excluyentes en Nuestro amigo mutuo).
Dickens también emplea increíbles coincidencias (por ejemplo, Oliver Twist resulta ser el sobrino perdido de una familia de la alta sociedad que por azar lo rescata de un peligroso grupo de carteristas). Estas coincidencias son comunes en el siglo XVIII — siglo de las novelas picarescas (como Tom Jones de Henry Fielding), que Dickens disfrutaba bastante. Para Dickens esto era un índice de un Cristianismo humanitario que lo llevaba a creer que el bien al final siempre vence, incluso de formas inesperadas. Viendo esto desde un contexto biográfico, la vida de Dickens, contra lo que se esperaba, lo llevó desde una desconsolada niñez forzado a trabajar largas horas en una fábrica de botas a la edad de 12 años (cuando su padre se encontraba en la prisión por deudas) hasta su estatus como el novelista más popular de Inglaterra a la edad de 27 años.
Todos los autores incorporan elementos biográficos en sus ficciones, pero con Dickens esto es muy notable, incluso cuando temía ocultar lo que él consideraba su vergonzoso, humilde pasado.
David Copperfield es una de las más claras autobiografías, pero las escenas de la Casa desolada de interminables casos de la corte y argumentos legales pudieron venir sólo de un periodista que tuvo que reportarlos. La propia familia de Dickens fue enviada a la prisión por pobreza, un tema común en muchos de sus libros, y la detallada descripción de la vida en la prisión de Marshalea en La pequeña Dorrit es debida a las propias experiencias de Dickens en aquella institución.
La pequeña Nell, en La vieja tienda de curiosidades es un pensamiento que representa a su propia cuñada, el padre de Nicholas Nickleby y Wilkins Micawber son, con seguridad, el propio padre del autor, así como la señora Nickleby y la señora Micawber son similares a su madre.7 La naturaleza esnob de Pip de Grandes esperanzas también tiene cierta afinidad con el mismo autor. Dickens pudo haber dibujado sus experiencia infantiles, pero él estaba también avergonzado de ellas y no revelaría que sus propias narraciones venían de la mugre.
Charles Dickens era una personalidad muy reconocida y sus novelas fueron muy populares durante su vida. Su primera novela terminada, Los papeles póstumos del Club Pickwick (1837), le otorgó una inmediata fama que continuó durante toda su carrera. Mantuvo una gran calidad en todos sus escritos, y, aunque raramente se apartaba de su típico método dickensoniano de siempre intentar escribir una gran «historia» en una manera convencional (la doble narración de la casa desolada son una notable excepción), experimentó con numerosos temas, caracterizaciones y géneros. Algunos de estos experimentos fueron más exitosos que otros y la apreciación pública de sus obras variaron a través del tiempo. Normalmente se alegraba de dar a sus lectores lo que ellos querían, y la mensual o semanal publicación de sus trabajos en episodios significaban que el libro podría cambiar mientras la historia ocurría según el gusto del público. Un buen ejemplo de esto son los episodios americanos de Martin Chuzzlewit, los cuales fueron puestos como respuesta de Dickens a más bajo precio de sus primeros capítulos. En Nuestro amigo mutuo la inclusión del personaje de Riaj fue un positivo retrato de un personaje judío, después de la que criticó con Fagin en Oliver Twist.
Su popularidad menguó un poco tras su muerte y él es todavía uno de los más conocidos y más leídos de los escritores británicos. Al menos 180 películas y adaptaciones para la televisión basadas en los trabajos de Dickens ayudan a confirmar el mencionado éxito. Muchos de sus trabajos fueron adaptados para el escenario durante su vida y ya en 1913 se realiza una película muda de Los papeles póstumos del Club Pickwick.
Sus personajes fueron, a menudo, tan memorables, que parecía que habían cobrado vida propia. Gamp se volvió una expresión de jerga para una sombrilla por el personaje de la Señora Gamp, y Pickwickian, Pecksniffian y Gradgrind entraron a los diccionarios debido a los retratos que les hizo Dickens, como quijotescos, hipócritas o insensible. Sam Weller, el irreverente y atolondrado ayuda de Cámara de Los papeles póstumos del Club Pickwick, era una temprana superestrella, tal vez más conocido que su autor al principio. Esto sucede también en su más conocida novela Cuento de Navidad, con nuevas adaptaciones casi todos los días. Es también la más filmada de las historias de Dickens; muchas versiones datan desde los inicios del cinema. Este simple cuento moralista con su tema de redención, para muchos, suma todo el verdadero significado de la navidad y eclipsa todas las demás historias; además, muestra figuras arquetípicas (Scrooge, Tiny Tim, los fantasmas de Navidad) de la conciencia occidental. Cuento de Navidad fue escrito por Dickens en un intento de prevenir un desastre financiero como resultado de las bajas ventas de Martin Chuzzlewit. Años después, Dickens compartiría que siempre estuvo «profundamente afectado» al escribir Cuento de Navidad y la novela rejuveneció su carrera cono un renombrado autor.
En un tiempo en el que Gran Bretaña era el mayor poder político y económico del mundo, Dickens destacó la vida de los pobres olvidados en el corazón del imperio. A través de su periodismo hizo campaña sobre cuestiones específicas —como la higiene y las workhouses— pero su ficción era probablemente lo más poderoso para cambiar la opinión pública sobre las desigualdades de clase. Seguidamente describió la explotación y represión de los pobres y condenó a las instituciones públicas oficiales que permitían la existencia de tales abusos. Su más estridente acusación sobre estas condiciones está en Tiempos difíciles (1854), su única novela que trata de la clase obrera. En este trabajo, utiliza tanto la virulencia como la sátira para ilustrar como este marginado estrato social fue denominado como «Manos» por los empresarios, esto es, que no eran realmente personas, sino sólo apéndices de las máquinas que operaban.
Sus escritos inspiraron a otros, en particular, a periodistas y figuras políticas, para incluir en sus agendas estos problemas de opresión de clase. Por ejemplo, las escenas de prisión en La pequeña Dorrit y Los papeles póstumos del Club Pickwick fueron los primeros instigadores en la destrucción de Marshalsea y Fleet Prison. Así como Carlos Marx dijo, Dickens y otros novelistas de la Inglaterra victoriana «...exhibían al mundo más verdades sociales y políticas que las que eran pronunciadas por políticos profesionales, publicistas y moralistas juntos...». La popularidad excepcional de sus novelas, incluso aquellas con temas de oposición social (Casa desolada, 1853, La pequeña Dorrit, 1857, Nuestro amigo mutuo, 1865) subrayaban no sólo su casi natural habilidad para crear apremiantes historias e inolvidables personajes, sino que también aseguraban que los temas públicos sociales y de justicia que normalmente eran ignorados, fuesen enfrentados.
Su ficción, con continuas descripciones de la vida inglesa del siglo XIX, ha venido a simbolizar con exactitud y anacronismo la sociedad victoriana (1837–1901) como uniformemente «dickensiana», cuando de hecho, sus novelas relatan el periodo que va de 1770 a 1860. En la década siguiente a su muerte, ocurrida en 1870, un más intenso pesimismo filosófico y social se impusieron en la ficción británica, estos temas contrastaban con la fe religiosa que acompañó incluso a la más desolada de las novelas de Dickens. Posteriores novelistas de la Inglaterra victoriana, como Thomas Hardy y George Grissing fueron influenciados por Dickens, pero sus trabajos exhiben una carencia de creencia religiosa y retrataban personajes inmersos en las fuerzas sociales (principalmente los de la clase baja) que estaban destinados hacia un trágico final más allá de su control.
Los novelistas continúan influenciados por sus libros; por ejemplo, escritores como Anne Rice, Tom Wolfe y John Irving evidencian conexiones directas con Dickens. El humorista James Finn Garner hasta escribió una versión «políticamente correcta» de Un cuento de navidad. De cualquier manera, Dickens se mantiene hoy como un brillante innovador y algunas veces defectuoso novelista cuyas historias y personajes se han convertido no sólo en arquetipos literarios sino también en parte de la imaginación pública.
Anexo:Obras de Charles Dickens
Foto:internet. Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto:El cuento del día.
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