En realidad, escribir novelas es un trabajo de ociosos. Pero eso no quita que la mayoría de la gente tenga un talento novelístico innato o, mejor dicho, literario. La prueba está en las composiciones que hacíamos en la escuela y las dedicatorias que poníamos el día de las madres. Eran geniales
"Mi vida dá para escribir una novela", según un personaje de Rubem Fonseca./elmalpensante.com |
Según parece, en Estados Unidos el número de personas que han escrito una
novela es monstruoso. Muchas veces mayor, por supuesto, al número de
personas que han publicado una novela. En nuestro medio, inclusive, a
pesar del elevado índice de analfabetismo que tenemos, el
número de personas que creen que podrían escribir una novela con las
experiencias que han tenido en su vida, es tremendo. Un soneto es algo
mucho más difícil, porque hay que aprender a rimar y a contar las
sílabas. Pero una novela, ¡en prosa!, es la cosa más fácil del mundo.
Basta con sentarse frente a una hoja de papel y contar todo lo que nos
ha pasado en nuestra vida, que es tan interesante. Lo malo es que no
tiene uno tiempo, porque hay que trabajar para sostener a la familia,
llevar a los niños a la escuela, ir a fiestas, lambisconear al jefe,
etcétera. En realidad, escribir novelas es un trabajo de ociosos. Pero
eso no quita que la mayoría de la gente tenga un talento novelístico
innato o, mejor dicho, literario. La prueba está en las composiciones
que hacíamos en la escuela y las dedicatorias que poníamos el día de las
madres. Eran geniales.
Esta
situación, la de vivir en un medio de novelistas potenciales, no
frustrados, porque nunca han intentado ejercitar sus talentos, ni
fracasado en el intento, hace que las personas como yo, que no hacemos
más que lo que todos podrían hacer, seamos considerados como una raza
parasitaria, superflua y, francamente, de muy poco talento, porque nos
cuesta un trabajo horrible hacer lo que todos harían en sus ratos de
ocio.
Por
otra parte, esto de usar para expresarse un medio que todos conocen a
la perfección desde primero de primaria, hace que los escritores
tengamos una cantidad de críticos exactamente igual al número de
personas que saben leer y escribir. El de lectores, en cambio, es mucho
más reducido, porque la mayoría de los críticos son apriorísticos.
–¡Novelas, las mías! –dicen, y no compran las nuestras.
Criticar
a un pintor o a un músico es más difícil. Al primero, porque sus
cuadros no los ven más que los culteranos que van a las exposiciones, y
porque, además, ése sabe mezclar los colores, que requiere cierta
ciencia; al segundo, porque nadie sabe leer música. Ésos son desechados
por locos, que, en nuestro medio, es lo mismo a ser desechado por genio.
Pero nosotros, los escritores, estamos en la línea de fuego.
–Oye,
¿cómo no me habías dicho que eras escritor? –me preguntó una mujer con
quien he tenido la desgracia de trabajar varias veces en congresos–. A
ver qué día me regalas tus libros.
Ha
de creer que uno tiene que andar anunciándose, y que los libros los
escribe uno para regalarlos. Yo nunca le pregunté si era casada, y si me
enteré de que tenía una tortillería automática, fue por boca de
terceros. Además, nunca se me hubiera ocurrido pedirle una tortilla.
–Oiga,
patrón, ¿cuándo escribe un libro de veras bueno? –me preguntó un
mimeografista a quien cometí la torpeza de regalarle un libro–. Digo,
porque ése es de relajo.
Pasa uno muchas vergüenzas.
–Tus
libros me parecen muy superficiales –me dijo una culta y, por supuesto,
mal educada–, pero mi yerno dice que tienen mucho porvenir, y él es
argentino.
Fue un consuelo.
Pero
veamos cómo se comportan las demás profesiones. Un ingeniero se pone
Ing. antes del nombre, y cuando su mujer llega a la casa, le pregunta a
la criada:
–¿Ya llegó el Ingeniero?
Ninguna esposa de escritor le ha preguntado nunca a ninguna criada si ya legó el Escritor. Entre otras cosas, porque lo más probable es que no tenga criada, y porque sabe que su marido no ha salido; está en su cuarto, frente a la máquina, devanándose los sesos.
Un Lic., un Arq., un Dr., un Ing. antes del nombre, o un CTP después, son signo de que alguien se ha pasado años leyendo libros que nadie leería de motu proprio. ¿Pero
nosotros? Para escribir novelas no se necesita más que leer novelas,
que, después de todo, se supone que la gente lee por gusto. Así que
además de parásitos superfluos somos hedonistas.
Pero
como para adquirir prestigio no podemos recurrir a la aridez, porque
sería contradecir los principios mismos de nuestro arte, podemos acudir a
otras profesiones, que además de lo difícil del estudio tengan otras
características que provoquen respeto en parte del público.
Un psicólogo, por ejemplo, es, en sociedad, mucho más aplastante que un ingeniero, aunque sea más difícil calcular un edificio que sentarse media hora a escuchar lo que dice un paciente. Todos le tienen miedo, porque creen que les va a descubrir un defectazo. La mecánica de este proceso es que el ignorante no sabe qué signos pondrán en evidencia qué cosa. La magia del psicólogo está en que él descubre lo que nadie ve y llega a conclusiones que nadie entiende. La base del prestigio es la incomprensión.
Esto
puede ser la salvación del escritor. Si, por ejemplo, en vez de contar
la novela de principio a fin la cuenta del fin al principio, si repite
la misma escena desde tres puntos de vista diferentes, si quita del
diálogo los nombres de los interlocutores, si describe una mesa como si
fuera un paisaje y un paisaje como una mesa, logrará confundir
completamente al lector. Es posible que éste nunca termine de leer la
novela, pero respetará al que la escribió.
De ahora en adelante escribiremos así y dejaremos de ser parias.
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