Leonardo Padura Fuentes, el creador del detective Mario Conde y el escritor cubano más reconocido por fuera de su país, ha escrito una novela fascinante en la que recrea la muerte de Trotski y, de paso, da cuenta de cómo pudo ser la vida de un escritor en la Cuba de los años 70
Leonardo Padura junto a Roberto Ampuero conversará hoy sobre novela negra en el Hay Festival./revistaarcadia.com |
Tienes idea de cuántos escritores dejaron de escribir y se
convirtieron en nada, o, peor todavía, en antiescritores, y nunca más
pudieron levantar el vuelo? ¿Quién podía apostar por que las cosas
cambiarían alguna vez? ¿Sabes lo que es sentir que estás marginado,
prohibido, sepultado en vida a los treinta, treinta y cinco años, cuando
de verdad puedes empezar a ser un escritor en serio, y creyendo que esa
marginación es para siempre, hasta el fin de los tiempos, o por lo
menos hasta el fin de tu puta vida”, le espeta Iván, un escritor
frustrado, a su compañera Ana en El hombre que amaba a los perros
(Tusquets, 2009). Y resulta paradójico que más o menos a esa edad, a
los treinta, treinta y cinco años, Leonardo Padura Fuentes empezara a
ser conocido como novelista hasta llegar a ser, hoy en día, el escritor
cubano más renombrado por fuera de la isla. “No soy el cubano más
talentoso,” afirmó en una entrevista para The guardian en el
2006, “pero sí el que trabaja más duro”. De su trabajo duro –y de su
talento– da cuenta su última novela, que ya va por la sexta edición, y
en el transcurso de cuya lectura da gusto darse cuenta de que, como
afirmara alguna vez Hemingway, tan admirado por Padura, el escritor puso
todo lo que sabe sobre el oficio de escribir.
Leonardo Padura es listo. Es listo como escritor porque se ha salido con
la suya al narrar con crudeza la precariedad de la vida de los cubanos
de a pie, lo que constituye una crítica, por medio de la ficción, a la
situación de su país. Y es listo como narrador, ya que se valió de sus
habilidades como periodista de investigación y como escritor de género
policiaco para novelar la historia del asesinato de Trotski y describir
el papel de este en la Revolución rusa, las purgas de Stalin en la
década de los treinta, la Guerra Civil española y la historia de Cuba
desde los años setenta hasta llegar al llamado “periodo especial” de los
noventa y a la crisis de los balseros, que condensa en un diálogo entre
Iván y su amigo Daniel, que van de excursión a Cojímar a ver el
espectáculo de los que abandonan la isla: “–Jamás me imaginé que fuera a
ver algo así –le dije a Daniel, embargado de una profunda tristeza–.
¿Todo para llegar a esto? –El hambre obliga –comentó él. –Es más
complicado que el hambre, Dany. Perdieron la fe y se escapan. Es
bíblico, un éxodo bíblico… una fatalidad. –Éste es demasiado cubano. Qué
éxodo ni éxodo. Esto se llama escapar, ir echando un pie, quemar el
tenis, pirarse porque no hay quien aguante ya…”.
La historia de Iván es uno de los ejes narrativos de El hombre que amaba a los perros, pero la novela se centra en el complot de Stalin para asesinar a Trotski.
Para dar cuenta de ello, Padura se vale, entre muchos otros personajes,
de George Orwell, Andreu Nin, Diego Rivera y Frida Kahlo, John Dewey,
André Breton, Raymond Molinier y David Alfaro Siqueiros, pero lo que
hace estupenda a esta novela, a mi parecer, es que los personajes están
al servicio de una trama de espionaje y de suspenso al mejor estilo
policiaco, pero con un contenido político sustentado por una
investigación de muchos años. Es como una combinación del realismo
social de Sinclair Lewis con el suspenso de John Le Carré y el rigor de
un excelente biógrafo.
Y el golpe de gracia de la destreza de Padura está en que el narrador
de la historia sea Iván, quien después de publicar un par de cuentos es
enviado como redactor a la emisora de un pueblo remoto como “correctivo
para bajarle los humos” y de paso mermarlo como escritor y como ser
humano. ¿Qué mejor recurso para contar una tragedia de proporciones épicas que un pobre diablo?
“El hecho de ser el único depositario de un relato capaz, por sí solo,
de demoler los cimientos de tantos sueños me urgía a drenar el horror
que me habían inoculado y me producía una especie de vértigo mental,
peor que los vértigos que sufría López. Aquel manejo turbio de los
ideales, la manipulación y el ocultamiento de las verdades, el crimen
como política de un Estado, la cínica construcción de una gran mentira
me provocaban indignación y más nuevos temores”. Reflexiona Iván –y
Padura a través de Iván. Ese López al que se refiere el narrador no es
otro que Ramón Mercader, el asesino de Trostki, cuya historia hace parte
del tríptico que compone la novela. Pero antes de llegar a ser López,
el combatiente republicano Ramón Mercader se transmuta en Román
Pávlovich para entrar a la Unión Soviética, después en el Soldado 13 de
un campo de entrenamiento militar en Malájovka y finalmente en el
pequeño burgués Jacques Mornard, residente en París, pero quien una vez
en Coyoacán les dirá a Trotski y a sus allegados que debe usar el nombre
de Frank Jacson. Después de asesinar al revolucionario con un piolet y
de pagar veinte años de cárcel en México y dieciocho de exilio en Moscú,
López termina sus días en Cuba como “el hombre que amaba a los perros”,
que además de ser el título de la novela, lo es de un cuento de Raymond
Chandler.
Leonardo Padura nació en 1955 en Mantilla, un barrio de La Habana al que
Yoani Sánchez describe como una “rara mezcla de suburbio habanero con
villa rural”. Padura se precia de haber vivido ahí toda su vida, de no
haberse ido nunca de Cuba. Estudió Literatura Latinoamericana en
la Universidad de La Habana y en 1980 se vinculó como periodista a la
revista El Caimán Barbudo y al periódico Juventud Rebelde. En 1984 escribió su primera novela, Fiebre de caballos,
y al año siguiente ganó el premio de Crítica Literaria del Concurso 26
de Julio. El siguiente reconocimiento sería el premio de la Unión de
Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) en 1993 por su novela Vientos de cuaresma, la segunda parte de la tetralogía “La cuatro estaciones”, del detective Mario Conde, compuesta también por Pasado perfecto (1991), Máscaras (1997) y Paisaje de otoño (1998). Su salto al reconocimiento internacional fue en 1995 cuando obtuvo el Premio Café Gijón por Máscaras,
en la que aparece por segunda vez Conde, que si bien no es un álter ego
del autor “sí ha sido la manera que yo he tenido de interpretar y
reflejar la realidad cubana”, afirmó Padura en una entrevista en el
2004.
Mario Conde es deudor de Philip Marlowe y de Pepe Carvalho, y es también
un personaje de La Habana por cuya suerte le preguntan al autor en la
calle. Un personaje entrañable y desastroso: “El eructo vino como la
náusea, furtivo, y un sabor a alcohol ardiente y fermentado ganó la boca
del teniente investigador Mario Conde. En el suelo, junto a sus
calzoncillos, vio su camisa. Lentamente se arrodilló y gateó hasta
alcanzar una manga. Sonrió. En el bolsillo encontró los fósforos y al
fin pudo encender el cigarro, que se había humedecido entre sus labios”.
Ese es el Conde y ese es el pretexto, porque en palabras del autor, en
un diálogo con el profesor Stephen Clark, “aparentemente se está leyendo
una novela policíaca pero cualquier lector un poco avisado se da cuenta
de que la trama policiaca es muy endeble, está muy en función de decir
otras cosas”. Así, Padura usa el género policiaco para hablar del
desencanto de su generación. Qué listo.
Al Premio Café Gijón le siguieron, entre otros, el Premio Hammett de
1998 por Paisaje de otoño, el premio a la mejor novela policiaca
traducida en Alemania por Máscaras, y de nuevo el Hammett en el 2006
por La neblina del ayer. En cuanto a la novela de Trotski, esta fue
finalista del Premio Libro del Año 2010 que otorga el Gremio de Libreros
de Madrid, y en el 2011 ganadora del Roger Caillois y del Premio de la
Crítica del Instituto Cubano del Libro.
El detective de Padura es un referente de la novela policial
contemporánea, pero como el mismo escritor acota, y todos lo sabemos, el
género policiaco es “la cenicienta de la literatura”. La gran apuesta
de Leonardo Padura es, a mi parecer, El hombre que amaba a los perros y
lo más estimulante es saber que, a pesar de lo estremecedora que resulta
la novela –y ese adjetivo les cabe a pocas– su autor tiene cincuenta y
ocho años y tal vez no ha explotado todas sus capacidades narrativas.
La pregunta obligada es, ¿cómo es que un autor que relata la miseria de
Cuba y se declara deudor del Boom y, sobre todo, de la literatura
estadounidense, no solo es tolerado en la isla sino que es, de alguna
forma, el escritor de mostrar? Una parte de la respuesta la ha dado el
mismo Padura en incontables ocasiones, al decir que si bien describe la
situación social de su país, no encara la política. Queda también
suponer que el régimen cubano no se mete con Padura porque es una carta
para mostrar en el exterior. Y si esto es así, Padura es más listo.
En una de las novelas de Mario Conde, el policía ve jugar pelota a unos
chicos de barrio. Se acerca a ellos cándidamente y les pregunta que si
puede jugar. Los chicos dudan y entonces el policía se da cuenta de que
su reticencia se debe a que no están simplemente divirtiéndose, están
apostando, y se marcha desencantado. No conozco a Padura ni he estado en
Cuba, pero se me antoja que él así es: un chico de barrio que quiere
jugar a la pelota y que, de paso, escribió una de las grandes novelas de
la última década.
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