Kafka sondeó el mal que reina en nuestro mundo y los modos en que pasa inadvertido. Recién cumplidos los cien años de su despertar literario, deberíamos desechar de una vez la cháchara del “absurdo” y lo “ininteligible”, y comenzar a reconocer en su obra una despiadada lección de lucidez
Kafka ilustra a Franz Kafka: ideograma del autor./elpais.com |
Todo el mundo, incluyendo al gremio de
la crítica literaria, cree saber qué cuenta Franz Kafka en La transformación
(¡no La metamorfosis!), el relato considerado obra emblemática de la
literatura moderna y cuyo centenario acabamos de celebrar: Gregor Samsa se metamorfosea
en un bicho-insecto, conjurando así el carácter absurdo y opaco de nuestra
civilización. Pero ¿y si todo el mundo estuviera equivocado y no hubiera aquí
nada grotesco ni inescrutable?
¿Se han preguntado alguna vez por qué,
si la intención de Kafka hubiera sido narrar la metamorfosis de un hombre en
insecto, se nos habla de su sangre y su carne, de sus lágrimas y su risa, de su
cuello y sus orificios nasales, de su posición erguida y de sus discursos?
Extraño insecto, a fe mía. ¿Por qué los familiares se refieren a su posible
“mejoría”, por qué su madre le llama “mi desdichado hijo”, por qué su hermana
entra en su habitación a horas fijas para ventilarla y alimentarlo, por qué
todos se santiguan ante su cadáver? ¡Sorprendente manera de tratar a un
monstruoso bicho! Si los kafkólogos tuvieran razón, el judío de Praga sería un
escritor incompetente.
Pero si prescindimos de la supuesta
metamorfosis y leemos con atención, hallamos una narración perfectamente
inteligible, que tiene como protagonista a un hombre ingenuo y emocionalmente
frágil que se pliega en demasía a los intereses de su familia e interioriza los
juicios ajenos con excesiva facilidad. La historia –que tiene su verdadero
comienzo cinco años atrás, cuando se produce la quiebra del negocio paterno–
revela un hogar infame donde Gregor es víctima de una familia ociosa y sin
muchos escrúpulos, a la que mantiene mientras se desloma trabajando. Este
hombre agotado un día cae enfermo, y –entreviendo que, para los suyos, vale
solo mientras les sirve– comienza a percibirse tal como los otros le verán:
como un bicho, un ser insignificante y deleznable. Y, en efecto, aunque Gregor
se debate entre la autoafirmación y la sumisión, el rechazo que sufre le hará
asumir paulatinamente la visión de sus verdugos, según la cual él –la víctima–
es un ser miserable, nada sino un bicho.
Ahora bien, ¿quién nos cuenta esta historia? Aunque el relato está narrado en tercera persona, en realidad la voz narrativa no es omnisciente, sino que refleja una perspectiva limitada, que coincide esencialmente con la del propio protagonista. ¡Esto significa que La transformación está contada en la perspectiva de una víctima! Si un secuestro fuese narrado por un aquejado del síndrome de Estocolmo, o un abuso sexual por alguien bloqueado por una dependencia emocional hacia su agresor, ¿cuánta verdad cabría esperar de semejante narración?
Precisamente aquí se despeja la solución al enigma, pues cuando la propia víctima llega a compartir la visión del círculo victimario la verdad misma desaparece, imponiéndose como “verdad” una versión distorsionada en la que la víctima es presentada como un ser infrahumano. Los nazis llamaban “bichos” a los judíos. Durante el genocidio ruandés, los hutu llamaban a los tutsi inyenzi (“cucarachas”).
Esta completa sustitución de la verdad por la mentira victimaria ha sido magistralmente reflejada por Kafka en La transformación. De este modo se entiende el relato en toda su complejidad, así como el hecho aleccionador y terrible de que, si bien este está plagado de indicios de la genuina humanidad del protagonista, apenas nadie repare en ellos. Como en el célebre experimento en el que la presencia de un gorila no es percibida por los espectadores que tienen su atención fija en el movimiento de una pelota, el ser humano resulta invisible para quienes están obsesionados con las vicisitudes del presunto insecto. Las implicaciones para nuestra herencia cultural son tan inmensas como inquietantes.
Kafka sondeó el mal que reina en nuestro mundo y los modos en que pasa inadvertido. Recién cumplidos los cien años de su despertar literario, deberíamos desechar de una vez la cháchara del “absurdo” y lo “ininteligible”, y comenzar a reconocer en su obra una despiadada lección de lucidez.
Fernando Rubio Bermejo es doctor en Filosofía y máster en Historia de las Religiones. Autor de, entre otros, El maniqueísmo. Estudio introductorio (Trotta, 2008) y coautor de Textos gnósticos. Biblioteca de Nag Hammadi (3 vols. Trotta, 1997-2000).
Ahora bien, ¿quién nos cuenta esta historia? Aunque el relato está narrado en tercera persona, en realidad la voz narrativa no es omnisciente, sino que refleja una perspectiva limitada, que coincide esencialmente con la del propio protagonista. ¡Esto significa que La transformación está contada en la perspectiva de una víctima! Si un secuestro fuese narrado por un aquejado del síndrome de Estocolmo, o un abuso sexual por alguien bloqueado por una dependencia emocional hacia su agresor, ¿cuánta verdad cabría esperar de semejante narración?
Precisamente aquí se despeja la solución al enigma, pues cuando la propia víctima llega a compartir la visión del círculo victimario la verdad misma desaparece, imponiéndose como “verdad” una versión distorsionada en la que la víctima es presentada como un ser infrahumano. Los nazis llamaban “bichos” a los judíos. Durante el genocidio ruandés, los hutu llamaban a los tutsi inyenzi (“cucarachas”).
Esta completa sustitución de la verdad por la mentira victimaria ha sido magistralmente reflejada por Kafka en La transformación. De este modo se entiende el relato en toda su complejidad, así como el hecho aleccionador y terrible de que, si bien este está plagado de indicios de la genuina humanidad del protagonista, apenas nadie repare en ellos. Como en el célebre experimento en el que la presencia de un gorila no es percibida por los espectadores que tienen su atención fija en el movimiento de una pelota, el ser humano resulta invisible para quienes están obsesionados con las vicisitudes del presunto insecto. Las implicaciones para nuestra herencia cultural son tan inmensas como inquietantes.
Kafka sondeó el mal que reina en nuestro mundo y los modos en que pasa inadvertido. Recién cumplidos los cien años de su despertar literario, deberíamos desechar de una vez la cháchara del “absurdo” y lo “ininteligible”, y comenzar a reconocer en su obra una despiadada lección de lucidez.
Fernando Rubio Bermejo es doctor en Filosofía y máster en Historia de las Religiones. Autor de, entre otros, El maniqueísmo. Estudio introductorio (Trotta, 2008) y coautor de Textos gnósticos. Biblioteca de Nag Hammadi (3 vols. Trotta, 1997-2000).
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