El escritor colombiano fue coronado hace 90 años poeta nacional. A los 24 días falleció de cáncer
El día de la coronación de Flórez como poeta nacional se reunió una multitud en su casa y los alrededores./eltiempo.com |
Todo el país de 1923 sabía que Julio Flórez estaba a punto de morir.
Que ya no quedaban meses sino días si la cuestión era hacerle saber, en
vida, que él era de lejos el poeta más popular de Colombia: que los
versos lacerados que consiguió escribir desde los 7 años hasta los 50,
"cierro los ojos y entre mí te veo", "algo se muere en mí todos los
días", "todo nos llega tarde, ¡hasta la muerte!", no solo le habían
evitado quedarse sin excusas para seguir viviendo, sino que habían sido
leídos por miles y miles de lectores en una nación profundamente
conservadora en la que no era posible hallar un oficio más atractivo ni
más importante que el oficio del escritor. Flórez tenía que ser coronado
como "el gran poeta de la patria" -y no es una metáfora: la idea, de
comienzos del siglo XX, era en verdad ponerle una corona- antes de que
terminara de perder el pulso con una enfermedad maligna que ni siquiera
los brujos sabían curar.
Y, como el malestar le hacía imposible emprender el viaje a Bogotá o a
Barranquilla, no quedaba alternativa aparte de llevarle la gloria a la
pequeña esquina de la costa en la que se refugiaba desde hacía quince
años: el municipio sanador de Usiacurí.
Así fue. Hacia las nueve de la mañana del domingo 14 de enero de
1923, a tan solo unos pasos de su casa en Usiacurí ("una casa pajiza de
campo, asentada en una roca y rodeada de primorosos jardines", según
escribió Eduardo Carranza), el taciturno Julio Flórez fue coronado por
el gobierno conservador de Pedro Nel Ospina como el gran poeta nacional.
Por cuenta de los peores padecimientos de su vejez, por culpa, por
ejemplo, de un mal que hoy sería llamado "cáncer de parótida", Flórez no
solo tenía desfigurada la cara sino que además no conseguía ya
pronunciar en paz ninguna frase. Sabía bien que a su lado, en el
auditorio, tenía a sus cinco hijos. Se daba cuenta de que su esposa,
Petrona Moreno, estaba junto a él mientras se sucedían las declamaciones
en su honor. Pero también tenía claro que ni siquiera iba a ser capaz
de decirles a sus seguidores la palabra "gracias". Y que de alguna
manera tendría que comunicarse.
La gigantesca celebración fue, en verdad, el recibimiento de un
héroe. Desde las seis de la mañana se reunieron en El Prado, en
Barranquilla, los eufóricos delegados del gobierno nacional que
asistieron al acto de coronación. El general Eparquio González,
gobernador del Atlántico, comandó una larga caravana hacia Usiacurí que
el corresponsal de EL TIEMPO describió como "un negro cordón" de 150
vehículos imponentes. Durante la procesión, que bajó por la carretera
occidental como una pequeña marcha fúnebre, pero llegó como un
victorioso desfile militar, los funcionarios fueron encontrándose con un
pueblo que había estado esperando aquella oportunidad para aclamar a su
poeta. En la vía de Galapa a Baranoa, que se esperaba desierta, una
multitud delirante vestida de blanco y a la sombra de los sombreros de
iraca lanzaba flores y agitaba la bandera de Colombia.
Y en las calles estrechas de Usiacurí, que antes de la ceremonia no
era más ni era menos que el remoto lugar al que iban los viajeros
enfermos en busca de los pozos curativos de aguas sulfídicas, la
población en pleno coreaba el himno nacional sobre la sentida
interpretación de la banda municipal.
Vino un silencio pendiente de la escena. El gobernador González
apareció en la tribuna como un actor consciente de que tenía que crear
cierto suspenso. Descendió. Y apenas puso la corona en la cabeza
inclinada de Flórez, que no perdía de vista a su familia, llegó un
estallido hecho de "gloria inmarcesible" y "júbilo inmortal". Siguió, en
el orden del día, que las delegaciones subieran al escenario a
presentarle al poeta sus propias coronas de laureles, que tres
escritores ilustres de la región declamaran sus homenajes y que doña
Toña Vengoechea le entregara al hombre festejado un crucifijo mientras
los usiacureños de todas las clases sociales hacían fila para firmar el
álbum en el que sería guardado el recuerdo.
Flórez -dice EL TIEMPO- "agradeció en elocuente silencio la
manifestación de que era objeto". Y lo cierto es que el poeta coronado
era un viejo mudo y feliz con la cara vuelta una mueca. Y que el
destino, que tiende a la ironía, le había concedido un rarísimo clímax
-ser un escritor romántico y liberal encumbrado en plena hegemonía
conservadora- que parecía corresponder al drama de otra vida. Pero
quería dar las gracias.
Julio Flórez nació en Chiquinquirá el miércoles 22 de mayo de 1867.
Su madre, Dolores Roa, era una activista conservadora. Su padre, el
médico liberal Policarpo María Flórez, fue presidente del Estado
Soberano de Boyacá, rector del rigurosamente católico Colegio Oficial de
Vélez y representante a la Cámara por su departamento, mientras él se
iba convirtiendo en un muchacho que no tenía el temperamento para
terminar sus estudios de literatura en el Colegio del Rosario en Bogotá,
pero que en cambio llevaba adentro la necesidad de escribir versos que
le dieran la paz que no le daba la vida. A los 7 años, impaciente,
empezó a escribir. Y desde los 15 fue metiéndose en los lugares sombríos
en los que se pasaban la vida los poetas románticos.
Fue el 22 de junio de 1883 cuando puso a la venta su primer libro de
poemas: Horas. Y fue por ese entonces también cuando fue silbado desde
gallinero -por "¡los miserables!", dijo el poeta Caro- porque recitó una
oda a Víctor Hugo con su entonación suave y su manoteo delicado. Al año
siguiente, cuando a los 17 declamó en el entierro del poeta suicida
Candelario Obeso, a la pequeña Bogotá de ese entonces le quedó claro que
había aparecido en sus calles amedrentadas un hombre del pueblo que iba
a cantar por todo lo que todos estaban sintiendo. Ciertos intelectuales
de la época, precursores de los críticos que a mediados del siglo XX se
reirían de sus sentidos e improvisados versos a la patria y a la madre y
a la muerte, consideraban su obra un adefesio. Pero los bogotanos
siempre sintieron que la de él era su voz.
El lunes 25 de mayo de 1896, cuando despidió a su amigo José Asunción
Silva, a punta de sonetos, en el cementerio de los suicidas, el pálido
Flórez era ya reconocido en todo el país como un poeta liberal que no
había callado su voz del pueblo a cambio de uno de los puestos que los
conservadores le habían ofrecido. Los hombres, que iban a sus recitales a
asentir, lo saludaban en la calle como si solo él comprendiera su
dolor. Las mujeres, que se morían de la emoción cuando lo veían
interpretando el tiple y el violín, se sonrojaban en su presencia porque
no existía ningún otro escritor en Colombia que consiguiera rimar sus
amores de semejante manera. Todo el mundo lo señalaba. Ahí iba la
celebridad que en 1900 reuniría a los poetas en aquella tertulia de la
resistencia: la Gruta Simbólica.
Todo en él era negro: el sombrero flojo, el gabán, el pelo ondulado,
los bigotes levantados y los ojos. Tenía vida de poeta maldito. Cantaba
sus orgías, recitaba sus vicios y llevaba a cabo ceremonias de
medianoche en los camposantos. Fue por todo eso por lo que -tal como
dice su biógrafa Gloria Serpa-Flórez- "fue señalado como sacrílego,
blasfemo y apóstata". Y en 1905 tuvo que emprender un exilio de cuatro
años que lo llevó de Caracas a Barcelona, lo convirtió por el camino en
una estrella de fama iberoamericana, lo obligó a aceptar un cargo en la
embajada de España durante el gobierno conservador del general Reyes, y,
a fuerza de mezquindades en su contra, lo llevó a sacar la peor de las
conclusiones: una honda decepción que poco a poco fue menoscabando su
cuerpo.
Volvió a Colombia en 1909 porque no tenía a dónde más volver. Dio un
par de apoteósicos recitales en Bogotá, que pudieron ser la cumbre de su
vida. Pero luego se retiró a ese extraño balneario de la costa, a
Usiacurí, en donde se enamoró perdidamente de una Petrona de solo 14
años a la que siempre le fue fiel, tuvo cinco hijos a los que adoró y se
dedicó a explotar una finquita que sus colegas miraron de reojo "por
burguesa". De vez en cuando escribió. De vez en cuando rompió su
silencio tan feliz. De resto fue irreconocible: un hombre de familia,
conservador y vestido de blanco, más parecido a su madre que a su padre,
que contrajo matrimonio por lo católico para que sus hijos bautizados
pudieran ser sus herederos legítimos.
Ese hombre viejo y enfermo fue coronado el domingo 14 de enero de
1923, en Usiacurí, como el gran poeta nacional. En apenas 24 días,
moriría con la esperanza de que su funeral se redujera a quince minutos
de silencio. En apenas unas décadas, sería olvidado a propósito por los
antologistas. Pero ese domingo un pueblo entero repetía sus versos más
famosos y agitaba la bandera de Colombia y volvía a cantar el himno para
que él alcanzara a morir reivindicado. Él no podía hablar: desde hacía
mucho tiempo que lo suyo era callarse. Y sin embargo, cuando por fin le
llegó su turno en aquella ceremonia de homenaje, tocó el violín en vez
de dar las gracias.
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