El escritor colombiano Andrés Mauricio Muñoz habla sobre lo que espera encontrarse en el festival de literatura que se vivirá en Cartagena entre el 24 y el 27 de enero
Hay Festival comienza hoy en Cartagena de Indias. Colombia./elespectador.com |
La próxima semana tendrá lugar en Cartagena un evento monumental que
congrega, en torno a esta bella ciudad amurallada, a fervorosos
lectores, ambiciosos editores, intelectuales de todos los quilates y
acuciosos periodistas culturales. Ninguno querrá perderse las
conferencias programadas sobre literatura, cultura, sociología y
periodismo. Me refiero al Hay Festival, que llega a su octava edición.
Pese al temor que me produce este evento, he dispuesto todo para
asistir.
Desde ya imagino los debates, las charlas, los cocteles,
los corrillos de pasillo alrededor de figuras destacadas, las parrandas
nocturnas donde escritores en ciernes, o estudiantes de literatura,
espolean toda su empatía con los autores consagrados; porque los han
leído, porque están agradecidos por su obra y algún día anhelan ser como
ellos. También se harán notar aquellas figuras, de reconocimiento
local, que acompañan como ángeles custodios a estos bendecidos por la
crítica y los medios que tienen la fortuna de haber descollado
internacionalmente. No se desprenderán de ellos ni un centímetro; los
saturarán con citas, títulos y referencias de otros autores en busca de
amigos en común; serán benevolentes con sus comentarios sobre sus obras,
así no hayan leído más que la contratapa de sus libros; asumirán para
los demás, quienes contemplaremos aterrados, la postura que pone en
evidencia que su relación con ellos es bastante estrecha. Y remota.
Sobre todo remota. Una amistad que ha sido cultivada durante años; tal
vez en Barcelona, Madrid, Buenos Aires o Guadalajara, quién sabe en
cuántos festivales más.
Debo aclarar que esto me gusta; quiero
decir, los eventos literarios, los autores invitados, la posibilidad de
hablar durante algunos días sólo de literatura. Admiro la labor tenaz
que hacen las instituciones para disponer este tinglado intelectual y
literario. Aplaudo la perseverancia con que Cristina Fuentes, directora
del festival, concibe cada edición. Me conmueve el fervor con que
algunos estudiantes atraviesan todo el país para acudir a la cita. Me
regocija la posibilidad de regresar cargado de libros y las tarjetas de
crédito sin cupo. No me gusta, en cambio, la parafernalia que se
suscita alrededor. Sin embargo, me declaro incapaz de sustraerme a esto;
quiero decir que en vez de irme al hotel a leer con entusiasmo los
libros que compré durante el día, prefiero asistir al coctel o la
fiesta donde toda esta gente se congrega. Me animo a estar cerca de los
escritores. Me indigna ver cómo todos se desviven por entablar una
conversación con ellos.
Me despierta gran curiosidad descubrir a
quienes, a un costado del bar, aferrados a una botella de cerveza como
si de esa sujeción dependiera la suerte de la noche, parecen conversar
con mucha placidez sólo entre ellos, al margen de todo; sin embargo,
cada cierto tiempo, con una sincronía rigurosa, giran su cuello con
mucha sutileza o de soslayo buscan los grupos donde están los personajes
que en verdad importan, mientras fingen poner atención a lo que su
ínfimo interlocutor les dice.
Yo, por mi parte, cuando algún azar
me pone frente a una de estas figuras y me encuentro frente al desafío
de cruzar algunas palabras, me lleno de pánico; entonces no hago más que
balbucear incoherencias mientras siento que algo en mi interior
comienza a descocerse. Pareciese como si algún mecanismo oculto en mi
organismo, empeñado en arruinarlo todo, me despojara de toda sensatez o
confinara a lo más recóndito de mi cabeza, un sitio laberíntico e
inaccesible, lo que he leído sobre ellos y que podría resultarme útil
en esos momentos tan definitivos. Al final no digo nada que valga la
pena. Al día siguiente, así ocurre siempre, me entrego con rigor a
construir en mi mente lo que pude haber dicho; entonces imagino la
conversación que podría haber tenido lugar, argumentos que habrían ido y
venido, risas y demás. Todo es tan vívido dentro de mi cabeza que un
par de semanas después creo, con una certeza sin fisuras, que todo fue
real y así lo cuento.
Siempre he sido tímido en este tipo de encuentros. Conozco poca gente del medio; sin embargo, la asiduidad con que he asistido a varios de estos festivales, y mi propio peregrinaje literario de escritor en ciernes, me ha permitido conocer algunos personajes de renombre nacional. Pero cuando coincido con ellos, en un corrillo de pasillo, me aterra la posibilidad de quedarme a solas con alguien importante; es decir, puedo sostener con relativa elocuencia una conversación mientras sean por lo menos dos las personas que tengo a mi lado. Cuando ha ocurrido esto, que me quedo a solas, porque alguien vino a estrechar en un abrazo al que completaba el par y lo alejó de nosotros, o porque el grupo en el que estaba inmerso se difumina en forma intempestiva, y tan sólo uno, el pobre, que no alcanzó a arrojarse a tiempo de ese barco cuyo naufragio era inminente, se ve enfrentado a mí, un tipo rígido a punto de resquebrajarse que lo único que quiere es salir corriendo, cuando ocurre esto, decía, cada segundo me pesa como si fueran diez minutos. De alguna manera siento que quien está frente a mí no halla la manera de evadirme; me da por pensar que lo estoy privando de irse y entablar un diálogo valioso con alguien que en verdad valga la pena. Valoro entonces su lealtad y firmeza para seguir con mucho estoicismo sonriendo y asintiendo. Entonces este gesto fugaz e incandescente de solidaridad para conmigo termina por enaltecer su grandeza y me intimido. Lo veo gigante. Majestuoso frente a mí, hombre de diminutas dimensiones. Es así como, de nuevo, las palabras reptan con angustia dentro de mi garganta; por más que se esmeran no logran salir e hilvanar nada coherente. Comienzo a sentir una suerte de cosquillas que adormecen mis cachetes. Entonces todo se llena de silencio. Cuando algo me saca del letargo estoy solo en el pasillo, incapaz de recordar cómo terminó todo.
Siempre he sido tímido en este tipo de encuentros. Conozco poca gente del medio; sin embargo, la asiduidad con que he asistido a varios de estos festivales, y mi propio peregrinaje literario de escritor en ciernes, me ha permitido conocer algunos personajes de renombre nacional. Pero cuando coincido con ellos, en un corrillo de pasillo, me aterra la posibilidad de quedarme a solas con alguien importante; es decir, puedo sostener con relativa elocuencia una conversación mientras sean por lo menos dos las personas que tengo a mi lado. Cuando ha ocurrido esto, que me quedo a solas, porque alguien vino a estrechar en un abrazo al que completaba el par y lo alejó de nosotros, o porque el grupo en el que estaba inmerso se difumina en forma intempestiva, y tan sólo uno, el pobre, que no alcanzó a arrojarse a tiempo de ese barco cuyo naufragio era inminente, se ve enfrentado a mí, un tipo rígido a punto de resquebrajarse que lo único que quiere es salir corriendo, cuando ocurre esto, decía, cada segundo me pesa como si fueran diez minutos. De alguna manera siento que quien está frente a mí no halla la manera de evadirme; me da por pensar que lo estoy privando de irse y entablar un diálogo valioso con alguien que en verdad valga la pena. Valoro entonces su lealtad y firmeza para seguir con mucho estoicismo sonriendo y asintiendo. Entonces este gesto fugaz e incandescente de solidaridad para conmigo termina por enaltecer su grandeza y me intimido. Lo veo gigante. Majestuoso frente a mí, hombre de diminutas dimensiones. Es así como, de nuevo, las palabras reptan con angustia dentro de mi garganta; por más que se esmeran no logran salir e hilvanar nada coherente. Comienzo a sentir una suerte de cosquillas que adormecen mis cachetes. Entonces todo se llena de silencio. Cuando algo me saca del letargo estoy solo en el pasillo, incapaz de recordar cómo terminó todo.
Así soy y ya no lucho
contra eso. En alguna ocasión lo intenté y todo terminó en tragedia. En
el Hay Festival de 2008 me encontré, en un cruce de calles cerca a la
plaza de Santo Domingo, a un escritor que acababa de ganar un pomposo
premio de novela; como en algún par de ocasiones habíamos coincidido,
pretendí vencer mi miedo, cruzar los límites de la prudencia y saludarlo
con cierto grado de efusividad. Él en su andén y yo enfrente en el mío.
Mientras nos alejábamos ambos caminamos de espaldas, sin desprendernos
la mirada, feliz de encontrarnos; fue entonces cuando este tipo, que iba
correctamente enfundado en una guayabera blanca como invitado a un
conversatorio hacia el Teatro Heredia, hoy bien llamado Teatro Adolfo
Mejía, metió su pie en una generosa plasta de mierda que minutos antes
había defecado un perro carente de conciencia por los ilustres
visitantes. Entonces sólo atiné a correr como un desquiciado en
dirección de la Plaza de la Aduana sin mirar atrás. Ese año no me sentí
capaz de regresar por las inmediaciones de alguno de los auditorios que
prestaban servicio al festival; me dediqué entonces a vagar sin rumbo
por las playas de Bocagrande, maldiciendo mi destino.
Es por ello
que siento una suerte de pavor cuando se acerca el festival; pero las
charlas, sin embargo, las disfruto como el que más. El Hay Festival me
parece un evento digno de asistir. Me gusta porque los conversatorios no
se reducen, como ocurre en muchas partes, a una competencia donde los
autores pretenden deslumbrarnos con su lúcida capacidad para el
sarcasmo, el aforismo o la ironía; en el Hay reconozco algo de
profundidad en el tratamiento de los temas. Las conversaciones giran en
torno a la obra del autor, principalmente, más que al efecto que produce
su continua exposición en los medios. Aunque los invitados que
descuellan este año son Mario Vargas Llosa y Herta Müller, sendos
Premios Nobel, ahora quiero ir, ante todo, a escuchar a dos grandes
narradores de nuestro tiempo, Javier Cercas y Leonardo Padura. El
primero español y el segundo cubano. Ambos grandes referentes de la
actual literatura.
Tal vez me encuentre con alguno de ellos frente
a frente; sin embargo, lo he decidido, si esto llegara a ocurrir,
cerraré mis ojos, apretaré mi mandíbula y seguiré de largo. Al fin y al
cabo lo único que me interesa es leerlos.
Andrés Mauricio Muñoz. Escritor
Colombiano (1974). Su libro de cuentos Desasosiegos menores (Casatomada,
2011), ganó en Colombia el Premio Nacional de Libro de Cuentos UIS
2010; después, bajo el título Hombres sin epitafio (Ediciones Pluma de
Mompox, 2011), fue considerado uno de los cinco mejores libros de
ficción publicados ese año en Colombia. Cuentos suyos hacen parte de
diferentes antologías; la última: El corazón habitado (Algaida, España,
2010).
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