Un libro aparecido recientemente en Italia reúne las conferencias de la polémica narradora y periodista fallecida en 2006. Famosa corresponsal de guerra durante los años 60, en los fragmentos que aquí se reproducen reflexiona sobre el dolor y la violencia
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Oriana Fallaci escritora. Oriana Fallaci periodista.
Oriana Fallaci privada, en el testimonio de quienes estuvieron cerca de
ella. Pero también hay una cuarta, que aparece sólo fugaz y
ocasionalmente: Oriana Fallaci, personaje público. Es esta última Oriana
Fallaci la que recuperamos en este volumen de conferencias inéditas, Il mio cuore è più stanco della mia voce (Rizzoli) ("Mi corazón está más cansado que mi voz").
Definirla aquí como "conferencista" sería restrictivo,
porque el término es demasiado técnico y académico. Llamarla "oradora"
no sería fiel a la verdad, desde el momento en que su extraña y
contenida timidez le impedía dirigirse a su auditorio sin servirse de un
apunte. "Política" funcionaría menos que más: su carácter apasionado,
como queda en evidencia en estos textos, la arrastraba a picos emotivos
incompatibles con cualquier objetivo de orden práctico.
Por eso es que la nueva Oriana Fallaci que ahora se ofrece a los lectores debería ser caracterizada como live , una Oriana "en vivo", como si sus palabras no surgiesen de las páginas de un libro, sino de un dvd, una grabación borrosa en streaming , un video tomado de incógnito por alguien del público para luego subirlo a YouTube.
Oriana Fallaci habla, y es la que ya conocíamos y al
mismo tiempo es distinta, condicionada a la ocasión: una conferencia de
1976 en Massachusetts, poco antes de la muerte de su adorado Alekos
Panagulis; otra en 1982 frente a los estudiantes de Harvard; y otra más
en Chicago, en 1983, durante un curso de escritura y política. Y después
el mismo año en Argentina, cuando su famoso libro Un hombre es traducido y publicado en ese país. Finalmente, Nueva York, donde pronuncia un discurso de apoyo a Chile.
En apariencia, ésta es una Oriana "de izquierda", muy
lejos de ese ícono empedernido en el que se convertirá durante los
últimos finales de su carrera. Pero sólo en apariencia. Porque aquella
Fallaci antifascista por disidencia familiar, más que por vocación o
elección, en el futuro simplemente descargaría todo su fuego polémico
contra enemigos más actuales y peligrosos: los abanderados de los nuevos
totalitarismos, herederos del nazifascismo y del comunismo, y a la
cabeza, todos los islamistas que amenazan la libertad del mañana. No es
casual que ya esta Fallaci en vivo considere que "la muerte, la libertad
y el poder" eran sus verdaderos temas, sus obsesiones existenciales. Y
la síntesis de ellas, que en los años subsiguientes la impulsará a
escribir La rabia y el orgullo . Como sea, en su tono resuena
ya esa total identificación de razón y pasión que la convertirán en un
personaje único, de esos que generan odio o amor, sin términos medios.
Es la idea del periodismo "no como oficio, sino como misión", una misión
que le consumirá gran parte de su vida. Y también está esa fe casi
chamánica en el rol del "escritor" a imagen y semejanza de un sacerdote
guerrero, tal vez predestinado desde el vientre de su madre, y por lo
tanto, condenado a "no desconectarse nunca" y a decir siempre, y como
sea, la verdad. Y también a ser "objetivo" a su manera, si por esa
palabra se entiende una participación directa, sin mediaciones, con los
hechos. Se les exige un sí incondicional a las razones de la vida, antes
de sentarse en el escritorio para describirla.
Claro que el modelo propuesto en estos discursos de
Oriana Fallaci no es para todos. Hay algo de aristocrático, de ascético,
en su rechazo a cualquier relación posible entre escritura y poder: dos
dimensiones, según Fallaci, inconmensurables e irreconciliables. El
político puede desentenderse de la libertad y de la duda, pero al
escritor no le está permitido.
La moneda, sin embargo, también tiene su otra cara: el
hombre (o la mujer) poderosos están condenados a la prosa cotidiana y a
las concesiones, mientras que el escritor o escritora como Fallaci puede
vivir plenamente, creer y permanecer fiel a sus mitos. En el caso de
Oriana, ante todo Alekos Panagulis: "Un don Quijote que persigue su
sueño, que es el sueño de un mundo un poco más honesto, un poco más
digno, un poco más soportable, y en su nombre muere asesinado, víctima
de todos: de los patrones y los siervos, de los violentos y de los
indiferentes, de derecha, de izquierda, de centro, de extrema derecha,
de extrema izquierda, de extremo centro". Un mecanismo que tal vez le
haya secado el corazón -por decirlo con sus propias palabras- pero que
no logró acallar su voz. C
"La escuela del escritor es la vida misma"
Texto: Oriana Fallaci
Tomemos un ejemplo personal de mi novela Un hombre
, ese capítulo donde relato los años en prisión de Alekos Panagulis,
confinado en soledad a una celda. Nunca estuve presa, no hasta ahora.
Nunca experimenté lo que significa la soledad de una celda. Y nunca fui
hombre. Y sin embargo pude contarlo bastante bien, según me han dicho, y
alguien que fue prisionero político durante varios años se quedó
desconcertado por la precisión con la que describo en ese libro la
atrofia mental y física que provocan la falta de diálogo con otros y el
tener que pensar sin recibir información nueva, recurriendo solamente a
los sedimentos de nuestra memoria. "¡Es exactamente así! -exclamó esa
persona-. ¿Fue Alekos (protagonista del libro) quien se lo contó?" No,
no me lo contó. Me había contado muchas cosas de los años transcurridos
en confinamiento solitario, pero esto no había surgido. "¿Y usted cómo
hizo para saberlo?", insistió. "Me lo imaginé", respondí. El motivo por
el cual un escritor es capaz de todo eso, en mi opinión, es que la
verdadera escuela del escritor es la vida misma, empezando por la
propia. Y dado que su trabajo principal es observar la vida, empezando
por la propia, jamás separa su trabajo de su vida personal. No se
desconecta nunca. Todo lo que hace, prueba, piensa, ve, entiende ingresa
en su escritura como un líquido vertido en una botella a través de un
embudo. Incluso cuando duerme y sueña. Incluso cuando ama y hace el
amor. Y como es consciente de ello, nunca está satisfecho. Y en el
proceso de escritura, reinventa la realidad, la dilata, quiere que la
verdad sea más verdadera que la verdad, arrancándole a la crónica
periodística o a su vida personal un episodio particular para
universalizarlo. Si había un hombre que no se parecía a ningún otro, ése
era Alekos: el hombre de mi libro. Y sin embargo, me sorprendí al
constatar, por la cantidad de cartas que me enviaron, que muchas de las
personas que habían leído el libro se identificaban con mi protagonista.
La más desconcertante fue la carta de una abuela de Milán. ¿Qué podría
tener que ver una abuelita de Milán con un héroe griego en la treintena
que intenta hacer volar por los aires el auto de un dictador y ocho años
más tarde muere asesinado en un auto? Bueno, en su carta ella me
escribe: "Alekos soy yo". Y aunque sigo preguntándome por qué, en qué
sentido, creo que verdaderamente pensaba eso.
"Odio el espectáculo del sufrimiento"
Contra la banalidad . La autora de La rabia y el orgullo repudia la estetización de los conflictos bélicos y recuerda con crudeza sus experiencias en Vietnam y Beirut
Cuando voy a ver sus sucias guerras, también hago
política, también soy política. Como la guerra de Sharon. Y ésa es la
parte de mi trabajo, de mi deber, que menos me atrae. Como corresponsal
de guerra he seguido de cerca la mayor parte de las guerras de los
últimos quince años. Estuve en la Guerra de Vietnam; fui varias veces,
durante ocho años. Estuve en la Guerra Indo-Paquistaní, en la de
Bangladesh, en el conflicto de Medio Oriente, en las bases secretas de
los fedayines en Jordania antes de que los barrieran, y todo eso sin
contar las varias insurrecciones en Latinoamérica y otras partes (que
también eran guerras), y en cada oportunidad odié esas guerras como
aquel capitán norteamericano de Dak To, en Vietnam, que antes de
conducir a sus hombres a la batalla por la colina 1383 me dijo: "Cada
vez es la primera vez, y cada vez es peor, porque conozco mejor lo que
me espera".
Dirán que somos corresponsales de guerra, que ir a la
guerra nos gusta. Nos movemos bien, casi con gracia: el casco nos queda
bien, lo mismo que el chaleco antibalas, y hasta el uniforme cuando
estamos obligados a usarlo. A mí no. No soporto los uniformes, considero
que el chaleco antibalas es una prenda incómoda y siniestra, porque
pesa mucho y entorpece el movimiento, y me siento desesperantemente
ridícula con un casco en la cabeza. Pero más que el casco y el chaleco y
los uniformes, odio el espectáculo del sufrimiento. Odio la muerte.
Sepan que no soy una persona que llore fácilmente. De
hecho, y lamentablemente, no lloro jamás. Tampoco soy una persona que se
impresione fácilmente frente a las atrocidades. He visto demasiadas. Y
sin embargo, cuando estoy en medio de una guerra, mis ojos están siempre
húmedos de lágrimas y se me hace un nudo en la garganta que no me deja
hablar. Así fue en Beirut. Cada vez que Sharon bombardeaba desde tierra,
desde el aire, desde el mar, y el cielo sobre la ciudad se ponía rojo y
negro como el inferno, se me llenaban los ojos de lágrimas y no podía
abrir la boca. Ni siquiera para insultar a alguien que una noche me
dijo: "Es excitante. Sentía curiosidad de ver este espectáculo al menos
una vez, y hay que admitir que, desgraciadamente, es excitante". Cuando
se trata de la guerra, desconozco el significado de la palabra
excitante. Y el de la palabra curiosidad. Ni siquiera la primera vez,
cuando fui a Vietnam, sentía ese tipo de curiosidad. De hecho, ya sabía
lo que era la guerra, desde chiquita. Como los niños de Beirut, aprendí
desde chiquita a huir corriendo de las bombas, a soportar el terror de
las incursiones aéreas, el fuego de la artillería, las ruines balas de
los francotiradores, el miedo, la destrucción, la muerte, el sofocante
hedor de los cadáveres.
Durante la Segunda Guerra Mundial, aprendí que no es lo
mismo estar en medio de una guerra que mirarla por televisión, donde
queda convertida en un espectáculo parecido a un partido de fútbol. De
adulta, también aprendí lo que es una masacre. Si bien no había visto la
de Beirut, vi las de Hué, en Vietnam, la de Dacca, en Bangladesh, las
del DF en México, donde me metieron tres balas, y puedo asegurarles que
la televisión no refleja ni remotamente lo que es una masacre. Y las
fotografías tampoco. Las fotografías no hieden.
Sí, ya sé: todos odian o dicen odiar la guerra. Pero
todos la aceptan como parte de la vida, o al menos como una maldición
que forma parte de la existencia. "Siempre hubo guerras y siempre las
habrá." Dejando a un lado a los malnacidos que no sólo no la odian sino
que hasta creen en ella, con bombos y platillos. Por ejemplo aquel
caballero, un judío norteamericano que trabajaba para el Instituto de
Estudios Estratégicos de Washington, a quien conocí en la casa de la
hija de Moshe Dayan, Yael, en Tel Aviv. El señor me dijo con toda
arrogancia: "La guerra es bella". Y hubo otro que le respondió: "No es
bella, sino necesaria". La guerra no es necesaria, ¡desgraciado! Ni
tampoco es una maldición inevitable. Yo les digo lo que es la guerra: la
cosa más idiota, más ilógica, más grotesca del género humano. Es el
crimen legitimado más abyecto, más inaceptable, que puedan cometer los
bastardos que nos gobiernan. Es el último recurso de los imbéciles que
no saben resolver los problemas con el cerebro, porque no tienen
cerebro. Y entonces hacen la guerra. No. No hacen la guerra. Mandan a
otros. Como dijo el general Galtieri durante la Guerra de las Malvinas,
quienes deciden las guerras no son nunca quienes van a la guerra. Ni
siquiera la miran por catalejo. Mandan a los demás.
El caballero (sigamos llamándolo así) del Instituto de
Estudios Estratégicos de Washington tampoco había ido nunca a la guerra.
Pero mandaría a otros. A jóvenes saludables, como ustedes.
Traducción: Jaime Arrambide.
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