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María Moliner, filóloga, creadora del Diccionario de uso del español./elpais.com |
Hay gente que ha robado
La náusea, de Sartre;
La peste, de Camus;
La isla deltesoro, de Stevenson; incluso la
Crítica de la razón pura, de Kant. Pero no se sabe de nadie que haya robado el
Diccionario de uso del español, de María Moliner
Son dos tomos, el primero de 1.446 páginas y de 1.585 el segundo
(tapas aparte), cuyo peso hace inviable la salida del establecimiento
sin llamar la atención. Durante mi adolescencia estuve varios meses
planeando un asalto a la Casa del Libro, en la Gran Vía madrileña, para
hacerme con esa joya lexicográfica que no podía comprar. Me pillaron
porque planifiqué el robo en dos asaltos (uno por tomo) y cuando fui a
por el segundo una señorita estaba esperándome agazapada detrás de una
estantería. Me llevaron al despacho del director del establecimiento,
que, tras mirarme de arriba abajo, dijo con pesadumbre:
Terminó en 15 o 16 años un trabajo que a cualquier persona normal, incluso anormal, le hubiera llevado siete vidas
-Si no supiera que eres el ladrón de uno de los dos tomos de esta obra, diría de ti que eres una persona normal.
-También María Moliner parecía normal y ya ve lo que hizo -respondí yo.
-¿Qué hizo? -preguntó el director.
-El Diccionario de uso del español.
El hombre observó el volumen que tenía sobre la mesa con el
detenimiento con el que me había observado a mí y no tuvo más remedio
que admitir que el ser humano es capaz de las acciones más
extravagantes. No me denunció, pero se quedó con mi carné de identidad
hasta que regresé a la librería con el primer tomo, al que había
desvirgado con tanto mimo que parecía que nadie había puesto sus manos
sobre él. En efecto, nada más llegar a casa, lo había abierto al azar y
mis ojos habían caído sobre una curiosa palabra, cenotafio, de la que
María Moliner decía: "Monumento funerario en el cual no está el cadáver
de la persona a la que se dedica".
Le di muchas vueltas al término y a su definición, como si estuviera
obligado a significar algo especial por haber sido el primero en
aparecer ante mis ojos. Y sí, significaba algo especial, ya que cada una
de las palabras del idioma, si lo piensas, tiene algo de cenotafio,
pues en ella no está, paradójicamente, el objeto que nombra. Yo tenía
con el lenguaje un trato algo psicótico, pues, aunque sabía
racionalmente que la relación entre la palabra y lo que ésta nombra es
arbitraria, emocionalmente tendía a confundir el objeto con su signo.
Esto me acarreó en la infancia algunas dificultades escolares, pues no
lograba comprender por qué al decir "vaca" veía en mi cabeza una vaca y
al decir "va" no veía media vaca. Mi profesor de lengua perdía los
nervios con esta clase de cuestiones, por lo que finalmente hice como
que entendía todo y no volví a manifestar mis perplejidades idiomáticas
(crecer consiste en hacer como que entiendes). Ya de mayor, al proveerme
de algunos rudimentos lingüísticos, lo entendí, pero sólo con el lado
racional. Con el irracional continúo sin entenderlo, excepto cuando
pronuncio la palabra "cenotafio". Claro, me digo entonces, la palabra es
un monumento en el cual no está el objeto al que se dedica.
El caso es que devolví el primer tomo robado (A-G) y me puse a
ahorrar. No sé si estuve ahorrando un año o dos, pero, cuando reuní el
dinero necesario, volví a la Casa del Libro y salí de allí con un tomo
en cada mano. Llegué a casa con ellos y tropecé en el pasillo con mi
madre, que me preguntó dónde pensaba meter aquellos artefactos. Le dije
que debajo de la cama, y le pareció bien. Una vez instalado en mi
cuarto, cogí el segundo tomo y, con un temor religioso, hice lo mismo
que con el primero: lo abrí al azar y dejé que una palabra me saltara a
los ojos. Fue "níspero", que se encontraba en la parte inferior derecha
de la página impar, sobre "níspola" y "nispolero". Me quedé
desconcertado. No podía entender qué tenían que ver los nísperos con mi
destino. Leí atentamente el artículo, esperando encontrar una clave
secreta. Decía que se trataba de un fruto oval, de 4 a 5 centímetros de
largo, de piel lampiña y color amarillo rosado.
Al día siguiente, por casualidad, había nísperos de postre. Cogí uno
con aprensión, pues sus dos grandes huesos negros siempre me habían
parecido dos ataúdes gemelos. Entonces, mi padre sentenció:
-El que nísperos come y bebe cerveza y espárragos chupa y besa a una vieja, ni come ni bebe ni chupa ni besa.
Ya le había escuchado decir otras veces esa tontería, pero en ese
momento me pareció un pronóstico de mi destino. Me sentí mal y tuve que
levantarme de la mesa. Fui a mi habitación y saqué los dos tomos del
María Moliner de debajo de la cama. Al primero lo llamé María y al
segundo Moliner. Todavía los llamo así. Mientras leía definiciones al
azar, pensaba en mi madre, que era una mujer normal, como María Moliner,
a la que, sin embargo, no se le había ocurrido perpetrar un
diccionario. Investigando aquí y allá, supe que María Moliner había
nacido en 1900, pero había nacido tanta gente ese año que no logré
encontrarle ningún significado. Luego supe que había estudiado Filosofía
y Letras y que había ingresado por oposición en el Cuerpo Facultativo
de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos. Se casó con un catedrático
de Física y tuvo cuatro hijos. Nada extraño.
Lo más sorprendente es que no comenzó a levantar su diccionario ("el
más completo, más útil, más acucioso, y más divertido de la lengua
castellana", según García Márquez) hasta los 51 años, cuando sus hijos
eran mayores. Se levantaba a las cinco de la madrugada y escribía en
fichas que confeccionaba ella misma, dividiendo una cuartilla en cuatro
partes. Terminó en 15 o 16 años un trabajo que a cualquier persona
normal, incluso anormal, le habría llevado siete vidas.
Como no encontré en la existencia de María Moliner nada que
presagiara que un día se levantaría y se pondría a hacer la locura del Diccionario de
uso, estuve mucho tiempo buscando entre sus páginas una
autobiografía secreta. Buscaba claves donde quizá sólo había precisiones
lingüísticas. Por ejemplo, en la Presentación del libro se queja de que
el DRAE incluya "arremolinadamente", que no se usa, y no incluya, en
cambio, "arremolinamiento". Creí que la proximidad fonética entre estos
términos y su apellido podría significar algo que no logré descifrar. La
idea de que el María Moliner esconde una autobiografía secreta, capaz
de explicar cómo pudo esta mujer "normal" escribir el Diccionario de uso de español
sin ayuda de los extraterrestres, no me ha abandonado desde entonces.
Estuve a punto de escribir un cuento, quizá una novela corta, con este
argumento, pero desistí por egoísmo: después de todo, si se trataba de
un don gratuito, a lo mejor yo mismo me levantaba un día y me salía La Regenta, o Madame
Bovary, o Guerra y paz.
Estos días he vuelto a leer la Presentación de María Moliner a su
obra y he reparado en el párrafo último, al que quizá en las lecturas
anteriores no había prestado suficiente atención. Dice así: "Por fin, he
aquí una confesión: La autora siente la necesidad de declarar que ha
trabajado honradamente; que, conscientemente, no ha descuidado nada;
que, incluso en los detalles nimios en los cuales, sin menoscabo
aparente, se podía haber cortado por lo sano, ha dedicado a resolver la
dificultad que presentaban un esfuerzo y un tiempo desproporcionados con
su interés, por obediencia al imperativo irresistible de la
escrupulosidad; y que, en fin, esta obra, a la que, por su ambición,
dadas su novedad y complejidad, le está negada como a la que más la
perfección, se aproxima a ella tanto como las fuerzas de su autora lo
han permitido".
Se trata de un párrafo prodigioso, que respira un modo de relación con el mundo que ya nadie practica. El Diccionario de uso del español
es la consecuencia lógica de ese trato con la realidad. No obstante, yo
sigo acariciando la idea de que todo se debiera a una casualidad
inexplicable o a la ayuda de los extraterrestres. De hecho, si tuviera
que definir a María Moliner, escribiría: "Dícese de la persona normal
que de súbito, cuando nadie lo espera, escribe un diccionario".
Una joya de la lexicografía
María Moliner, lexicógrafa española, nació en Paniza, Zaragoza, el 30
de marzo de 1900. Estudió en la Institución Libre de Enseñanza y cursó
la licenciatura de Filosofía y Letras. En 1922 ingresó en el Cuerpo
Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, donde trabajó
hasta 1970, cuando se jubiló. En 1952 comienza la redacción del Diccionario del uso del español,
que se publicará en dos tomos en 1966. Desde ese momento trabaja en su
actualización, que no llegó a completar. Falleció en Madrid el 22 de
enero de 1981.