La revalorización de la poeta argentina más célebre se centra hoy no tanto en sus versos como en su periodismo, que revela a una feminista sutil. Un libro quemado rescata muchos de esos escritos, entre ellos los que aquí se reproducen, nunca antes antologados y publicados originalmente en la nacion, a comienzos de los años veinte, bajo el seudónimo Tao Lao
Alfosina Storni en una vela poética de lecturas en Buenos Aires en 1925./adncultura.com |
las profesoras
¿Qué es usted, linda señorita,
vestida con un traje de sarga marrón, zapatitos y medias de igual color,
piel levantada hasta la discreta nariz, sombrero hundido hasta los
rosados apéndices laterales (orejas), abundosas patillas de un brillante
cabello al oro que hubiera hecho decir de nuevo a un poeta tropical:
¡Cuánto oro! ¡Cuánto oro!...
Habría lo suficiente
¡Para ir a Europa y volver!...
-¿Qué es usted, repito, señorita?
-Profesora.
-¿Y usted, la del mignon, sombrerito solferino, menudo busto, escasa pollera, elevados tacos, rizos sueltos y graciosa chaqueta?
-Profesora.
-Y usted, que carga los zapatos de aquella, los rizos de esta y la llamativa bufanda de cualquier otra, ¿qué es usted?
-Profesora.
Y caímos en cuenta de la abundancia.
Una chapita
La
emancipación femenina de la monotonía del hogar en busca de nuevos
campos para su actividad -según la frase en boga- ha tenido con gran
frecuencia, como símbolo codiciado, una chapita.
Esta chapita no es invención femenina.
La
introdujo al país por masculino, y acaso político conducto, una
democracia pequeñita que substituyó el escudo por la chapa. La gente ha
necesitado siempre "algo" que la acompañe desde las paredes de su casa; y
es claro, los ídolos sufren la suerte y la decadencia de los hombres.
¿No es así, pequeñita del sombrero solferino?
Las profesoras
Así
como las chapas masculinas vienen sufriendo desde hace algunos años una
pequeña alteración de buen gusto (se habrá observado que de la
inscripción "boticario" se pasó a la de "farmaceútico" y de la de
"farmacéutico" a "químico-farmacéutico" y de la de
"químico-farmacéutico" a "doctor en química", última etapa), las chicas
resolvieron ascender también de condición, empezando por adquirir la
chapa.
Y allí estaban, como llovidos del cielo, los conservatorios e institutos que fueron tomados por asalto.
Y hubo profesoras de canto, de solfeo, de piano, de violín, de dibujo, de repujado, de declamación, de corte y confección, etc.
Un aparte
Las
profesoras de corte y confección nos merecen un aparte, pues ellas, de
un solo golpe, han conseguido el título, la chapa y su aristocratizada
inscripción.
Antes, cuando se quería entrar en relaciones
comerciales con personas femeninas que cortaban y cosían, se buscaba por
las calles unos figurines pegados detrás de un vidrio, cosa esta que
delataba a la modista.
Esta modista no tenía más que una casera
ciencia, casi hereditaria, y cortaba moldes y medía las distancias de
los alforzones con cartoncitos.
El corte y confección, que es más
distinguido, suprimió los figurines delatores, los moldes y los
cartoncitos, empleando, en cambio, el centímetro, que es científico y
matemático, y cuya sabia aplicación conduce al corte sin moldes, punto
culminante de la ciencia de la costura.
Y esto que se llama la
intelectualización de un oficio, ha suprimido de muchos hogares aquel
pequeño lunar social que era la modista, para reemplazarlo por una
chapita que lustra, limpia y da esplendor.
Los ceros
Un
poeta europeo que anduvo por estas tierras, con menos suerte de la que
pedía, dijo que el país, en manifestaciones artísticas, era la unidad
seguida de ceros.
A buen seguro que si el matemático poeta hace
una incursión por las fábricas de profesoras se traga con gesto bilioso
la unidad, y deja a los ceros, huérfanos, apretaditos unos contra otros.
No
haré yo tanto. Si el poeta me lo permite, en vez de suprimirla,
multiplicaré la unidad, y para quedar bien con él, pues las cóleras
celestes son peligrosas, no suprimiré, eso sí, una respetable cantidad
de ceros.
Porque verdad es que la aspirante a profesora paga en su
instituto una cantidad mensual y la selección, entonces, huelga; como
también es verdad que los exámenes están gravados con derechos y
conviene que el mayor número se examine y apruebe; como también es
verdad que el diploma final cuesta una sumita saludable al instituto.
Pero este sacrificio está dulcificado por las medallas, sobresalientes y
citaciones especiales con que vuelve a su casa cargada la profesora.
Esto, sin embargo, no debiera llamarnos la atención.
¿Lo que ocurre en los institutos pagos no es, más o menos, lo que ocurre en los oficiales?
¿Acaso la consigna no es pasar, diplomar, hacer número?
¿Quién ha imitado a quién?
En la duda, y si me apuran mucho, va a cargar con todo el clima.
Punto
Señoritas profesoras, bellas y gentiles señoritas profesoras: todo lo dicho es elogio.
Si
las liberto a ustedes, mediante un sonriente permiso, de la chapa, una
cosa pesada, de los diplomas, medallas y sobresalientes, varias cosas
pesadas, y me quedo con ustedes en esencia: pianistas, violinistas,
recitadoras, concertistas, solfistas, etcétera, todo ello substancia
espiritual bien o mal despertada, pero despertada al fin, las prefiero a
cuando empleaban aquel tiempo de estudio, que las ha provisto de
defensa económica, en jugar con las tijeritas de oro, mirando
lánguidamente por el balcón... el horizonte, sin duda.
Las manicuras
Cortad al hombre las manos y restaréis al cuerpo humano toda la gracia terminal y la sutilidad de su infinita armonía.
Las
manos son al cuerpo como los pequeños brotes elegantes a las gruesas
ramas. Se diría que en estas terminales de las distintas formas que la
naturaleza adopta, esta se sutiliza como comprendiendo.
Y es que acaso la materia tenga también sus preferencias y sus aristocracias.
El
tejido que forma las manos y se transparenta como una rosada porcelana
en las delicadas yemas, tuvo, sin duda, allá en sus iniciales connubios
con la materia informe, afinidad electiva con los pétalos delicados.
Porque
no me negaréis que ser una célula de las yemas de los dedos no es lo
mismo que serlo de un pesado molar. Hay oficios y oficios. Hay obreros y
obreros.
Me imagino yo que los minúsculos cuerpos que forman,
pongo por caso, los ojos y los dedos, han de estar así como en el jardín
del cuerpo humano.
Y tomaos el trabajo de imaginar por un momento
y para honra de las manicuras, que el cuerpo humano sea como una casa
dividida en distintas dependencias destinadas a oficios diversos.
No
me negaréis, que, al ser, ¡oh, bellas lectoras! una minúscula célula,
quisierais hallaros formando parte de los ojos y de las manos,
destinados a las más exquisitas funciones humanas.
Recordad, si
no, aquella frase del hosco Quiroga, quien apretando deliciosamente la
mano de una dama hizo florecer su brusquedad en una sentencia galante:
"El amor, señora, entra por el tacto".
Y eso que ignoro si la
bella mano provocadora de galanterías había sufrido el toque mágico de
una manicura, oficio grato a la mujer, acaso por afinidad con las
perezas del sexo que elige de preferencia tareas que exigen poco
desgaste cerebral y fácil ejecución.
Es curioso observar, por
ejemplo, que la cantidad de manicuras que, a cada paso, mientras se
recorren las calles céntricas, destacan sus esmaltadas e insinuantes
chapas azules surcadas de grandes letras blancas, es muy superior al de
las pedicuras, oficio muy avasallado por el sexo fuerte.
Aquí un
malicioso espíritu tendría margen para sutiles ironías, y acaso opinara
que siendo más difícil a la mujer descubrir un bello pie que extender la
siempre desnuda y visible mano, ella prefiera, por natural
contradicción, que un hombre pula, suavice y cuide sus rosadas plantas,
mientras simplemente, entrega sus manos a los cuidados profesionales de
una mujer.
Pero no he de aventurar sutilezas por no correr el
riesgo de hacer difícil lo fácil, cosa que con demasiada frecuencia les
ocurre a los sutiles.
Además, y tratándose de tan pedestre oficio,
no vale la pena correr un riesgo, pues un oculto sentido de la armonía
me ha insinua do que los riesgos hay que correrlos por elevados asuntos,
asuntos que, en el tren que estamos, tendrían que ser los ojos y los
cabellos, los que han de merecernos capítulo aparte.
Bien
haya, pues, por las manicuras que se mantienen a media elevación
-obsérvese que las manos penden más o menos hasta la mitad del cuerpo- y
que han sabido hallar el medio de ganar su vida con un arte que, si no
iguala al de los enceguecidos artífices del Renacimiento, contribuye a
la belleza exterior y al brillo de la vida -el brillo, desde luego-. Y
qué perfecta armonía la de este modesto y lucrativo oficio con el deseo
de los defensores de la feminidad hasta en las tareas que la vida impone
a la "mujer moderna".
Porque una manicura, cierto es, no necesita de gran imaginación para cumplir con sus elegantes tareas.
Le
basta un poco de prolijidad, agua tibia, perfumados jabones, discreto
carmín, tijeras, pinzas y ungüentos, cosas estas entre las que las
mujeres deben hallarse -según sus enemigos- como el colibrí entre rosas,
pues las tijeras, pinzas y perfumados ungüentos nacieron de una sonrisa
de Eva, según una mitología especial para manicuras que se escribirá
algún día, el ocio mediante.
Y obsérvese además, para convenir en
la feminidad de este oficio, con cuáles femeninos modos se conducen sus
elementos de trabajo.
El agua tibia, elemento básico, tiene propiedades emolientes, persuasivas e insinuantes.
No
hay tejido que resista a su insistencia continuada: los poros se
dilatan, y las expansivas moléculas los penetran poco a poco hasta que
las duras cutículas ceden su rigidez.
Diez, veinte minutos, media
hora de este lento trabajo del agua persuasiva, y de tímida apariencia, y
ya está el terreno preparado para que entren en función las sabias
pinzas, las que con la misma prudencia del agua, pero con mayor sentido
electivo, escarban los puntos débiles, conforman los detalles y libran
los tejidos de adversarios molestos.
Pero nada sin duda manejan las manicuras con tanta propiedad como las tijeras.
Las
poseen de todos tamaños y formas: unas son finas, delgadas y
puntiagudas como una indirecta; otras son arqueadas y leves como una
mala intención; las hay romas y elegantes, vulgares y aristocráticas,
cortas y largas, anchas y angostas, acertando así, en la perfección de
los cortes, que es una de las especialidades del sexo.
Luego se ha
sospechado siempre que las manicuras tuvieran un sentido especial de la
vida, un sentido instintivo que tampoco requiere gran imaginación; algo
así como un olfato congénito de que la debilidad humana sucumbe más
fácilmente ante los cuerpos brillosos que ante la fea y tosca opacidad.
Hasta
en esta comprensión es oficio de mujer el de las manicuras, y la
cantidad respetable que trabajan con las bellas manos, y con singular
fortuna en esta elegante ciudad americana, deben contar indudablemente
con el beneplácito de los que miran con horror las tareas masculinas
desempeñadas por mujeres.
Por lo que a mí respecta, si en una
futura vida me cupiera en suerte transmigrar al tibio cuerpo de una
gentil mujer, elegiría también este oficio blando, discreto, que realiza
su tarea en el pequeño saloncito o en el perfumado "boudoir", cuando
las femeninas cabelleras caen lánguidamente sobre las espaldas, y los
ojos están húmedos de esperanza y un ligero temblor en los dedos
descubre a los ojos extraños la inquietud deliciosa del íntimo sueño.
Porque,
feliz ser, dotado de la imaginación de mi anterior vida masculina, me
daría a investigar manos como quien investiga mundos.
Me embarcaría así por los surcos hondos de las palmas como por ríos sinuosos en busca de puertos reveladores.
E
iría descubriendo el trabajo lento del alma en los cauces misteriosos y
las maravillas de los puertos finales de esas revelaciones
quirománticas.
Pero no os alarméis todavía, oh, bellas mujeres que
contribuís con vuestra agraciada frivolidad al bienestar económico de
tantos hogares, pues la transmigración es fenómeno negado por la
autoridad científica, y mi última palabra era que el oficio de manicura,
oficio de mujer indispensable en nuestra gran metrópoli, requería
escasa imaginación...
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