27.6.14

Un escritor en la trinchera

 La obra de Gerald Brenan no se entendería sin su paso por la Primera Guerra Mundial. Vivió el conflicto con la dicotomía del soldado-poeta. En los poemas escritos en el frente y en sus recuperados  Diarios de la Gran Guerra  se encuentra el germen del escritor que luego fue
Gerald Brenan, autor inglés de Diarios de la Gran Guerra./ Ilustración de Martínez./elmundo.es


La juventud es un generoso derroche de fortaleza, plenitud y excesos que, a veces, se ve abocado a reducir su velocidad. A frenar en seco. A cambiar el vértigo del placentero trance juvenil por el miedo y la incertidumbre de las trincheras, como le sucedió al Gerald Brenan veinteañero que se abonó a la crudeza de la Primera Guerra Mundial. La experiencia fue un trago amargo que destiló en su interior un licor inolvidable. Grabó a fuego sobre él huellas de las que supo aprender como un aplicado superviviente. Aquello le acompañó toda su vida, le caló para siempre y dejó sobre su existencia la misma irrebatible certeza que plasmó sobre los papeles emborronados, con un puñado de versos en el frente, por su pulso de joven poeta: «Han encontrado un lugar para estos cuerpos / donde sus dulces amantes no los encontrarán. / Han construido un lugar escondido / para depositar los tesoros de tantos años / que la guerra ha destrozado».
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La juventud de Gerald Brenan (1894-1987) se apostó sobre una estación prendida de fuego. Se detuvo para entregarse a la metamorfosis que le exigía ese lustro sangriento en el que estalló, entre 1914 y 1918, la Primera Guerra Mundial. Entonces, cuando los acontecimientos lo situaron de veinteañero en la trinchera británica, quería ser como el joven Rimbaud. Una vez allí, no dejó de aspirar a serlo. Aunque tampoco tardó en emprender su propio camino literario, y dio sus primeros pasos hacia el escritor con estilo propio que empezó a ser unos años después.
En aquel tiempo, pasó de ser un aprendiz de poeta a reconstruir su vida con sus propios versos, en ciudades francesas o belgas que desde aquellos días tuvieron nombre de batalla. Por las noches, cavaba trincheras y caminos de comunicación hasta el amanecer junto a sus compañeros de la Brigada Ciclista, el destacamento destinado a los outsiders. Vivía en la dicotomía del soldado-poeta.
Retrato de Brenan en la Primera Guerra Mundial
Pese a todo, su inquietud no dejó de alimentarse de los numerosos libros que movía el servicio postal inglés. Fue también ahí donde se entregó a la amistad que anidaba en intensos epistolarios sin los que no se entendería su tránsito por la juventud.
Y, a medida que en plena guerra la experiencia iba haciendo mella en él, la indiferencia se alejaba a kilómetros de su interior. Sobre todo, cuando los dardos se clavaron en su propia diana y le comunicaron la muerte de su amigo Taylor. O, incluso, cuando vio que la suya no era ni mucho menos algo improbable, y hasta resultó herido.
De todo aquello emanó un legado literario que ahora ha sido rescatado por la editorial malagueña Confluencias.
Por un lado, están los poemas que escribió en el frente, de los que hay suculentos ejemplos en la antología Gerald Brenan. Poesía (1912-1977).
Y por otro, las reflexiones y las confesiones que le asaltaron en pleno combate, bajo el fuego bélico, y que formaron parte de los también recién publicados Diarios de la Gran Guerra.
Según explica en el texto introductorio de este volumen el estudioso y albacea de su obra Carlos Pranger, «sabía ya Brenan que iba a ser escritor cuando en 1923 preparó una edición 'casera' de estos diarios con comentarios y reflexiones sobre extractos de cartas dirigidas a Ernest Taylor y Hope Johnstone, y otras notas que tomó durante el desarrollo de la Gran Guerra».
Precisamente, a continuación se reproducen algunos fragmentos de este último libro. En ellos, toma la palabra en primera persona un soldado que escribe. Un proyecto de escritor en la trinchera.
Poema escrito en el frente
LOS MESES MÁS FELICES. «En aquellos días yo consumía hachís en una villa de ladrillo en Chelmsford y padecía indigestión ya que me alimentaba solo de té verde y pastel duro. H.J vino a quedarse. Una semana después me alisté en la Brigada Ciclista y conocí a Ralph Partridge. Comenzó para mí una vida más plena y feliz. Leía sobre la historia de Oriente, a Swedenborg, a Rimbaud, a Nietzsche. De ellos absorbí un estilo literario colorido y grotesco. Creía que nada real tendría por qué interesarme. Algunas de las cartas están plagadas de ciudades orientales, reyes asirios, etcétera. A finales de marzo nos destinaron a Flandes. Nada más llegar, me encontré con Taylor y pasamos una semana muy compenetrados, justo antes de que lo mataran. La nueva y extraña experiencia hizo de abril y mayo los meses más felices de la guerra. La primavera fue extraña, incluso preciosa».
LA MUERTE DEL AMIGO. «Se trataba de la Cuarta División que partió hacia Ypres de manera inesperada, en medio de la noche. Nuestra línea estuvo a punto de caer por un ataque con gases. En esta columna cabalgaba Taylor (a quien llamábamos Penbeagle). Tres días después le alcanzó una bala en la cabeza mientras repelía un ataque. Nuestra división se encargaba de una sección de la línea de frente en Plug Street Wood (Ploegsteert). Poco después, me enteré de la muerte de Taylor y fui a Ypres para buscar su tumba, depositar flores y llorar su muerte. Cuando estuve hace un mes estaba llena de gente, todas las tiendas abiertas y las calles llenas de tráfico. Ahora Ypres estaba desierto, solo había escombros; ardían las calles, pero no había medios para sofocar los incendios; deambulaban jaurías de perros salvajes en busca de alimento y olía a cadáver, a animal muerto».
LLUVIA, BARRO, FRÍO. «Poco después, nos dirigimos hacia al sur, al Somme. En septiembre ya nos habíamos instalado en el pueblo de Bus-les-Artois, detrás de Hébuterme. Lluvia, barro, frío, estúpidas partidas de trabajo e intenso aburrimiento. Los únicos entretenimientos fueron las escapadas ocasionales a Amiens en compañía de Ralph. En octubre me dieron una semana de permiso. Fui a un cottage en Dorset (cerca de Cranborne) en el que se acaba de instalar H.J. Fue un fogonazo de felicidad. Después de Navidad me dieron otro permiso y me quedé en Londres. En una de las fiestas de John conocí a Alick Shepeler. El espantoso tedio de esta vida y el ansia imposible de libertad me provocaron arrebatos de ánimo religiosos. Mis cartas y el diario están repletos de palabras tales como «pureza» y «pecado», pero debo recordar que utilizaba el lenguaje familiar de las religiones para mis propios fines».
ABURRIDO COMO UNA OSTRA. «H.J se alistó. Acordamos dejar de escribirnos durante un tiempo. No seguí con los diarios y durante dieciocho meses fui incapaz de escribir una palabra. En junio disolvieron a los Ciclistas y a Ralph lo destinaron a otro sector. En septiembre, y luego durante todo el invierno, comencé a trabajar en un puesto de observación cerca de Ypres. Vivía en un refugio subterráneo cavado en el banco de un canal. Me encontraba completamente solo; no conocía ninguna de las tropas a mi alrededor puesto que cambiaban continuamente. Estuve siete meses sin que me relevaran una sola noche. Una vez al mes, más o menos, me reunía con un oficial de mi batallón o del Estado Mayor. La media docena de hombres a mis órdenes vivían al lado. No había nada que hacer. En general, siempre estaba demasiado neblinoso para observar, e incluso cuando estaba despejado no se veía nada. Tenía libertad absoluta, pero me aburría como una ostra. Mataba el tiempo leyendo y dando largos paseos campo a través o por las trincheras. Exploré la red de trincheras de todo el Saliente de Ypres, reconociendo lugares tanto de día como de noche, y me convertí en una autoridad en todo lo relacionado con las trincheras. Me enorgullecía conocer cada rincón, los lugares más inaccesibles... cada puesto de escucha y ser siempre capaz de orientarme, tanto de día como de noche».
Portada de 'Diarios de la Gran Guerra'
UNA CHICA ANTES DE LAS HERIDAS. «En la primavera de 1917, me trasladé a otros puestos de observación cercanos. Uno de ellos estaba en la copa de un árbol alto y seco. Estábamos preparando una ofensiva y se me asignaron más hombres con la orden de organizar más puestos de observación. Había muchos movimientos que observar. De pronto, mi vida volvió muy interesante. En abril pasé dos días en Saint Omer y tuve una aventura con una chica, lo que me hizo muy feliz. En julio vi a Ralph, que había venido para la ofensiva. Deseaba que llegara ese momento, llevábamos aguardándolo mucho tiempo, y esperaba desempeñar un papel importante. Dos días antes de que comenzara (29 de julio, 1917) caí herido y me devolvieron a Inglaterra».
ENTRE LA RETAGUARDIA Y LA BATALLA. «La línea del frente de batalla se estrechó. Comenzó el avance alemán entre Ypres y Bailleul. Terminó mi trabajo de observación y durante quince días no tuve más tarea que informar de lo que ocurría y reconocer el terreno. Desde el cercano monte Kemmel vi algo de la batalla. (...) Unos días después me vi envuelto en una batalla de dos semanas durante la retirada de los franceses al Marne. Comandé una compañía. Poco después me mandaron al hospital con gripe. Fiebres muy altas».
LAS SECUELAS DE LA GUERRA. «El final de la guerra me dejó en un estado mental bastante desequilibrado. Había que tomar importantes decisiones respecto a mi futuro. Tenía poco dinero y Hope, aunque ganaba un salario digno, estaba siempre sin blanca, despilfarraba sin control. Aunque aún le guardaba fanática lealtad, comenzaba a darme cuenta de que no era de fiar. La necesidad, además, de enfrentarme a mi padre me redujo a un estado cercano a la histeria. Él también estaba de los nervios y si bien nos encontramos en Larcheld, en enero, en casa de mi tío Ogilvie, e hicimos un simulacro de acercamiento, pero estaba inmerso en una crisis matrimonial con mi madre y en un estado de intenso descontento con todo y con todos».
LA IDEA PREMATURA DE HUIR A ESPAÑA. «Con solo diecisiete años me dejé llevar por cierta creencia en que lo único que se necesitaba para conseguir la felicidad completa era un mendrugo de pan y libertad absoluta. A mi huida de casa le siguió tal explosión de felicidad cuando comencé a llevar a cabo la teoría, que acabé convencido de su verdad. La causa del fracaso de Bosnia fue mi debilidad juvenil. En cambio, ahora era mayor, más fuerte, más experimentado, pero era la guerra, ese tiránico servicio que tenía que cumplir, lo que me impedía ser feliz de manera continua, plena e intensa. Le sugerí un plan a H.J: desertar y huir a España. Entretanto, analicé la situación con el lenguaje convencional de las religiones. (...) Si la felicidad fuera el estado natural del hombre, cualquier pérdida de la misma sería causada por su carencia de deseo, por su falta de esfuerzo... en realidad debido al «pecado». (La consecuencia lógica de una creencia en el libre albedrío es que uno puede controlar cosas como la «nausea»). En ocasiones creí que la cura se encontraba en el ascetismo; con frecuencia creí que no existía cura alguna mientras durase la guerra».

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