¿A que se refería Borges cuando dijo que el fútbol era estúpido y era el deporte más popular porque la estupidez es popular?
Jorge Luis Borges consideró el fútbol una estupidez muy popular./pijamasurf.com |
En realidad importa el resultado que
tenga tu selección nacional en el Mundial? ¿En realidad ganas cuando
ganan, en realidad “Todos somos la Selección”? Por más proyección
metafísica de identidad que hagamos, las personas que juegan en la
cancha de juego no son las personas que ven el partido en el estadio o
por televisión. Podemos invocar una conexión a distancia –la famosa
“vibra”, un entrelazamiento cuántico, telepatía o vudú– pero, por
supuesto, este ya no es el terreno del deporte y la política (y,
generalmente, es sólo una estrategia de marketing). Y aun si invocamos
un principio de resonancia, siguiendo lo que Borges decía de los
lectores de Shakespeare –que, al leer fervientemente, sus líneas se
convertían en el mismo bardo, en ese mismo instante que se repite con
una misma cualidad en el tiempo–, entonces, esto sería cierto con
cualquier jugador, no obstante el país y con cualquier actividad,
siguiendo un vínculo de simpatía.
¿Acaso, más bien, no es este –la
parafernalia de la Copa del Mundo y el fanatismo deportivo en general–
uno de los más vulgares y crasos ejemplos de propaganda, enajenación y
creación de identidades superfluas en función del consumismo… El viejo
pan y circo?
El futbol es uno de los más grandes
negocios que existen, tan redondo como el balón. Participan organismos
como la FIFA, comités organizadores, federaciones locales, televisoras,
agencias de marketing y de promoción de los jugadores, apostadores,
equipos y jugadores (que, aunque disfrutan brevemente del endiosamiento
de la imagen son, a fin de cuentas, sólo instrumentos para la
diseminación de una propaganda aspiracional, similar a lo que ocurre con
los modelos de artículos de consumo: en México incluso son vendidos a
equipos en un “draft” que se apoda “mercado de piernas”, sin que los
jugadores puedan decidir si quieren ir o no a tal equipo).
Indirectamente, haciendo
uso político, también participan los países con sus gobiernos y las
grandes corporaciones alineadas que dictan el sistema financiero global.
Los países se sirven del aglutinamiento de identidades que el futbol
genera y de la distracción masiva que les permite manipular la agenda de
noticias, desactivar conflictos, diluir críticas o llegar a acuerdos y
pasar leyes fast-track (los “goles de madruguete político”).
Las corporaciones y el sistema capitalista tienen evidentemente el
usufructo del frenesí de consumo que generan eventos como el Mundial,
pero además también basan de manera sustancial su estrategia de branding
en este evento, que es percibido como el culmen de las asociaciones
positivas y profundas en la psique del consumidor: es el momento de
bombardear con el fin de invadir tautológicamente el inconsciente del
sujeto programable y congraciarse con él. (Los que no se benefician de
esto son las comunidades locales, como ocurre con el pueblo brasileño
ante los gastos excesivos del Mundial 2014: es un deporte del pueblo, pero un negocio elitista).
* * *
Coinciden en Borges una indiferencia y
un desinterés por la política y el futbol. Lo que animaba su curiosidad
eran las ideas, la arquitectura de mundos mentales, ese gran río de
murmullos que cruza el tiempo que es la literatura. En su ars poetica
el escritor no tenía por qué tener un compromiso con una cierta
inclinación política –no tenía por qué definirse como una persona de
izquierda o derecha, etc., o dedicarse a escribir panfletos; su deber
era consigo mismo y con el arte, con la literatura misma, que no es, por
supuesto, una rama de la moral (lo que importa es si un escritor
escribe bien, no si es buena persona; si es capaz de ver lo que los
demás no ven, no si piensa de manera correcta). Borges fue muy criticado
por no pronunciarse en contra de la dictadura argentina y en contra de
numerosos gobiernos o actos antidemocráticos, inhumanos o injustos según
el dictamen generalizado de la comunidad internacional –ese metajuicio
de lo políticamente correcto para el intelectual. Cuando tuvo que
describir su postura política dijo que era conservador, pero siempre
desde la distancia de su agnosticismo, nunca desde el fanatismo.
Cuando uno quiere criticar la
enajenación del futbol, Borges aparece como una buena opción para
legitimar el discurso. Aunque algunas personas puedan considerarlo poco
viril, poco inclinado a las pasiones del cuerpo y, por lo tanto, incapaz
de comprender la atracción por los deportes –ese instinto marcial
sublimado o domesticado–, también es cierto que hay poco de esta energía
vital en el acto mayormente pasivo de ver un partido de futbol.
Asimismo, salvo el caso de algunos exquisitos manieristas exentos de
resultadismo, el espectador de futbol no es un observador objetivo o
individuado, como el narrador omnipresente de una obra, sino que es un
observador arrastrado por la emoción multitudinaria que quiere de alguna
manera intervenir y proyectarse al campo de juego –olvidar su
presente–, a la vez que se ve afectado por el resultado de un juego que
no ha jugado y sobre el cual no tiene ningún efecto. Y como tal, exhibe
un dejo de frustración y de pueril transferencia. Borges decía que “el
futbol es popular porque la estupidez es popular”. Es estúpido sufrir
por algo en lo cual no tenemos participación ni influencia –por más que
creamos noble o elevado concebir sentimientos abtractos de
identificación y, así, concebirnos como encarnaciones de nuestro país o
de nuestro equipo y, por lo tanto, estar sujeto a lo que les ocurre.
Quizás el rasgo más claro de la estupidez de nuestra sociedad es verse
inmiscuido en el trance colectivo de los medios masivos de comunicación,
en las telenovelas, en el futbol, en el marketing que preda sobre
nuestros deseos aspiracionales y nuestras inseguridades y responder a
sus llamados yendo a la tienda, comprando los productos o sintonizando
el televisor en respuestas zombie-pavlovianas o, usando el término de
McLuhan, narcótico-narcisistas.
En una nota publicada en el diario La Razón
sobre la Copa del Mundo en Argentina en el ’78, Borges conversa sobre
futbol con Roberto Alfiano (quien luego publicó un libro sobre Borges en
el que se incluye este diálogo):
- ¿Fue alguna vez a ver un partido de fútbol Borges?
- Sí, fui una vez y
fue suficiente, me bastó para siempre. Fuimos con Enrique Amorim.
Jugaban Uruguay y Argentina. Bueno, entramos a la cancha, Amorim tampoco
se interesaba por el fútbol y como yo tampoco tenía la menor idea, nos
sentamos; empezó el partido y nosotros hablamos de otra cosa,
seguramente de literatura. Luego pensábamos que se había terminado, nos
levantamos y nos fuimos. Cuando estábamos saliendo alguien me dijo que
no, que no había terminado todo el partido, sino el primer tiempo, pero
nosotros igual nos fuimos. Ya en la calle yo le dije a Amorim: “Bueno,
le voy a hacer una confidencia. Yo esperaba que ganara Uruguay –Amorim
era uruguayo– para quedar bien con usted, para que usted se sintiera
feliz”. Y Amorim me dijo: “Bueno, yo esperaba que ganara Argentina para
quedar, también, bien con usted”. De manera que nunca nos enteramos del
resultado de aquello, y los dos nos revelamos como excelentes
caballeros. La amistad y el respeto que ambos nos profesábamos estaba
por encima de esa pobre circunstancia que era un partido de fútbol.
Un poco de la elegancia inglesa que
tanto admiraba (y por lo cual se le resentía en su país), que, en una
especie de ingenuidad, esconde mordacidad e ironía. En esa misma
conversación, Borges responde luego a Alfiano que el futbol es popular
porque la estupidez es popular:
- Yo no entiendo
cómo se hizo tan popular el fútbol. Un deporte innoble, agresivo,
desagradable y meramente comercial. Además es un juego convencional,
meramente convencional, que interesa menos como deporte que como
generador de fanatismo. Lo único que interesa es el resultado final; yo
creo que nadie disfruta con el juego en sí, que también es estéticamente
horrible, horrible y zonzo. Son creo que 11 jugadores que corren detrás
de una pelota para tratar de meterla en un arco. Algo absurdo, pueril, y
esa calamidad, esta estupidez, apasiona a la gente. A mí me parece
ridículo.
Al parecer, Borges no era sensible a la
estética del futbol, y en esto sin duda podemos diferir. Pero, a fin de
cuentas, son pocos los que ven futbol como un ejercicio de contemplación
estética… como quien contempla una escena bucólica o como un flaneur
atraído por ciertos ángulos e inflexiones urbanas. El aficionado
prototípico busca el desfogue del triunfo, el alarido de pertenencia con
un equipo de calidad que ha repasado a otro o con una nación que se
piensa superior cuando triunfa y se puede comparar con otros países (o,
en el caso de algunos franceses, probablemente inspirados por el racismo
que genera una selección multiétnica cuando su país pierde y puede
culpar a un sector). (Esta tabla de afectos y aversiones por países en la Copa del Mundo es muy ilustrativa).
En algunos casos se contenta porque su equipo juega bien o da pelea a
un equipo históricamente superior, pero no por el placer que le produce
el futbol desempeñado en un aspecto puro, sino porque realza su
identidad (tener un equipo que la crítica elogia) o le da confianza para
el futuro: cuando, entonces sí, pueda ganarle a los grandes.
Se dice que el futbol une a la gente. Y,
si bien es una buena excusa para socializar y distender, en realidad lo
que une en el trance de un torneo o en la estela que deja un título son
los sentimientos dispersos de nacionalismo, de euforia chocarrera y de
autoafirmación. Si bien es cierto que existen países donde muchos
individuos tienen poca seguridad en sí mismos, es ridículo pensar que el
futbol sea un revulsivo que lleve a las personas a psciológicamente
afirmar su individualidad y desprenderse de sus complejos –esto es algo
que se hace justamente individuándose y desmarcándose de las improntas y
los paradigmas colectivos. Otra cosa es que el triunfo en el deporte
genere, como ocurre en la naturaleza con la habituación, más triunfo en
el futuro; esto es natural, pero se limita solamente al deporte y logra
cambiar la mentalidad solamente de los jugadores que participan. Si bien
puede provocar una tregua momentánea entre personas de diferentes
etnias, lenguas o posturas políticas dentro de un país, el efecto no es
de ninguna forma duradero; es como la tregua breve que hacen dos
personas cuando se emborrachan.
Buena parte de lo que chocaba a Borges del futbol tenía que ver con el nacionalismo que observaba como consecuencia de este deporte en Argentina, quizás el país con la hinchada más pasional y violenta del mundo (después de que sus enemigos, los ingleses, erradicaran a los hooligans). Tanto el nacionalismo como el futbol le merecían el mismo calificativo. “El nacionalismo sólo permite afirmaciones y toda doctrina que descarte la duda, la negación, es una forma de fanatismo y estupidez”, escribió Borges, quien incluso participó en 1984 en un foro en Tokio en el que se discutió el nacionalismo, señalando que éste tenía el peligro de dividir a las personas. ¿Acaso no ocurre eso mismo con el futbol, que divide más de lo que une? Al menos, nos divide en personas definidas por un país: somos mexicanos, chilenos, alemanes, iraníes, estadounidenses, con una carga histórica y una percepción política particular, con numerosos clichés, antes que personas del planeta Tierra e individuos únicos. Borges creía en abolir las fronteras, lo cual en ningún sentido significa homogeneizar al mundo o erradicar las diferencias, sino permitir el intercambio sin etiquetas. Seguramente esto sería política y económicamente desastroso, especialmente para algunos países chicos, etc., pero la afirmación no tenía este sentido, sino que su espíritu era el de eliminar el nacionalismo y todos sus efectos colaterales.
En fin; con esto no quiero amargar el
placer de ver un buen partido de futbol, especialmente si es un hábito
esporádico. Principalmente, el interés es hacer consciente el acto de
ver un partido de futbol y, en general, de participar en todo entorno
mediático o colectivo, y ser capaz de discernir hasta qué punto, al
hacerlo, perdemos nustra inteligencia crítica y llegamos a enajenarnos.
Un poco de autorreflexión –sobre lo que pasa dentro de nosotros cuando
hacemos algo o recibimos un programa– nos hace hasta cierto punto
inmunes y permite disfrutar de un partido de futbol sin sufrir si el
resultado no es el que queríamos. El futbol es, sin duda, un gran
espectáculo, y tiene algo más de místico y estético de lo que Borges fue
capaz de ver. Borges, que amaba las representaciones cabalísticas, las
métaforas del universo y la divinidad, quizás no entrevió en el juego de
futbol una imagen del universo, de su secreto orden; tampoco atisbó una
poesía física o reconoció el impulso evolutivo de luchar y competir
(una desvaída transmigración de los dioses griegos, que impulsaban a los
héroes a batirse). Pero todos los juegos tienen esta veta, hay un
sentido lúdico profundamente arraigado a la existencia –que sublima lo
absurdo– y el futbol es una manifestación, aunque quizás un poco
contaminada, de esta misma esencia. Borges prefería el otro juego, el
juego cósmico “de la indivisa divinidad que opera en nosotros” y sueña
el mundo, que quizás no tenga ganador y sea infinito.
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