13.6.14

Rivas:" Todos tenemos algo de Ulises"

El escritor gallego ahonda en las razones que lo llevaron a escribir Las voces bajas, una novela con ecos de infancia y miedos
Manuel Rivas, autor español de La lengua de las mariposas./revista Ñ

Recuerda el instante en que la literatura se manifestó en su vida como un acontecimiento iniciático. Tenía 2 años y en la casa estrecha de su infancia no abundaban los juguetes. Una tarde, mientras su hermana María miraba por la ventana una caravana festiva, de pronto asomaron unos muñecos gigantes. María corrió hacia él, se abrazaron aterrados. Al volver la madre a su casa, le contaron el episodio. Ella les dijo: “Si seréis tontos. Son los cabezudos, los Reyes Católicos”. Con la poesía que le pone a las palabras cuando habla, Manuel Rivas lo razona así: “Ese era el principio de un relato histórico, una alquimia perfecta de lo que es la literatura, mezcla de espanto y humor, de miedo e ironía. Fíjate el recorrido de esa frase. Es la historia de uno mismo a través de los otros”. El narrador gallego vino a Buenos Aires invitado por la Universidad Nacional de San Martín (Unsam), para participar del Programa Lectura Mundi y de actividades de la revista Anfibia.
El autor de El lápiz del carpintero ignora por qué esas palabras de su infancia le despertaron el deseo de narrar. Hoy, a los 56 años, vuelve a “aquella interferencia, el recuerdo del primer miedo, que me apareció cuando escribía otra novela”. Puesto a explicar cuáles fueron los hechos que se le manifestaron con tanta nitidez, a la hora de comenzar a tejer Las voces bajas dice que fue su hermana María la que primero se apareció claramente. “Este primer recuerdo era como una imagen de un tiempo de la vida en el que yo estaba en la frontera del lenguaje, tenía dos años y apenas balbuceaba. María era quien hablaba. Yo encuentro en esas voces bajas los murmullos de la vida. Pero es también una historia del miedo que aparece en todas las células madres de la escritura. Los ‘Cuentos de Grimm’, ‘Pedro y el lobo’, ‘Hansel y Gretel’, ‘Pulgarcito’, ‘Blancanieves’, ‘Los músicos de Bremen’ son en el fondo formas de adiestramiento contra el miedo. En los cuentos de hadas el miedo humano es el miedo al abandono. En todos está ese miedo mayor”, reflexiona Rivas. Claro que aquel primer miedo infantil tenía unos secretos vasos comunicantes con la realidad histórica de su país. Eran los años 60, “hasta ese momento todavía era la posguerra que se ve, incluso en la ropa. En las fotos aparezco como más gordo, pero en realidad es que la ropa me iba apretada, porque era donada. Era un tiempo donde la gente empezaba a reconstruir los tejidos de la vida. Hay otro capítulo donde cuento que me llevaban a una especie de guardería; éramos muchos niños. Parecía un cajón. Allí aprendí que las paredes pueden expandirse. Era como crear un lugar. Gran parte de la vida transcurre entre el lugar y el deslugar. Y la vida existe cuando la gente convierte el deslugar en su lugar. Es la relación entre cuerpo y territorio”.
Rivas, que ama a su hermana María, dice que éste es su libro. “María siempre me lleva de la mano un paso para adelante. Es ella quien me conecta con las lecturas, la política, con la vida… Ella no tenía miedo y era de vanguardia”. Fue gracias a su hermana que descubrió tempranamente que el machismo es una primera forma de poder “que lleva a otras formas de poder como la esclavitud y la violencia. Es una forma de poder transversal a sociedades y religiones. Esto se veía más claro en un ambiente antifascista. Frente a las voces del poder, que son las voces altas, aparecían estas voces bajas con las que me conecté. María tuvo mucha influencia, me abrió el camino”.
–¿Por qué eligió la infancia?
–Además de la interferencia inicial sobre el miedo que apareció cuando estaba escribiendo otra cosa, era una época que tenía que ver con los secretos. Este viaje de la literatura, emprendido en el libro, es una melancolía activa. Es un rescate de un ser vivo que va germinando. Un secreto abre la puerta a otro secreto. Algo se devela, pero crea un nuevo enigma. Es un proceso como cuando se crea una nueva lengua. Todos tenemos voces bajas y voces altas. Dentro de nosotros, se desenvuelve un combate entre la voz que susurra, que no quiere dominar, y la que quiere imponerse, ordenar. Todos llevamos dentro un anarquista y un tirano. La voz que escribe es la voz libertaria. La infancia es un escenario en el que vivimos y sentimos de forma extrema. Al menos, eso es lo que recuerdo. El primer miedo, la primera crueldad, la primera rebeldía... Es la rebeldía contra la injusticia, la desobediencia interior del “pequeño salvaje”, el verdadero principio de la historia humana.
–¿La búsqueda de la literatura es casi arqueológica?
–Encuentro una similitud entre la búsqueda del viaje literario y de la arqueología. En principio, el viaje empieza escapando, va de un enigma a otro, de un lugar a otro, iluminándose con una luz que parpadea. La arqueología también va encontrando huellas ocultas. La diferencia está en que, en la arqueología, hay un límite que se llama “la línea de lo inaccesible”. Pero la búsqueda literaria se atreve a ir más allá. Y aparece la imaginación, que no es la fantasía, sino la forma más acabada de realidad. Pues nos permite atravesar la línea de lo inaccesible.
Cuenta el autor de Los libros arden mal que en este viaje a Buenos Aires estuvo con cartoneros, los vio hurgar en los residuos y de pronto suelta frases como ésta: “Así como un ciruja es quien revuelve en las entrañas de la montaña de basura, un escritor tiene que adentrarse con sutileza en los escombros”.
–La suya, como otras familias españolas, debe haber guardado secretos.
–Ocultar secretos es común a todas las familias en España. Hemos vivido de uno u otro lado durante la Guerra Civil. Ocultar era una forma de autodefensa. Se enterraba la memoria por miedo. No supe cosas de mis abuelos hasta que murió Franco. Entonces me contaron que uno de ellos estuvo a punto de ser fusilado. La memoria no es un frigorífico, una nevera. La memoria “sueña hacia adelante”. Se conjuga en un tiempo de presente recordado. El problema en España es que desde el establishment se quiso imponer una amnesia retrógrada.
Si algo es inherente al autor de Todo es silencio es su relación con la lengua literaria, su forma de trabajar el lenguaje, de seleccionar las palabras, de intensificar su sentido. “El primer contacto pertenece a la pulsión de Eros. Por decirlo así, las palabras están deseando saltar a la boca, a los labios. Son tus colores, tu música, tus antenas, tus células más táctiles... Pero esa relación intensa, con el paso del tiempo, también se vuelve más perturbadora, más inquieta. Las palabras están tatuadas, son también tus heridas y llevan las marcas de todos los dolores. Y a veces llegan envenenadas, intoxicadas, cansadas de decir. Me impresionó mucho algo que George Steiner dijo de Samuel Beckett en relación con las palabras. Dijo que las sacaba “a escondidas a la luz”, tomándolas de unas reservas peligrosamente escasas. La tarea de escribir, tal como hoy la entiendo, es una lucha contra la extinción, para preservar el sentido de las palabras, una tarea salvaje, ecológica, frente a la sustracción depredadora.” El escritor jujeño Héctor Tizón decía que en cada ser humano hay una novela en potencia pero que el secreto reside en cómo contarla. Lo comparte Rivas: “El cómo escribir es parte esencial de la historia. Es más, el cómo escribir tiene un efecto causal; hace fermentar lo que se cuenta. Está el dicho latino: ‘Si dominas el tema, las palabras vendrán solas’. Pero podemos darle la vuelta: ‘Si dominas las palabras, el tema vendrá solo’. Sí, cada ser humano tiene una novela que contar. Es un Ulises en potencia. Pero la manera de contar es el fósforo imprescindible para que se ilumine una obra”.
Las voces bajas cuenta también una época en la que, según Manuel Rivas, “no se podía mirar y no se podía decir”. De allí que le atribuya a la literatura la misión de “intentar mirar lo que no se podía y decir lo que no se debía”. El escritor gallego no comprende “la ficción como una huida. Realmente creo que ésta es una novela. En todas partes me ha pasado que la gente la lee así. Quien escribe no soy yo. Es una persona que anda, se cruza con otro, es un niño que atraviesa el tiempo y el espacio”. Y al final de la escritura pervive en Rivas una “sensación de felicidad clandestina”, la de haber atravesado aquel miedo atávico de su primera infancia.

El murmullo de los estorninos

No, no es una autobiografía. Escribí Las voces bajas por una extraña obligación que, desde el principio, viví como aventura, un viaje hacia lo vivido, pero desconocido. Hacia los primeros momentos en que para mí se abrió la boca de la literatura, no en los libros, sino en el manuscrito de la vida. Somos lo que recordamos. Pero también somos lo que olvidamos. En ese viaje me llevaba de la mano María, la muchacha anarquista, la que abría paso. Mi hermana ya fallecida.
Las voces bajas es la novela de los otros. La búsqueda de un Comala, ese espacio entre el recuerdo y el olvido, como diría Rulfo, “donde se ventila la vida como un puro murmullo”.
“Murmuration” es la forma con que en inglés se denomina a la bandada de estorninos. El nombre elegido es de una precisión poética. La nube o formación de estorninos describe en el cielo, al volar, una potente ficción. Cientos o miles de pequeños pájaros construyen un ave gigantesca. Como una halografía, como una performance en la pantalla celeste. No es por placer estético, aunque lo parece. Es para disuadir a las rapiñas que, al acecho, se asustan ante ese ser dibujado como una trama con puntos benday, a la manera de los utilizados en pop-art por Roy Lichtenstein.
Las voces bajas son las voces que no pretenden dominar. Incluso después de muertas, quieren decir, compartir el asombro: el sueño de la sombra. En Esperando a Godot , Vladimir pregunta: “¿No tienen bastante con estar muertas?”. Y Estragón responde: “No, no es suficiente.” Por eso son literarias, queriendo o sin quererlo. Saben a pecado.
“No se puede decir”. Esa era una especie de consigna en la atmósfera de la infancia. Vivíamos en ese estado de alerta. El lenguaje era muy importante.
Las voces bajas tenían que moverse con intuición filológica. Las palabras podían ser un pecado por decir una verdad inconveniente. Goya tituló en “Los desastres de la guerra”: “No se puede mirar”. Así que la educación sentimental en España ha tenido históricamente ese cerco intimidatorio: Lo que no se puede decir y Lo que no se puede mirar.
Todo comienza con el primer miedo: dos monstruos ocupan el ventanal de nuestra casa, el que daba a la calle. Mi hermana y yo corrimos a encerrarnos en el baño. Cuando volvió mi madre del reparto, pues trabajaba de lechera, nos buscó con el miedo de la hembra que no encuentra a sus crías. Nuestro miedo era distinto: era el primer miedo. El terror. Hasta que Carmiña, mi madre, nos dijo: “¡Tontos! Eran los gigantes cabezudos. Eran los Reyes Católicos.” El primer recuerdo va asociado a esa frase, que actúa con un inicial punto de cruz para tejer todo el libro: la urdimbre de terror y humor, de miedo e ironía. Después, en la escuela, cada vez que oía hablar de los Reyes Católicos me acordaba de los cabezudos y me tapaba la boca para no reírme. Todavía hoy, cuando oigo hablar de reyes, pienso en los cabezudos. Y recuerdo la voz irónica y libre de mi madre. La boca de la literatura abriéndose por vez primera.

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