El escritor gallego ahonda en las razones que lo llevaron a escribir Las voces bajas, una novela con ecos de infancia y miedos
Recuerda el instante en que la literatura se manifestó en su
vida como un acontecimiento iniciático. Tenía 2 años y en la casa
estrecha de su infancia no abundaban los juguetes. Una tarde, mientras
su hermana María miraba por la ventana una caravana festiva, de pronto
asomaron unos muñecos gigantes. María corrió hacia él, se abrazaron
aterrados. Al volver la madre a su casa, le contaron el episodio. Ella
les dijo: “Si seréis tontos. Son los cabezudos, los Reyes Católicos”.
Con la poesía que le pone a las palabras cuando habla, Manuel Rivas lo
razona así: “Ese era el principio de un relato histórico, una alquimia
perfecta de lo que es la literatura, mezcla de espanto y humor, de miedo
e ironía. Fíjate el recorrido de esa frase. Es la historia de uno mismo
a través de los otros”. El narrador gallego vino a Buenos Aires
invitado por la Universidad Nacional de San Martín (Unsam), para
participar del Programa Lectura Mundi y de actividades de la revista
Anfibia.
El autor de El lápiz del carpintero ignora por
qué esas palabras de su infancia le despertaron el deseo de narrar. Hoy,
a los 56 años, vuelve a “aquella interferencia, el recuerdo del primer
miedo, que me apareció cuando escribía otra novela”. Puesto a explicar
cuáles fueron los hechos que se le manifestaron con tanta nitidez, a la
hora de comenzar a tejer Las voces bajas dice que fue su hermana
María la que primero se apareció claramente. “Este primer recuerdo era
como una imagen de un tiempo de la vida en el que yo estaba en la
frontera del lenguaje, tenía dos años y apenas balbuceaba. María era
quien hablaba. Yo encuentro en esas voces bajas los murmullos de la
vida. Pero es también una historia del miedo que aparece en todas las
células madres de la escritura. Los ‘Cuentos de Grimm’, ‘Pedro y el
lobo’, ‘Hansel y Gretel’, ‘Pulgarcito’, ‘Blancanieves’, ‘Los músicos de
Bremen’ son en el fondo formas de adiestramiento contra el miedo. En los
cuentos de hadas el miedo humano es el miedo al abandono. En todos
está ese miedo mayor”, reflexiona Rivas. Claro que aquel primer miedo
infantil tenía unos secretos vasos comunicantes con la realidad
histórica de su país. Eran los años 60, “hasta ese momento todavía era
la posguerra que se ve, incluso en la ropa. En las fotos aparezco como
más gordo, pero en realidad es que la ropa me iba apretada, porque era
donada. Era un tiempo donde la gente empezaba a reconstruir los tejidos
de la vida. Hay otro capítulo donde cuento que me llevaban a una especie
de guardería; éramos muchos niños. Parecía un cajón. Allí aprendí que
las paredes pueden expandirse. Era como crear un lugar. Gran parte de la
vida transcurre entre el lugar y el deslugar. Y la vida existe cuando
la gente convierte el deslugar en su lugar. Es la relación entre cuerpo y
territorio”.
Rivas, que ama a su hermana María, dice que éste es
su libro. “María siempre me lleva de la mano un paso para adelante. Es
ella quien me conecta con las lecturas, la política, con la vida… Ella
no tenía miedo y era de vanguardia”. Fue gracias a su hermana que
descubrió tempranamente que el machismo es una primera forma de poder
“que lleva a otras formas de poder como la esclavitud y la violencia. Es
una forma de poder transversal a sociedades y religiones. Esto se veía
más claro en un ambiente antifascista. Frente a las voces del poder, que
son las voces altas, aparecían estas voces bajas con las que me
conecté. María tuvo mucha influencia, me abrió el camino”.
–¿Por qué eligió la infancia?
–Además de la interferencia inicial sobre el miedo que apareció cuando estaba escribiendo otra cosa, era una época que tenía que ver con los secretos. Este viaje de la literatura, emprendido en el libro, es una melancolía activa. Es un rescate de un ser vivo que va germinando. Un secreto abre la puerta a otro secreto. Algo se devela, pero crea un nuevo enigma. Es un proceso como cuando se crea una nueva lengua. Todos tenemos voces bajas y voces altas. Dentro de nosotros, se desenvuelve un combate entre la voz que susurra, que no quiere dominar, y la que quiere imponerse, ordenar. Todos llevamos dentro un anarquista y un tirano. La voz que escribe es la voz libertaria. La infancia es un escenario en el que vivimos y sentimos de forma extrema. Al menos, eso es lo que recuerdo. El primer miedo, la primera crueldad, la primera rebeldía... Es la rebeldía contra la injusticia, la desobediencia interior del “pequeño salvaje”, el verdadero principio de la historia humana.
–Además de la interferencia inicial sobre el miedo que apareció cuando estaba escribiendo otra cosa, era una época que tenía que ver con los secretos. Este viaje de la literatura, emprendido en el libro, es una melancolía activa. Es un rescate de un ser vivo que va germinando. Un secreto abre la puerta a otro secreto. Algo se devela, pero crea un nuevo enigma. Es un proceso como cuando se crea una nueva lengua. Todos tenemos voces bajas y voces altas. Dentro de nosotros, se desenvuelve un combate entre la voz que susurra, que no quiere dominar, y la que quiere imponerse, ordenar. Todos llevamos dentro un anarquista y un tirano. La voz que escribe es la voz libertaria. La infancia es un escenario en el que vivimos y sentimos de forma extrema. Al menos, eso es lo que recuerdo. El primer miedo, la primera crueldad, la primera rebeldía... Es la rebeldía contra la injusticia, la desobediencia interior del “pequeño salvaje”, el verdadero principio de la historia humana.
–¿La búsqueda de la literatura es casi arqueológica?
–Encuentro una similitud entre la búsqueda del viaje literario y de la arqueología. En principio, el viaje empieza escapando, va de un enigma a otro, de un lugar a otro, iluminándose con una luz que parpadea. La arqueología también va encontrando huellas ocultas. La diferencia está en que, en la arqueología, hay un límite que se llama “la línea de lo inaccesible”. Pero la búsqueda literaria se atreve a ir más allá. Y aparece la imaginación, que no es la fantasía, sino la forma más acabada de realidad. Pues nos permite atravesar la línea de lo inaccesible.
–Encuentro una similitud entre la búsqueda del viaje literario y de la arqueología. En principio, el viaje empieza escapando, va de un enigma a otro, de un lugar a otro, iluminándose con una luz que parpadea. La arqueología también va encontrando huellas ocultas. La diferencia está en que, en la arqueología, hay un límite que se llama “la línea de lo inaccesible”. Pero la búsqueda literaria se atreve a ir más allá. Y aparece la imaginación, que no es la fantasía, sino la forma más acabada de realidad. Pues nos permite atravesar la línea de lo inaccesible.
Cuenta el autor de Los libros arden mal
que en este viaje a Buenos Aires estuvo con cartoneros, los vio hurgar
en los residuos y de pronto suelta frases como ésta: “Así como un ciruja
es quien revuelve en las entrañas de la montaña de basura, un escritor
tiene que adentrarse con sutileza en los escombros”.
–La suya, como otras familias españolas, debe haber guardado secretos.
–Ocultar secretos es común a todas las familias en España. Hemos vivido de uno u otro lado durante la Guerra Civil. Ocultar era una forma de autodefensa. Se enterraba la memoria por miedo. No supe cosas de mis abuelos hasta que murió Franco. Entonces me contaron que uno de ellos estuvo a punto de ser fusilado. La memoria no es un frigorífico, una nevera. La memoria “sueña hacia adelante”. Se conjuga en un tiempo de presente recordado. El problema en España es que desde el establishment se quiso imponer una amnesia retrógrada.
–Ocultar secretos es común a todas las familias en España. Hemos vivido de uno u otro lado durante la Guerra Civil. Ocultar era una forma de autodefensa. Se enterraba la memoria por miedo. No supe cosas de mis abuelos hasta que murió Franco. Entonces me contaron que uno de ellos estuvo a punto de ser fusilado. La memoria no es un frigorífico, una nevera. La memoria “sueña hacia adelante”. Se conjuga en un tiempo de presente recordado. El problema en España es que desde el establishment se quiso imponer una amnesia retrógrada.
Si algo es inherente al autor de Todo es silencio
es su relación con la lengua literaria, su forma de trabajar el
lenguaje, de seleccionar las palabras, de intensificar su sentido. “El
primer contacto pertenece a la pulsión de Eros. Por decirlo así, las
palabras están deseando saltar a la boca, a los labios. Son tus colores,
tu música, tus antenas, tus células más táctiles... Pero esa relación
intensa, con el paso del tiempo, también se vuelve más perturbadora, más
inquieta. Las palabras están tatuadas, son también tus heridas y llevan
las marcas de todos los dolores. Y a veces llegan envenenadas,
intoxicadas, cansadas de decir. Me impresionó mucho algo que George
Steiner dijo de Samuel Beckett en relación con las palabras. Dijo que
las sacaba “a escondidas a la luz”, tomándolas de unas reservas
peligrosamente escasas. La tarea de escribir, tal como hoy la entiendo,
es una lucha contra la extinción, para preservar el sentido de las
palabras, una tarea salvaje, ecológica, frente a la sustracción
depredadora.” El escritor jujeño Héctor Tizón decía que en cada ser
humano hay una novela en potencia pero que el secreto reside en cómo
contarla. Lo comparte Rivas: “El cómo escribir es parte esencial de la
historia. Es más, el cómo escribir tiene un efecto causal; hace
fermentar lo que se cuenta. Está el dicho latino: ‘Si dominas el tema,
las palabras vendrán solas’. Pero podemos darle la vuelta: ‘Si dominas
las palabras, el tema vendrá solo’. Sí, cada ser humano tiene una novela
que contar. Es un Ulises en potencia. Pero la manera de contar es el
fósforo imprescindible para que se ilumine una obra”.
Las voces bajas
cuenta también una época en la que, según Manuel Rivas, “no se podía
mirar y no se podía decir”. De allí que le atribuya a la literatura la
misión de “intentar mirar lo que no se podía y decir lo que no se
debía”. El escritor gallego no comprende “la ficción como una huida.
Realmente creo que ésta es una novela. En todas partes me ha pasado que
la gente la lee así. Quien escribe no soy yo. Es una persona que anda,
se cruza con otro, es un niño que atraviesa el tiempo y el espacio”. Y
al final de la escritura pervive en Rivas una “sensación de felicidad
clandestina”, la de haber atravesado aquel miedo atávico de su primera
infancia.
El murmullo de los estorninos
No, no es una autobiografía. Escribí Las voces bajas por una
extraña obligación que, desde el principio, viví como aventura, un viaje
hacia lo vivido, pero desconocido. Hacia los primeros momentos en que
para mí se abrió la boca de la literatura, no en los libros, sino en el
manuscrito de la vida. Somos lo que recordamos. Pero también somos lo
que olvidamos. En ese viaje me llevaba de la mano María, la muchacha
anarquista, la que abría paso. Mi hermana ya fallecida.
Las voces
bajas es la novela de los otros. La búsqueda de un Comala, ese espacio
entre el recuerdo y el olvido, como diría Rulfo, “donde se ventila la
vida como un puro murmullo”.
“Murmuration” es la forma con que en
inglés se denomina a la bandada de estorninos. El nombre elegido es de
una precisión poética. La nube o formación de estorninos describe en el
cielo, al volar, una potente ficción. Cientos o miles de pequeños
pájaros construyen un ave gigantesca. Como una halografía, como una
performance en la pantalla celeste. No es por placer estético, aunque lo
parece. Es para disuadir a las rapiñas que, al acecho, se asustan ante
ese ser dibujado como una trama con puntos benday, a la manera de los
utilizados en pop-art por Roy Lichtenstein.
Las voces bajas son
las voces que no pretenden dominar. Incluso después de muertas, quieren
decir, compartir el asombro: el sueño de la sombra. En Esperando a Godot
, Vladimir pregunta: “¿No tienen bastante con estar muertas?”. Y
Estragón responde: “No, no es suficiente.” Por eso son literarias,
queriendo o sin quererlo. Saben a pecado.
“No se puede decir”.
Esa era una especie de consigna en la atmósfera de la infancia. Vivíamos
en ese estado de alerta. El lenguaje era muy importante.
Las
voces bajas tenían que moverse con intuición filológica. Las palabras
podían ser un pecado por decir una verdad inconveniente. Goya tituló en
“Los desastres de la guerra”: “No se puede mirar”. Así que la educación
sentimental en España ha tenido históricamente ese cerco intimidatorio:
Lo que no se puede decir y Lo que no se puede mirar.
Todo comienza
con el primer miedo: dos monstruos ocupan el ventanal de nuestra casa,
el que daba a la calle. Mi hermana y yo corrimos a encerrarnos en el
baño. Cuando volvió mi madre del reparto, pues trabajaba de lechera, nos
buscó con el miedo de la hembra que no encuentra a sus crías. Nuestro
miedo era distinto: era el primer miedo. El terror. Hasta que Carmiña,
mi madre, nos dijo: “¡Tontos! Eran los gigantes cabezudos. Eran los
Reyes Católicos.” El primer recuerdo va asociado a esa frase, que actúa
con un inicial punto de cruz para tejer todo el libro: la urdimbre de
terror y humor, de miedo e ironía. Después, en la escuela, cada vez que
oía hablar de los Reyes Católicos me acordaba de los cabezudos y me
tapaba la boca para no reírme. Todavía hoy, cuando oigo hablar de reyes,
pienso en los cabezudos. Y recuerdo la voz irónica y libre de mi madre.
La boca de la literatura abriéndose por vez primera.
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