La pasión alrededor del deporte más popular y de su ritual mundial sigue ocupando la ciencia social
El fútbol expresa ilusiones y frustraciones nacionales./eltiempo.com |
A finales del siglo XIX o
principios del XX llegó, según varias fuentes –aún no realmente
armonizadas– el fútbol a Colombia. Por esa misma época llegó a España, a
Argentina, a Brasil (1870). Una pregunta sociológica válida inquiriría
qué idea se hacía la gente (la sociedad correspondiente) de esa práctica
y comparativamente qué idea social se hace hoy. La transformación
parece ser formidable, descomunal. Supuestamente extranjeros (ingleses)
trajeron este juego colectivo y lo aclimataron en empresas de capital
extranjero, o simplemente armaron equipos de espontáneos que empezaron a
practicarlo y a difundirlo. El fútbol es hijo legítimo del imperialismo
británico, igual que Washington, Gandhi, Kipling o la reina Victoria.
Tres características del fútbol nos parecen
dignas de resaltar: requiere comparativamente mucha gente: 22 jugadores.
Se juega coordinadamente. Se desarrolla en un espacio fijo de grandes
proporciones, cuyo espectáculo ha acabado concentrando físicamente en un
solo sitio (el estadio) grandes masas de población (hasta 200 mil en el
Maracaná). Exhibe el cuerpo humano. Los juegos griegos de Olimpia
ofrecían un gran estadio, pero sus competidores tendían a ser
individuales y la competencia de todos contra todos. El “todos contra
todos” es propio de las competencias atléticas, en general, aunque el
proceso se escalone a veces por pares o por eliminatorias. El ciclismo y
el automovilismo requieren espacios que el ojo humano no puede abarcar
de un vistazo. El baloncesto, el volibol, se juegan con agrupaciones
pequeñas. El polo involucra animales, fuerzas distintas del hombre
mismo, como ocurre con las máquinas o los vehículos en otros deportes.
Finalmente, el fútbol involucra cierta desnudez. ¿Por qué no se juega
con atuendos completos que cubran el cuerpo entero como en otros
deportes? Los atletas griegos practicaban desnudos. El fútbol retorna al
nudismo parcial. En la sociedad sexocorporalista de hoy este matiz es
otro activo en favor del fútbol.
La primera conclusión de los rasgos anteriores
es que esos once jugadores son la metáfora mínima de un ejército que se
enfrenta a un antagonista de igual característica. Un ejército ha sido
hasta hace poco un conjunto coordinado de hombres, cuyo recurso es el
cuerpo (La ‘Guerra del Golfo’ es otra historia). El fútbol, al
confrontar a dos pequeños ejércitos rígidamente coordinados es, pues, la
metáfora privilegiada de una guerra. Una guerra limpia, pura,
equitativa. No se gana por tener mejores armas –esta es evidentemente
una idealización, un primitivismo–. Se gana a mano limpia, cuerpo a
cuerpo. Ganas con lo tuyo, sin el auxilio tramposo de las armas. Es una
guerra igualitarista.
En el principio, en un país como Colombia,
tierra de guerras, el espectáculo futbolístico era ridículo: 22 hombres
en calzoncillos azotan un balón a puntapiés. Nada metaforizaba entonces
la guerra. Esta era una realidad de a puño, inmediata, inconfundible. El
fútbol era excentricidad de élites extranjerizantes. A mitad de siglo,
el fútbol adquirió estatus, pero esta vez no metafóricamente, sino
literalmente, estatus social. El fútbol fue incorporado a asociaciones
sociales de prestigio con un nombre importado también de la cultura
inglesa: el club. Este desarrollo venía de antes, era inglés y como tal
pasó a otras culturas (a España, por ejemplo: el Barcelona Fútbol Club,
1899), pero en Colombia se generalizó a mediados del siglo XX y entonces
se armó una competencia, una ‘liga’ nacional (las Ligas antiguas eran
comerciales –Liga Hanseática– o belicosas –Liga del Peloponeso–). En
esta misma época, mediados del siglo XX, en Colombia, el fútbol se
convierte en empresa capitalista, en un negocio de propietarios. Esto
requería publicidad y venta del producto. La radio es utilizada para
este propósito. Carlos Arturo Rueda C., el locutor radial de fútbol, fue
entonces un ícono de la nacionalidad. Capitalismo, medios,
productividad y generación de clientelas, todo viene junto. Alrededor de
los años cincuenta se marca el momento de estas confluencias. El fútbol
fue por 100 años, o más, un deporte machista. Los clubes ingleses eran
de orientación machista. Por mucho tiempo –aún en algunos– no
permitieron a mujeres pisar el umbral de sus sedes.
Con estas características el fútbol empieza a
constituirse en un polo de identificación, en un núcleo social
identitario. Las primeras identidades son locales. Y la adscripción a un
equipo era parte de la socialización masculina. Si eras bogotano o de
la región central y eras varón tenías dos alternativas: o eras de
Millonarios o eras de Santafé. Si eras paisa: o eras de Nacional (antes
Unión Fútbol Club) o eras del Medellín. Pero la guerra requiere de
contendores. Para pelear se precisan dos al menos. Y la identidad, que
era regional, se apañó de algún matiz social: élites vs. pueblo; norte
vs. sur; conservadores vs. liberales, porque toda identidad acaba, es
cierto, politizándose. Estamos hablando naturalmente de tendencias,
porque en sociología solo hay leyes de tendencia, no leyes rigurosas y
exactas como la de la gravedad o la de la inercia.
Así llegamos a esta hora desconcertante. El
fútbol ya no es ridículo para nadie. No se puede ignorar. Es ubicuo. Es,
por momentos, para un buen número, la realidad más rescatable de la
vida. ¿Qué ha ocurrido? La sociedad es hoy plenamente urbana. Hace poco
al visitar Monguí, en Boyacá, pude ver que el campesinado ha
desaparecido. Las excampesinas visten de bluyín y tenis, portan celular,
tienen cuenta en Facebook. El mundo, salvo para un conjunto de derechos
(como el de movilidad internacional, por ejemplo) se ha ‘globalizado’.
Una de las realidades globales más incontrovertibles es el fútbol. Ser
colombiano e hincha del Real Madrid o del Bayern Leverküsen nos hace
sentir ciudadanos del mundo. No importa cuán ilusoria es esta sensación.
Porque con el fútbol todo es ilusorio, pero aquí radica justamente su
fuerza. Carece de límites. Y no se puede vivir, decimos, sin identidad. Y
el fútbol la proporciona con creces en estos días. Pero, además, es el
mejor placebo del instinto de supervivencia que corre parejas con el
instinto de agresividad. Es un efecto del cerebro de reptil que, junto
al de mamífero y al humano, todos acarreamos. El fútbol es un sustituto
de la guerra y de la violencia y trae la impresión de que bajo el
vicariato de nuestro equipo podemos derrotar, vencer, destruir, humillar
a todo otro que en cualquier otro plano nos devoraría como un tiburón
engulle sardinas o una ballena plancton.
El fútbol nos iguala, nos nivela, nos
humaniza, nos animaliza, nos demoniza, nos diviniza. Al ser el fútbol
ubicuo e ilímite se parece a dios. Al ser para algunos lo único
rescatable de su existencia se parece al amor. Al ser omnipresente y de
eminente valor se parece a la religión. Es, de hecho, el nuevo “opio del
pueblo”. Es el camino de salvación para un buen número y así dan la
vida por él. En un siglo largo el fútbol ha alcanzado el nivel más alto
de los quehaceres humanos planetarios que involucran pasión y deleite
colectivo legítimo. Si todo lo que sube cae, bien puede ser que en 100
años haya desaparecido.
Carlos Uribe Celis. Sociólogo. Profesor titular. Universidad Nacional.
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